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ApotegmaApotegma

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

Yo no puedo repartir las tierras. Yo debo ir en busca de una cita con los personajes mejor plantados del lugar en discusión. Mi dedo índice tendrá que desordenar las maniobras que se intuyen delante. Después vendrá la cólera con sus consiguientes dolores de cabeza. Yo no puedo ser responsable de la situación detectada: nadie debe perdonarme la tardanza en promulgar una decisión. Los primeros grandes pasos de aquellos que me precedieron están marcados sobre la epidermis de la humanidad. Huelen a improperios, a sudor de conquistadores, a morrales de espíritus despistados, a colonos groseros, a magistrados con furúnculos de gatos, a mendigos punibles, a oficiales sin mingitorio, a meros monstruos exclusivistas, a clérigos bestializados, a prostitutas, a preceptores baratos. En fin: que yo jamás pronunciaré una sentencia inadmisible. Yo aterrorizo a mis antiguos camaradas porque los estimo hasta el cansancio de las nervaduras. No, yo no voy a anular el viaje previsto para reencontrarme con mi vida pasada. Podré multiplicar todos mis imperfectos sentidos. En baja voz maldeciré el descargo que me produce la mala ciencia médica. Cupones sobrarán: yo nunca serviré en el ejército. Primero me pego un tiro aunque a posteriori digan los millones de imbéciles que yo era un criminal y que me suicidé en legítima defensa. Eso dirán.

La paz jamás imprimirá sus libros para no ponerse en evidencia y dejará libres a las mujeres para que tomen el asunto en sus impolutas manos. Yo me sentiré estupefacto. Expondré mis arrestos. Me desbordaré por los pliegues de mi espejo favorito y permitiré que los olores de la superstición produzcan una cosecha de buenaventuranzas. Así es como se obtienen ventajas. Los tontos desfilarán bajo los palios de sus árboles dormidos. Yo empequeñeceré aún más a mi corazón y me perderé en su fondo otrora ingenuo.

El azúcar que alguien pueda regalarme dormirá a placer en el lecho de los bribones. Las estaciones transcurrirán en su lucidez de cuchillos. Los ogros me insultarán, sus ácidos traerán el dolor, la claridad de la infamia. Yo haré volar a mi alma enmascarada cual mariposa y ordenaré que le sirvan un buen filete de carne de cordero para guardar las apariencias. Un niño famélico aparecerá de repente vestido con bombachas y repasará con sus talones la hierba fría, la ribera apestosa. El mundo será su acreedor y yo seré de nuevo el aguafiestas atónito. Yo agregaré con frecuencia cuartillas tras cuartillas de sesudos razonamientos para que las hipócritas musas logren lo que tanto anhelan de mí: bocanadas de humo, salmueras, mascaradas, obuses de cartón… Pero todo se combinará para producir un espectáculo más que plausible: las Muertes repasarán sus respectivos caracteres atorrantes. (El hecho de embellecer o lanzar al voleo el alpiste mal avenido, no entra en el campo del honor de los comediantes. Sólo un acto de fe podrá seducir una vez más a las colegialas). La verdad cuelga como una carnada que decora la cota de malla que odia la guerra. Las sangres que se trastornan se vuelven oscuras y violentas y cometen indiscreciones. Los hombres con quienes a diario converso ya no mean de pie y los tirantes de sus pantalones semejan atletas desvencijados que muy tarde han aprendido la lección. Las vanidades –pienso yo, por afición- son frágiles victorias que apenas superan la maestría de la Naturaleza: es como si las mujeres se aprovisionasen de accesorios que están destinados al abandono y la reluctancia.

