Andanzas al sesgo

La gran muralla de los libros, William James

I

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Montado en tren oscilaba entre las vías férreas. Me movía de poniente a levante sin divisar la rada. (Más adelante me esperaban caminos del agua y luciérnagas.)

Las provisiones para el viaje se anticipaban con cada avance. Yo llevaba el pelo ensortijado y una sonrisa previa.

En los cruces de caminos cerraba los ojos. No quería que el paisaje tan pronto me multiplicara.

Por los andenes documentaba el tránsito de los viajeros. Retomaba el itinerario con sudores y miradas anejas. La noche me traía su expedición al confín del único silencio.

 

II

Entre la umbra del bosque avancé con parsimonioso paso. La vereda, tapizada de piedras grandes y planas, recibía la humedad que se desprendía de los árboles. Una inaudita quietud reposaba en el conjunto de trayectos. Al dirigirme hacia la parte alta de la colina salieron a mi encuentro hojas secas desfiguradas por los topetazos del viento. A las más bellas las recogí y las inserté dentro de un libro de viajes. Posteriormente las dejé como parte de un hito que indicaba la bifurcación del camino. Desde la cima de la colina divisé un valle que estaba combatiendo contra la neblina.

La caída del sol me alcanzó a mitad del camino de regreso y me hizo descubrir una antigua tumba oculta entre la maleza. Una lápida hablaba de los méritos del muerto. Un árbol inclinado asentía acerca de lo dicho.

 

III

La llovizna me sorprendió mientras cruzaba el puente, cuyas lisas losas se recordaban de especulario. Me refugié bajo la copa de un árbol milenario y junto a mí estaba un perro que no sabía ladrar. Mi mirada se perdió en pos de las gotas menudas de agua que se zambullían en el río. La recuperé poco después cuando oí a algunas ancianas tarareando canciones mientras lavaban ropa en las orillas. Mi camisa estaba empapada, pero no se allegó el frío.

Alguien me prestó un paraguas de papel encerado. Crucé la calle adyacente al río y desemboqué frente a una mansión deshabitada. Sobre el templete levantado en un patio interior me tendí. Con los ojos cerrados vi a los antiguos dueños representando una tragedia en un solo acto.

 

IV

Recorrí el tramo más hermoso de aquel río, donde había aves entrenadas para pescar, en un barco de recreo con escasos pasajeros. Extrañas y ultraterrenales montañas surgían de improviso y me dejaban sin razonamiento, estupefacto y carente de interjecciones. Recobrado de mi asombro capturaba trozos de paisajes para recomponer luego mi propia alucinación.

Sentado frente a una ventana recolectaba instantes de la vida de los lugareños y me los imaginaba a ellos afanados en sus horarios principales.

Repentinamente la ventana se abrió. La cabeza de un viejo tallada en raíz de bambú me enfrentó y ofertó su valencia. Me desentendí de él y no traté de asir lo fugaz.

 

V

La aldea de piedra, signada por siglos de historia, estaba irremediablemente abandonada. Llegué a ella después de seguir a un anciano que conducía gansos con una varita y toparme con una fila de vacas que regresaba a su aprisco.

En la aldea los helechos brotaban por doquier, dándole a ella un aire de mayor antigüedad. Las puertas de casi todas las casas colgaban de bisagras que ya estaban extenuadas, pero que se negaban a rendirse. Los dinteles y las jambas no exteriorizaban su tristeza.

Una vez inmerso dentro de las sombras de las casas mi propia sombra ganó en intensidad. Abandoné la aldea con la visión de unos faroles de papel arrumbados que cercaban a una máscara festiva con la expresión de quien sueña.

 

VI

Otro derrotero me condujo hasta una villa de madera enclavada entre montañas. Sabía que infinitas terrazas para el cultivo del arroz rodeaban a la aldea. Aquella mañana una espesa bruma había descendido para quedarse.

Me hice conducir por porteadores de sillas de mano hasta el borde de una acequia. Sólo veía, a ratos, parte de la espalda mojada del porteador de adelante; del porteador de atrás apenas divisaba el ala de su sombrero de paja. Los dos: fantasmas entre la niebla.

Bajé de la silla de mano. Cuando quise desentumecerme las piernas un ruido de cascos me obligó a lanzarme a un lado. Tres caballos pasaron a la carrera y se detuvieron más adelante, a pocos metros, para atacarse a coces. Yo tomé un trago de agua y un trago de bruma.

 

VII

Giróvago tomé rumbo hacia donde la brújula no señalaba. La muralla derruida se extendía a mi derecha. Pedazos de ladrillos y cascajos hacían deslizar mis pies. Mis manos palpaban las innumerables grietas.

