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La fuga de un ángel

Texto y fotografía: Wilfredo Carrizales

Ángel en fuga

Él sabía que no estaba intacto en la mente torcida de Dios. Como ángel debía escribir sobre días más claros, anotar acerca del manto tenue que se deslizaba por el país de los hombres. Él había vivido después de los años anunciados con veneno del cielo. Al sur de su vergel crecían pabellones que no cesaban de turbar el pensamiento de los mortales. El ángel armaba su mismo destino y luego se lo incrustaba en los recuerdos menos queridos.

El ángel pensaba tanto que hasta el agua que bebía le resultaba dura. ¿No podía él ser un poco más natural? ¡Ah, si tuviera su propia montaña la peinaría con un golpe de piqueta! Se entusiasmaba demasiado con la vía que le anunciaba un cambio. Si se atrevía a huir la puerta del templo se le abriría sin esfuerzo.

A nadie tenía que consultar. Nadie le podría decir nada. Él era un ángel y tenía la capacidad de transformarse en otro ser alado. A su alcance estaba la liberación. Allí se anunciaba la inspiración para los tiempos ingratos por venir. Su conciencia se lo decía. ¿Acaso no eran sus ideas los dardos que presagiaban la destrucción del aire?

Para el ángel la muerte no sería una prisión. Más le temía al exilio, a la fama, a la miseria de objetivos estéticos. Quería revolverse en las vastas arenas donde el frío se acodaba transverso, donde la ausencia de surcos hacía ensoñar por largas temporadas.

El sol del ángel se reconocía aún en el beso que éste exhibía en el fondo de su corazón de huesos pálidos.

Para huir, el ángel debía unirse a la corriente de los vinos y los poemas. De esa unión surgiría un mes propicio con forma de mujer. De tal enlace las nubes y la tierra comenzarían a entenderse y ya no paralizarían más el entendimiento de los hombres.

El ángel intuía que un canto audaz se le estaba aproximando y pensó en profecías y en las artes de las piedras que arrastraban el jadeo de las futuras jornadas. Las auroras dejarían de pasar, los pájaros acompañantes se contorsionarían y padecerían de ronchas. Las lluvias volarían hacia otros entornos, despechadas, y ya nada parecería lo que fue. Los esbirros desenvainarían sus espadas y se infringirían dolores para el placer.

El ángel anhelaba amarse más y más. Le urgía. Amarse mientras acosaba a la noche, harto de preocupaciones. Miles de voces heterónimas se esforzarían por apuntalar su orgullo y su valentía. Ninguna fatiga aparecería sobre su rostro insumiso.

El acontecimiento que ya se anunciaba sería grande. Tan grande como el parto de las noches. Millones de astros aguardaban la fuga del ángel para resplandecer sobre los lechos del universo agotado. La sapiencia sería un don al alcance de los más necesitados y las pobres bestias desecharían las rutas que las esclavizaban a los truenos del mediodía.

“¿Tengo que presionarme las sienes para mejor hesitar?”, rumiaba el ángel. “Pronto caeré en mi sueño”, se respondía el ángel en la casa suya ya solitaria, donde los pericos habían destruido las islas del patio. La sangre se le aceleraba al ángel y ascendía hasta las terrazas aparentemente olvidadas. Lo puro pugnaba por convertirse en algo de insólita pureza. El ángel era obstinado, reincidente en la rebeldía. Su certeza se expresaba en las orillas esquivas. Su grandeza se pondría de manifiesto en el pasmo del devenir.

Ardía en secreto el ángel. Preparaba el adiós a la verdad antes manoseada. Le doblaría al silencio su razón que menguaba. Gritaría con los puños lavados. Se semejaría a un perro celestial perplejo que ha encontrado de pronto la senda liberadora.

El ángel se reconoció en la quietud de los sueños que flotaban sin miedo. Los sueños le urgieron a emprender cuanto antes la huida, a no imitar los gestos de entes extranjeros. Él se sabía autor de sí mismo y su decidida campaña no pasaría indiferente para el controlador de los cielos.

Llegó la hora y el ángel miró al espejo donde se moría la muerte. La insultó con severidad y le escupió un salivazo de hiel. La muerte quedó decapitada y el ángel aprovechó para dar un salto y quedar colgado de una cornisa. La vanidad de sus manos encarbonadas no le sirvieron de nada. Su figura colgante regresó a las pesadillas de otros ángeles que antaño intentaron similares fugas.