A la sombra de un kiosco

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Desde lo alto de una pequeña colina la vi. Estaba desnuda y boca abajo, con las piernas ligeramente abiertas. La blancura de su piel resaltaba de manera notable de entre la semioscuridad que la rodeaba. Su bello y joven cuerpo yacía en una especie de hondonada toda cubierta de tréboles. En su cabellera llevaba prendida una flor de una variedad extraña por aquellos confines. Como a un metro de su cabeza crecía un helecho de larga fronda, el cual parecía avanzar hacia la tendida muchacha.

Aquel paraje se apreciaba desierto. Junto a la joven reposaban troncos en descomposición y unas grandes piedras tapadas por el musgo. Los rayos solares penetraban hasta el suelo con mucha dificultad.

De repente, me asaltó una duda. ¿Y si la muchacha estuviese muerta? No le había visto moverse. Había transcurrido un cierto tiempo desde que la observaba y no había cambiado de posición. ¿No se trataría de una diosa del bosque demente o de una deidad violada?

No me atreví a descender para mirarla más de cerca. Temí romper un desconocido hechizo.

Luego reinó un silencio total y una tenue bruma comenzó a insinuarse. De pronto, a unos cien pasos de donde estaba echada la joven, divisé dos ruedas de carretas desvencijadas. No las había notado antes. O, ¿acaso no estarían allí? Sentí un indescriptible temor y decidí alejarme del lugar.

Miré por última vez a la muchacha. Su cuerpo en ese preciso instante estaba bañado por distintos rayos solares que la hacían aparecer más alargada y daban la sensación que ella flotase a escasos centímetros del suelo.