Las atalayas todavía vigilaban los posibles ataques del adversario. Las fogatas podían anunciar, de improviso, el embate de la ofensiva enemiga.

Me senté en un hueco entre dos almenas de la muralla. Las golondrinas experimentaban novísimos vuelos. Rozaban las suelas de mis botas para darme a entender su destino. Piaban por mi posible ausencia.

La tarde llegó fatigada y me forzó a retirarme. Me alejé en busca de un poniente impreciso. Iba caminando por un sector estrecho de la muralla. En los hundimientos los restos de las lluvias habían dejado argumentos para regresar. Yo saltaba sobre ellos y entonces reflejaban pasados tránsitos. El sol trataba de despedirse y no lo conseguía.

 

VIII

El jardín estaba dispuesto como una red para pescar o para atrapar pájaros. El maestro redero también me capturó a mí. Yo me dejé conducir dócilmente y contemplé lo inextricable.

En un disimulado rincón del jardín extrañas piedras enseñaban a los musgos el arte de convivir sin perder la unidad. Unas ardillas de alargados cuerpos se mostraban sólo ante especiales visitantes. A favor de las flores ciertas mariposas se empreñaron.

Poetas descansaron en los corredores y ya nunca más fueron los mismos. Beldades quienes entonaron cantos del crepúsculo no se marchitaron fácilmente.

Un jardín en una red aprehende las motivaciones del Cielo.

 

IX

Por una ciudad meridional encontré calles con árboles de mango sembrados en las aceras. Eran árboles robustos y complexos y en cuya savia el tiempo transmigraba la tradición. Sus frutos: gualdos en rubor.

El viento del mar se arremolinaba en las bocacalles y traía paisajes de cangrejos y gaviotas a las memorias envejecidas.

Algunos pordioseros pedían dinero con timidez; otros, con arrogancia. Sus dioses los vigilaban a distancia y sacaban cuentas claras. Más allá podía aparecer un famoso templo. Los peregrinos abarrotaban las tiendas en procura de incienso y salvación.

Lo único vivo dentro del templo se petrificaba en forma de tortuga y caminaba con su condena a cuestas.

 

X

Sobre la vía tradicional de los animales no trashumantes me encontré con un búfalo de agua. Estaba sucio de barro y un cabestro lo sujetaba al suelo. Movió la cola y la trompa en señal de asentimiento. Los terrones equilibraban su corpulencia.

En los alrededores el humo indicaba el destino de los muertos; en las tumbas aguardaban las aves asadas el aguardiente propicio.

Un tractor de oruga, destartalado, brindaba su ejemplo a un campesino que dormitaba en una silla sin edad. Detrás de él una envejecida torre acechaba la llegada de los extintos soldados enemigos y una muchacha de agraciado rostro le retorcía el pescuezo a un gallo infecundo.

 

XI

Abrevé en el camino de las cabras y rompí los obstáculos. Nadie me pudo interceptar. Mi trayectoria indicaba los rumbos que otros viajeros anteriores recorrieron. Andadura de prestigio.

La puerta en arco, enorme y de tierra apisonada, luchaba con denuedo contra su deterioro. Se oponía con todas sus fuerzas a ser utilizada como depósito de cagajones de vaca. En lo alto, ostentaba orgullosa su nombre procedente de ilustre dinastía.

Solitario y a poco trecho de la puerta, el protector animal de piedra rugía y nadie lo escuchaba; se encolerizaba y ninguno le temía. Los niños montados, de a dos, en bicicleta lo rodeaban y pedían que les tomasen fotografías, aunque luego no las pudiesen llevar al hogar.

 

XII

Me declaré “amigo de callejear” y le dije a la ciudad habitada por hombres que drenaron y rellenaron sus antiguos canales: “Recorreré las vías de agua que tú, malignamente, ayudaste a clausurar con el falso argumento de la modernización. Tú, insensata, ignoras lo que perdiste. Ahora posees ‘canales de asfalto’ por donde sólo circulan barcas de latonería de cuatro ruedas, mientras los conductores escuchan música foránea que no entienden”.

Me di a callejear por la ciudad maldecida y no pude comer sus productos típicos, ni beber su licor autóctono. Me senté en el puerto fluvial durante horas y me puse a observar el islote de enfrente. Los barcos traían y llevaban la estupidez a montones.

 

XIII

Extraje de mi pecho el mapa que explicaba unos posibles atajos. Escogí aquél que me llevaría, ineluctablemente, hasta las orillas de un lago enorme como un mar en penitencia.

