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Asentadura de lo fúgido

Textos y dibujos: Wilfredo Carrizales

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Asentadura de lo fúgido

El payaso trepó por la escalera y se sentó en la alta peana pintarrajeada de un azul muy pobre. (Era notorio que la caries se había adueñado con sevicia de su dentadura). Desde su altura el clown comenzó a incitar a una pareja de jóvenes e inexpertos acróbatas a que subiesen a los lomos de dos briosos caballos que comían heno. La displicencia absorbía por completo a los equinos. De un salto ambos jóvenes se encaramaron encima de la zona lumbar de las bestias. Inmediatamente el payaso lanzó un largo y profundo silbido y los caballos se encabritaron con violencia y los acróbatas salieron despedidos y quedaron desnucados sobre la paja esparcida en el suelo. El bufón entonces se puso a aplaudir y sus dientes podridos reverberaron con un brillo mortecino.

 

2

La anciana tenía un pequeño altar con una imagen de la Virgen de la Clemencia. El rostro de la virgen era muy adusto y de un misterio impenetrable. A veces la anciana sentía temor de mirarla de frente cuando le colocaba las ofrendas que usualmente consistían en rodajas de limones y naranjas, manzanas rojas con unas banderitas de alcanfor clavadas sobre las formas de senos y caballitos confeccionados con azúcar y ajo. El altar siempre estaba iluminado de mala manera por un cabo de vela.

La vieja sospechaba que la virgen lloraba mientras se hallaba sola. Esta idea provenía del indicio de encontrar con frecuencia el paño, sobre el cual descansaba la virgen, mojado. La anciana creía que las posibles lágrimas vertidas por la imagen sagrada se debían al hecho de sentirse conmovida por las ofrendas. Nunca tuvo la suspicacia de pensar que el pretendido llanto de la virgen era consecuencia del ambiente cargado de acideces y efluvios no santos.

 

3

A la niña su padre la obligó a sentarse en una silla frente a la enorme calabaza silvestre que había encontrado en el campo. El hombre puso en las manos de su hija un trozo de madero y le dijo: “No te muevas de aquí. La calabaza va a seguir creciendo. Te dejo este pedazo de madera para que la amenaces si intenta huir. Yo iré a buscar a las autoridades para que testimonien este prodigio. Abrí la ventana para que no te sientas restringida. Volveré en poco tiempo...”. La niña asintió y clavó su mirada sobre la descomunal cucurbitácea. Pasó una hora y su padre aún no regresaba. De pronto, desde el patio se escucharon voces reclamando a la niña: eran sus compañeras de juego que exigían su participación. La niña, entonces, levantó el trozo de madera y lo descargó con fuerza sobre la calabaza, al tiempo que le gritaba “¡Quisiste escapar! ¡No lo niegues!”. Allí quedaron los pedazos de la auyama desperdigados a la espera de otro milagro.

 

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Asentadura de lo fúgido

Cuando le cercenó la cabeza a su hermana gemela y comenzó a sacudirla por la ventana para que las gotas de sangre cayeran dentro de una batea donde se ahogaba una cruz celeste, ella no se imaginó que su marido (causante de la muerte de su cuñada por hacerla su amante) en esos momentos también andaba por las calles del pueblo amputando testas y colgándolas de las ramas de los árboles. El hombre regresó a casa con los ojos desorbitados, innumerables estrías sobre su rostro, un trapo manchado de añil envolviéndole la cabeza y la boca abierta que no cesaba de cantar alabanzas a El Maligno.

 

5

Yo siempre le advertí que tuviese cuidado de los simios. Los criaba como mascotas (o hijos adoptivos) y vivían encaramados sobre su cuerpo, cuatro, cinco o seis a la vez, y le ensuciaban sus blusas blancas y le tironeaban de las crisnejas y le mordisqueaban el cuello y las orejas y ella feliz, como si hubiese nacido para ser la madre dadivosa de los monos. Los alimentaba exclusivamente con flores exóticas y tal vez por ello la mierda de los micos era más pestilente.

El día que la escuché gritando frente al espejo y pidiendo con urgencia una navaja de afeitar supe que su transformación ya se había iniciado y que se debía preparar una jaula cuanto antes, pues con su fuerza y su tamaño era de temer, una vez que a su cuerpo lo invadiera por completo la pelambre.

 

6

Su piel causaba sensación por el color semejante a las vainas del samán. En todas partes la rodeaban, la tocaban y la hacían exasperar. Insultaba a la gente curiosa y luego se encerraba durante semanas enteras en su cuarto. Se negaba a salir, ya cansada de que la tratasen como a una rareza.

