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Aeropuerto. Sala de espera

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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Aeropuerto. Sala de espera

Han transcurrido más de dos horas (lo compruebo al consultar mi reloj) y ella ha permanecido allí sentada, casi inmóvil, mirando fijamente la pista de aterrizaje. Cada cinco minutos despega o desciende un avión, pero sus ojos sólo observan un punto específico ubicado afuera.

Su celular ha repicado en varias oportunidades, con insistencia. Ella no contesta las llamadas. A uno de los hombres que, con chaleco negro, inspeccionó el avión que recién se posicionó en la pista, también se le ha visto marcar números en su teléfono móvil y menear la cabeza al no recibir respuesta. ¿Será él quien la llama a ella sin saber que es estudiado por la figura sedente colocada frente al ventanal?

Por los altavoces de la sala de espera anuncian la salida del próximo vuelo y hacen saber a tres pasajeros retrasados (dos hombres y una mujer) que es el último aviso. La mujer que permanece sentada parece prestar atención a lo que se escuchó por los altavoces y ladea un poco la cabeza en dirección a su valija de mano. Ella cruza una pierna sobre la otra. Su falda se desliza lo justo para dejar al descubierto un muslo blanco y fuerte. Sobre los restos de nieve de la pista de aterrizaje aún se reflejan los rayos del sol que huyen en las postrimerías del atardecer. La mujer vacila un momento y un ligero nerviosismo de sus manos pretende comunicar que se pondrá de pie. Mas, no. Se mantiene en su invariable posición y comienza a cantar en voz baja, pero audible, a los aviones que parten o arriban.

 

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Aeropuerto. Sala de espera

Aunque no lo parezca, el superjet no apuntó a ingresar a la sala de espera. El diálogo que mantenían dos jóvenes ganó en intensidad, como si la presencia de la colosal aeronave les hubiese imbuido de nueva energía. Risueños, continuaron su plática acerca de los viajes que habían realizado y de los países y gentes que habían conocido.

La luz vespertina que retrasaba su muerte penetraba a través del enorme ventanal, vigilada muy de cerca por la trompa del superjet. Los jóvenes se dieron cuenta de que a esa hora estaría amaneciendo en sus lugares de origen, allá en el Extremo Oriente. Hablaron entonces de sus respectivas familias y de los oficios que los esperaban en sus hogares.

El hocico blanco de la superior máquina voladora fiscalizaba la conversación y cuidaba de que no se desviase hacia el asunto supersticioso de los accidentes aéreos. Total, dentro del acogedor fuselaje los estarían aguardando rubias aeromozas con las más promocionantes sonrisas para que los cuerpos se sintieran seguros de que el trayecto de regreso a casa sería tan rápido al ser tragados por las nubes.

 

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Aeropuerto. Sala de espera

En escorzo, la cola del superjet alcanzó el horizonte señalado por una hilera de montañas inmersas en la bruma. Una azarienta y temprana nevisca empañó un tanto el lustre que es el orgullo de la aeronave. Al piloto se le escuchó estornudar repetidas veces y entonces el servicio apuró agua caliente para la limonada o la infusión de inglés té. En el espacio no se formaron rizos y desde la torre de control el personal estuvo deseando un pronto bautismo de aire.

Quienes permanecíamos en la sala de espera sospechamos que de proseguir emblanqueciéndose el tiempo, el superjet terminaría por integrarse a él y nosotros no podríamos viajar y tendríamos que aerotransportarnos con la mente, mientras cruzábamos los dedos de manos y pies y musitábamos alguna olvidada plegaria.

Afortunadamente la escuadrilla que realizaba los servicios indispensables se afanaba en sus tareas y cada uno de sus integrantes se movía como un girómetro para que el despegue fuese de la envergadura que el largo aguardar suponía.

 

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Aeropuerto. Sala de espera

Se optó, al rescoldo de lo vesperal, por sacar libros, revistas u ordenadores portátiles. La somnolencia fue ganando paulatinamente la partida y al rato se oían grotescos ronquidos provenientes de los asientos.

Los reflejos en el reluciente piso de las figuras que estaban de pie o sentadas lograron autonomía y se movieron a un compás ordenado sobre las cuadrículas de sombras. Parecía un excepcional juego de ajedrez dispuesto para alegrar a los nerviosos expectantes.

El gigante pájaro, de albura y de metal, acechaba desde el fondo y sus horizontales ojos oscuros no presagiaban nada bueno. Con todo y esto, ascendió la esperanza de alcanzar en pocas horas más las alturas y ubicados en la alta lejanía hacerles señales de faro a los que aún siguieran estacionados en la sala de espera.

Los ultraligeros comentarios se adaptaron al ambiente y al igual que un paracaídas sirvieron de nodriza para soportar el tedio y la falta de un estimulante café.

 

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Aeropuerto. Sala de espera

Con la aparición de aquel improvisado espía se completó el cuadro de los agentes voladores. Si hasta se podía afirmar que era uno de los “jefes del cielo”. Así no más. De hito en hito nos ojeaba y nosotros hojeábamos nuestros libros y anhelábamos que la grúa se volviera loca y describiera en el espacio una maniobra de resorte que enviara al acechador hasta el hangar más recóndito.

El superjet inició un ronroneo de lo más extraño. Nosotros ignorábamos si se trataba de simple aquiescencia de su parte o si, por el contrario, estaba manifestando su rechazo al ojeador de marras.

Ningún representante de la aerolínea se veía por parte alguna. Decidimos planear la caída del fisgón y pensamos todos en la palabra “catapulta”. Como por obra de magia, la grúa descendió con brusquedad, mientras el merodeador trató de asirse con firmeza a los parales y nos lanzó una mirada que intentó imitar el chorro de fuego de los reactores del superjet.

 

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Aeropuerto. Sala de espera

Poco a poco la zona de embarque de pasajeros se fue despejando. El último avión se alejó con pesadez por la pista de despegue. Lo seguimos con la vista hasta que se salió de foco. Afuera el silencio y la soledad monopolizaron el ámbito recientemente atestado de jets, técnicos y obreros. En lo sucesivo las escaleras rodantes y los carros de transporte confiaron en que la definitiva puesta del sol no alborotara el ambiente. (La estela de la luz solar que espejeaba en el piso principió a halar una escalera de ruedas para descender mejor a su base aérea).

La oscuridad no tardaría en manifestarse y de nuestro vuelo nada se sabía con certeza. Habría que pasar la noche en la sala de espera con los consiguientes baches del sueño. Por los corredores del aeropuerto transitaba el mundo con sus diversas pieles, idiomas y gestualidades.

Me aprovisioné de chocolates de afamadas marcas, localicé un asiento que estaba suficientemente iluminado y me dispuse a leer en inglés Ship of Shadows, de Fritz Leiber. Eché una postrera mirada al exterior: habían apagado todas las luces y una calma sobria y convincente estaba embutida ahora dentro del manto oscurecido de lo incógnito.