Mientras estaba, en cuclillas, abstraído en la reverberación del sonido de la luz dentro de las oquedades del agua, atracó un mediano barco. No traía pasajeros y me dispuse a llenar esa carencia.

El barco me llevó a una mudanza súbita, a un periplo que él mismo no había imaginado. Se abrió a las olas y construyó un destino.

La travesía comprendió islas habitadas por gentes que consumían sardinas cocidas con aderezos de algas, al tiempo que hablaban a grandes voces para tragar un aguardiente rústico y poco claro.

 

XIV

El vehículo de alquiler me depositó en el sector antiguo de la ciudad. Penetré por una estrecha callejuela por donde transitaban ciclistas y peatones. Sus sombras se intercambiaban.

A mitad de la callejuela me topé con un ventorrillo. Un anciano espigado, de pelo ralo y con gruesos anteojos, ofrecía diversos tipos de panecillos recién salidos del horno. Le pedí uno cubierto con semillas de sésamo. El primer mordisco trajo a mi paladar un sabor dulzón como de arcilla. Engullí el resto del panecillo lentamente, separando con la lengua la mezcla telúrica de gustos. El anciano estuvo atento a mis movimientos, sin pronunciar palabra; sabio y aquiescente.

Aquel invalorable panecillo me costó apenas algunos centavos, pero gané del anciano una sonrisa llena de bondad y un brillo en su mirada.

 

XV

Descendí de la motocicleta y caminé hasta el portal que nombraba al tricentenario pueblo. Comencé a moverme con lentitud por las, desde antaño, holladas baldosas del corredor techado. No quería producir ningún ruido con mis pasos para no alterar la cotidiana calma del lugar. Me detenía por momentos a contemplar, en medio de un inefable arrobo, las aldabas gastadas por el manoseo de los siglos. A través de las semiabiertas puertas de madera pude atisbar efímeros detalles de la vida que, en penumbras, progresaba adentro.

Subí a los arcos de los puentes de piedra y miré congraciado el desplazamiento de las barcas hacia sus historias pasadas. Bajé del último puente y, al pie, encontré a un fisiognomista. Leyó las líneas de mi rostro y afirmó que yo viviría para ver la grandeza de mis nietos y su linaje. La heredad que con mis andanzas yo acrecentaba.

 

XVI

El oxígeno fue masticado por la extrema altitud bajo el sol de las diez de la noche. Mis pasos se emparentaron con los del yac. Me detuve y bebí el té y su mantequilla ácida que flotaba.

Los mendigos ponían sus manos de cuencos tristes a la espera de tintineantes rostros de dioses extranjeros. El papel moneda de escaso valor no volaba porque los vientos se tornaban en piedras.

Adquirí un sombrero negro y un resplandor de pupilas lejanas a mí. Me pavoneé entre los tenderetes. Nadie se atrevió a ponerle precio a mi figura ni a deslizar ningún sarcasmo. Mis ojos recorrieron lo indetenible de las calles que mercaban. Amuletos, olores de almizcle y fritangas, sudores y máscaras horrendas y baratijas abigarradas, me salían al paso para indagar mi procedencia.

Me eché el anonimato al hombro y salí despedido en busca de una mujer con quien no pudiera comunicarme sino sexualmente.

 

XVII

Dando tumbos por el camino de tierra lleno de baches, la camioneta, extenuada y traspasada de horas, alcanzó finalmente la pradera. Una manada de caballos deshacía con los cascos el orden que las flores silvestres habían encontrado para mejor descollar.

De un odre salió con potencia un chorro de licor de leche de oveja. Abrí la boca y gran parte del licor inundó mi garganta. Numerosas gotas se deslizaron por mi barba y generosas risas de pastores acompañaron su caída.

El sol comenzó a escurrirse por entre cúmulos que parecían balar en su lento movimiento. Al poco rato sólo visos menguados flechaban el horizonte.

La noche trajo el aroma de dos ovejas que comenzaban a asarse sobre una fogata y el estallido de cohetes para propiciar la lluvia.

Los rayos eventraron a las colosales nubes y las riadas aislaron a la pradera y legaron al memorial de la zona piedras heridas, restos de troncos y animales que se desprendieron de su condición telúrica.

 

XVIII

Al entrar al puerto de la pequeña isla la sirena del barco que nos transportaba espantó a las gaviotas que dormitaban en el muelle. Un penetrante hedor a algas y pescados podridos sacudió nuestra capacidad olfativa y nos obligó a girar la cara.

En el cómodo automóvil de mis anfitriones recorrimos diversos parajes de la isla. Al Océano Pacífico lo vigilaba la estatua de un guerrero ceñudo y con lanza en ristre. Insomne, coadyuvaba a las olas en su labor.