ApotegmaEn una oportunidad me embriagué y volé hasta la hora más bella y feliz. Allí me retuvieron los compinches del vino y la cerveza y el veneno no llegó a vertirse. Yo no renuncié a nada; yo hice un silencio cómplice. Hasta hoy siento que aliñé adecuadamente mis palabras a la severidad del momento y mi lengua palpitó entre las líneas recién surgidas de la piel del coyote que flotaba sobre nuestras cabezas. Hubo magníficos quiebres de vasos y de las vastas maquinarias del bar nos proveían abundantemente del material que se requiriese. Alguna emoción de vieja data debió acudir a mi rostro, pues mis camaradas de pronto se tornaron majestuosos, semejantes a oficiantes falsarios de la libertad. No hubo ninguna excepción: fuimos todos turistas en la panorámica etílica. ¿Yo demandé algún imposible? Recuerdo que sólo dije que los poetas solían partir de viaje con la aviesa intención de visitarse a sí mismos. Eso era parte de su arte. Por el contrario, yo me decidí a envanecer todavía más a mi mano secretaria y forzarla hasta el hartazgo. Posteriormente se dijo o se afirmó que yo había apelado al entretenimiento de mis contrincantes y que había cantado y celebrado la posibilidad de una guerra fratricida sin fronteras ni códigos establecidos. No me molesté en refutar tales sandeces ni redactar declaración alguna: mi consabida filantropía hablaba por mí.

Comencé a odiar a aquellos que se sacrificaban por víctimas inocentes o a quienes marchaban voluntariamente hacia la degollina. Compré condecoraciones en el mercado de las pulgas y las repartí a discreción entre mis queridos congéneres. Un aviador escondido detrás de una chimenea de su avión quiso darme un tiro, pero erró por falta de voluntad homicida. No tomé venganza y puse al Universo por testigo. La poesía había ganado su monolito y al aviador sólo le esperaría la rechifla de los niños malvados, los estudiantes de antropología y los detentadores del poder del Diablo. Yo me rehusé tajantemente a simular una apostasía y no canté la palinodia a pesar de que veía una grave amenaza cernirse sobre mi desprotegida humanidad. Los bravos estúpidos quisieron servirme de guardaespaldas y los rechacé con desplantes y con una bien calculada impostura de mercader de las excolonias francesas del Extremo Oriente.

En sueños me encontré con mis compatriotas y los vi vociferantes y erráticos: gritaban todos a un mismo tiempo y se empujaban a la orilla de un frisado abismo. Tragué grueso y me desperté con mucha sed. La calmé con varias jarras de sangría helada y después me puse a pensar en los trotes de los caprichos de los hombres. En esa oportunidad mi rostro seguramente mostraría sus mejores tonalidades vegetales y animales. Caté un esplín de momentánea aparición. A la altura de mi nariz percibí una olla podrida de los niños de los otros. Me apreté el cinturón de incastidad y acepté darles una audiencia a unas dramaturgas que me querían llevar a las tablas. (Más adelante averiguaría que en realidad deseaban llevarme al patíbulo).

Al final me retiré a un istmo que se perfilaba de blancor y gloria prestada. Allí descubrí esqueletos de emigrantes de lejanas tierras que habían muerto golpeados por imprudentes estrellas de mar. Entre ellos encontré algunos lápices y hojas con anotaciones. A todas luces hubo escritores dentro de aquella camada que sucumbió en el anonimato. Me apoderé de sus manuscritos y los plagié a conciencia en descargo de sus almas. Las memorias me vinieron de perlas, con su nácar a destajo y olvidado por los piratas. Tacé todo aquel vocabulario exquisito y sorprendente y traté de crecer sobre las víctimas de las marejadas.

Ahora, sentado en la cama, consumo las viandas que me prepara diariamente mi albacea. La mala conciencia no me mortifica y me vuelco temprano hasta el límite de mi edad. El corazón se me cierra y se me abre gracias a su ágil cremallera. Algún día seré un adulto encrucijado y tendré una mujer que adoptará niños feos que asustarán a los vecinos y nos declararán la guerra tan necesaria para luego hacer las paces. Nunca el armisticio. Podré vagar en helicóptero y eliminar mis excrecencias sobre la ciudad que siempre me ha desafiado y yo me tornaré invisible como un dios de eructos múltiples y que no arriesga el bienestar de su casa para que no lo tilden de loco y no le rompan la puerta a pedradas ni le rapiñen los frutos que cuelgan secos en la despensa abierta de la cocina.