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Angelito de rodillas y alguna perplejidad

En aquel Cielo los ángeles vivían aglomerados unos sobre otros. El espacio resultaba sumamente limitado y los ángeles se reproducían con vertiginosa velocidad por vía expedita y sexual. (Aunque algunos preferían el antiguo método de la partenogénesis, cada vez más en desuso). Los ángeles de aquel Cielo inubicable eran todos rubicundos y sus alas resplandecían con el eterno sol que les seguía a todas partes. La blancura perfecta tenía allí su asiento y ni la más mínima mácula podía ser encontrada en sus predios. Por eso, cuando un angelito oscurecido y contrahecho fue abortado a escondidas, el colectivo de ángeles vio en ello el signo inequívoco de su pronta degeneración. Debían tomar una medida extraordinaria. En asamblea convocada de inmediato decidieron ir empujando, lenta y despreocupadamente, al angelito tiznado hasta el borde del Cielo para que se precipitara hacia el Púrpura Magma Primigenio.

El angelito anochecido comenzó a caer y caer y continuó cayendo por inescrutable tiempo hasta que cayó de rodillas sobre una tarima amarilla rodeada por una especie de moco rojo espeso. Sus alas se habían chamuscado y reducido por la fricción de la caída. Nunca más podría volar y, además, debía moverse a gatas, en cuatro patas, con el culito dando respingos y soltando pedos en cada vaivén. Alguna perplejidad cruzó su rostro, mas pronto se desvaneció al descubrir el angelito una rosa blanquecina metida dentro de una botella con un líquido desconocido. Con supremo esfuerzo esbozó una sonrisa y también descubrió que tampoco podía hablar. Sus ojos se le rasgaron y se apropiaron a perpetuidad de un brillo irónico en la mirada. El angelito no se sentía solo: la rosa le acompañaba en todo momento y se balanceaba con gracia delante de él para hacerle llevadera la existencia. En ciertas ocasiones él giraba como una peonza y hacía balancear peligrosamente a la tarima. La rosa se enojaba y le daba la espalda durante días. Luego, al sentirlo gemir o balbucear disculpas, la rosa le regalaba un corbatín confeccionado con sus escasas hojas. El corbatín le duraba lo que duraba el incipiente otoño.

El angelito de oscurana solía dormir semanalmente un par de horas echado de costado y con las alas recogidas. Nunca había soñado. Cuando tuvo su primer sueño, despertó colmado de excitación. Como pudo, con gestos y ademanes, trató de contarle lo soñado a la rosa: había observado a un señor, Albo o Blanco de apellido, encumbrando angelitos negros con un pincel en un cielo imaginado a propósito y en donde la abrumadora mayoría de angelitos tenía la piel de los lechones y rechazaba con hisopos malolientes a los intrusos de marras. La rosa lo calmó y le recomendó olvidar ese tonto sueño.

Un indefinido lapso de tiempo después, el angelito volvió a soñar. Se vio sentado en el piso de una destartalada choza ubicada al borde de un precipicio sin límite. Sus alas eran enormes y bellas y poseían tersas plumas del color de la paz. Lo que más resaltaba de su atlético cuerpo era el descomunal falo erecto que despedía racimos de luz. En el hermoso rostro de este ángel sólo un lunar en la barbilla recordaba la anterior faz renegrida. El ángel se puso de pie, levantó la mirada y, golpeándose repetidamente el pecho con los puños, emitió un fortísimo grito de rebeldía, libertad y sedición. Luego se lanzó de bruces al fondo inexistente del barranco en busca de su reino arrebatado.

La rosa no se sobresaltó al percatarse que el angelito había rodado durante el sueño y que ahora iba cuesta abajo en su rodada recuperando de golpe y porrazo sus extraviados nombres: Lucifer... Luzbel... Satanás...