De muros de piedra colgaban largas calabazas y cuando casi tocaban el suelo, se doblaban hacia arriba y negaban la ley de la gravedad. Los gallos tomaban la siesta bajo su sombra y se olvidaban de cantar y señalar las horas.

A las dos de la tarde nos esperaba un variado almuerzo marino. Pulpos en acuosos esponsales con almejas; pescados que fluían de sus salsas; holoturias en desigual lucha contra cangrejos; camarones embriagados de licor añejo de arroz…

Tras el opíparo banquete abandonamos la estrecha calle del restaurante. Avanzábamos con dificultad hacia el puerto. Había una inusual cantidad de personas congregadas a ambos lados de las vías. En todas las motocicletas viajaban hasta tres personas y las camionetas y camiones iban atestados de pasajeros. Todos ellos se desplazaban con urgencia y yo no lograba saber la razón. Parecía un día de fiesta.

Ya en el puerto, me despedí de mis anfitriones. Aproveché para preguntarles la causa de tal aglomeración de isleños de todas las edades en las carreteras y calles.

“Es que esta tarde fusilan en algún lugar del campo a un traficante de drogas y todos quieren presenciar la ejecución”. Tal fue la escueta respuesta.

 

XIX

Pasos aventureros me condujeron hasta una barca que estaba semienterrada y ladeada en el lecho seco del lago occidental. Un remo sobresalía de su cubierta y contrastaba con el color del barro que manchaba la embarcación.

Una cigüeña pasó volando. Dio un giro pausado y luego se posó sobre la quilla de la barca. Si a veces el silencio puede parecer blanco, el plumaje de la garza añadió más albura a esa sensación.

 

XX

Frente a la muralla de la antigua ciudad los cometas estaban desplegados para la venta. Me costó mucho decidirme entre una golondrina y una libélula. Al fin opté por esta última. Sus llamativos colores y su envergadura me convencieron.

Hacía una fuerte brisa. No tardó en elevarse mi libélula de alas verdes, cuerpo rojo y ojos saltones. La corriente de aire la impulsaba más y más arriba. Chiquillos y viejos se arremolinaron y rieron a placer. Mi libélula se balanceaba con gracia. La altitud era su ámbito.

Todo el cordel del carrete se agotó. La libélula volaba ya sobre la puerta sur de la ciudad. Hice subir por el cordel mensajes escritos en redondeles de papel. La libélula se encargaría de dejarlos caer encima de la tiendecilla ambulante de la gallarda vendedora de frutas que acarició a escondidas mi barba el día anterior.

 

XXI

La guía me esperaba al pie de las montañas que se sacudían el sol. Era de baja estatura y grandes senos; de bello rostro y mirada traviesa. Subimos al funicular y ella fingió temor. Cerró los ojos para pegarse un poco a mí. Empezó a lloviznar. La amarillenta floresta se resistió de la bajada brusca de la temperatura. Sentí temblar a la guía y le ofrecí un trago de aguardiente.

Descendimos del funicular. La llovizna caía ladeada, empujada por un viento que desconocía las direcciones. Iniciamos el descenso de la montaña por unas escalinatas labradas en las rocas. Al llegar a un portal conmemorativo la guía me abrazó. Nos besamos largo rato, mientras las gotas de agua iluminaban nuestros rostros en una ofrenda de fin de año.

 

XXII

Mi compañera de viaje se ubicó en el asiento trasero de la bicicleta para dos. El sol marchaba recalentado por las encrucijadas de su cenit.

Comenzamos a pedalear por la costa. Para equilibrar la bicicleta nos reíamos a carcajadas. De los pinares cercanos se desprendía el agradable aroma de la resina que excitaba la membrana pituitaria y las gónadas.

Cada cierto trecho nos deteníamos para secarnos mutuamente el sudor, comer algún melocotón y contemplar, sin mediar palabra, el mar que se internaba por entre las grandes rocas. Aunque aquel mar era más bien grisáceo, su espuma resultaba atractiva porque absorbía el color de la arena y se confundía con ella.

Nuestra contemplación fue interrumpida, de improviso, por una ola que depositó en la orilla unas chancletas de niña de felpa azul unidas por sargazos. Quién sabe cuántas millas marinas habrían viajado para que nosotros las convirtiésemos en un apreciado amuleto.

Decidimos pasar la noche metidos dentro de un pinar ornamentado de rocalla. Escondimos la bicicleta y nos agazapamos detrás de un montículo. Nos quedamos dormidos, semidesnudos, con las chancletas como almohadas. El mar, en nuestro soñar, se hizo encajadura entre el verde y el añil.