Laurence Olivier interpretando a Hamlet. Fotografía: John Springer

El punto de encuentro entre autores y actores

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Aunque no sea frecuente motivo de reflexión, entre escritores y actores hay un nexo de unión muy fuerte. No, no se trata de que los actores interpreten textos teatrales o adaptaciones cinematográficas de grandes o pequeñas, novelas, se trata de que en cada autor existe un actor frustrado, y en cada actor aquello tan pirandelliano, de “Seis personajes en busca de...”.

Hablo por mí misma si afirmo, y no creo ser la excepción porque pertenezco al mismo gremio, que los novelistas vivimos nuestros personajes con igual intensidad que un actor interpreta el suyo, incluso experimentamos, al finalizar una obra, idéntico vacío que el actor cuando termina de actuar, la diferencia estriba en que los autores se alimentan de su propia creatividad, malo si ésta se va de vacaciones, mientras que los intérpretes, la palabra intérprete lo define todo, si no actúan se encuentran vacíos, sin norte hasta el próximo papel, vacíos como una casa desierta.

Esto lo descubrí hace tiempo, mucho, cuando leí la autobiografía de Laurence Olivier, un actor nacido por y para la interpretación. Él demostraba con sus palabras que prácticamente su vida era la escena, fuese teatral o cinematográfica, pero era un detalle muy significativo que siempre eligiera la teatral por aquello del cercano calor del público.

Hay una novela de Somerset Maugham, en traducción española La otra comedia, que describe este síndrome escénico a las mil maravillas: la necesidad que tiene un actor de estar vivo mientras se halla metido en un papel; fuera de tal medio camina perdido en el mundo real, puede jugar a interpretar dentro del escenario de su propia existencia, pero entonces no es veraz consigo mismo. Mal actúa y no sabe interpretarse correctamente, le falta el guión.

Laurence Olivier vivía tan plenamente sus papeles que le llegaron a dar el título de actor shakesperiano por excelencia, Olivier era puro Shakespeare, y cinematográficamente hablando podía ser Heathcliff, o Max de Winter, o el almirante Nelson, pero lejos de los focos era un señor gris, todo lo contrario de Vivien Leigh, que aun siendo una buena actriz, en la opinión de su entonces marido no lo era tanto, asomaba la nariz por el mundo real y lo vivía intensamente.

No es que critique la profesionalidad de Laurence Olivier, pero cuando leí su autobiografía comprendí que era un magnífico envase vacío si no actuaba, ya que su vida constituía eso, realización escénica. Sé que de igual forma se me podrá argüir que también fue director, pero eso no es sino abundar en más de lo mismo.

Y en cuanto al escritor, actor frustrado, éste se resarce con creces a cada nuevo personaje que inventa sintiendo igual que él, viviendo su peripecia, y como las novelas no suelen tener un solo personaje, el autor, no saliendo a escena, lleva siempre una movida existencia plural sin apartarse de su mesa de trabajo.

Estoy segura de que Laurence Olivier, de haber sido escritor, hubiera llegado a ser uno de los mejores, autobiografía al margen.