Una noche se escapó por la azotea, ganó la calle, emprendió veloz carrera y a campo traviesa llegó a una llanura desolada. Exhausta, se tendió sobre la tierra humedecida por el relente. Un sopor la invadió y la sumergió en su sueño.

Al clarear la despertó un extraño cosquilleo que sintió en el pecho y en las piernas. Pronto apercibió que gruesas raíces y ramas brotaban de su cuerpo y se alargaban, unas hacia abajo y las otras hacia los lados. Se quedó quieta, con un alborozo en sus entrañas, y con la convicción de que dentro de pocos años los viajeros disfrutarían de su amplia sombra.

 

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Asentadura de lo fúgido

La mujer que futuraba solía contorsionarse, desnuda, detrás de una pantalla para llamar la atención de los viandantes. Su impresionante cabeza amarillenta sobresalía y asustaba hasta al más precavido. Tenía la boca torcida y sus ojos apenas eran un esbozo que fue delineado malamente por la madre natura. Ni siquiera sus senos escapaban de la ilusión vana de la perfección. Sólo su torso se salvaba de la indiferencia al concluir en una atractiva mata de pelos muy cercana a la textura de la tierra. Con todo, la mujer era inmensamente dichosa porque sabía que un estrafalario la adoraba de incógnito y a destajo.

 

8

Ella estaba reparando el laúd que le había obsequiado años atrás el famoso luthier de la ciudad. De improviso, descendió hasta donde se encontraba ella un mozalbete que tenía adheridas unas alas de tela a sus hombros. Ella se hizo la desentendida y el joven entonces optó por sacar desde la parte posterior de una pared semiderruida un organillo montado sobre un carrito de dos ruedas. El instrumento musical comenzó a sonar y de inmediato la mujer identificó al vals: “Llevado por el viento”. El mozalbete se dedicó a danzar con elegancia y buena técnica, mientras ella extraía un larguísimo hilo de su vestimenta y, en un momento de descuido del muchacho, lo enredó en las puntas de sus alas. El vals subió en intensidad y una fuerte brisa se escurrió al interior del ámbito. El mozalbete salió disparado hacia arriba y ascendió velozmente a considerable altura. Desde abajo ella lo manipulaba y le hacía dar cabriolas a través del hilo al modo de un gran cometa. Así permanecieron por días y días hasta que un cronista los metió en una historia poco creíble.

 

9

El elevado cirio fue colocado por manos anónimas encima de la mesa cubierta por un mantel del color de la incertidumbre. Cuatro platos colmados de diferentes tipos de frutas aparecieron alrededor del cirio que se había encendido espontáneamente. Un reloj de una torre imaginaria dio doce campanadas y enseguida las frutas saltaron de sus platos y comenzaron a girar alrededor de la llama del cirio, circunvolucionando como los planetas y sus órbitas eran exactas. Las granadas estallaron en el aire y sus semillas tiñeron de cinabrio el entorno; los melocotones se fruncieron hasta la exasperación; las manzanas agrandaron sus hoyuelos y expulsaron su sabiduría edénica; los limones y las toronjas agriaron la velada... Al final unas mariposillas nocturnas ingresaron por una ranura y musitaron un tedeum que habían escuchado en el coro de una iglesia que se desmenuzó.

 

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Asentadura de lo fúgido

Lo vi por vez primera luciendo una especie de gorro frigio como teñido por el zumo de las uvas. En su rostro se escenificaba una escena de gozo, una llamarada vivaz que levantaba el ánimo. Aquel encuentro debió suceder alrededor del año cuando los ríos cambiaron sus cursos. Lo recuerdo vagamente, pero en mi memoria pervive el sonido de sus cascos sobre la verde pradera y la flacura de su cuerpo atosigado por los terrones y la enormidad de cabeza que parecía flotar con la palidez que acumulaba.

Una incipiente barbilla ayudaba a darle a su faz un aire menos cetrino, amén de proporcionarle un cierto garbo de poeta dieciochesco.

 

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La “loca” trepaba cada tarde a la colina. Allí trazaba un círculo sobre las yerbas y ella quedaba adentro. Se cruzaba de brazos e invocaba a algunos dioses de nombres muy difíciles de pronunciar. Al rato, bajo sus pies comenzaban a bullir múltiples siluetas aladas parecidas a murciélagos o a buitres o a lechuzas horrísonas. En sus labios aparecía un atisbo de satisfacción. Acto continuo ella salía del redondel y dejaba a su sombra aprisionada en el interior. Inexorablemente alguien le traía un par de yeguas preñadas y las ataba a un árbol cercano. Entonces la “orate” cavaba la tierra con sus manos hasta que emergían todas las siluetas aladas, las mismas que con apresuramiento se pegaban a las tetas de las yeguas y las exprimían hasta hacerlas fallecer. La “loca” manifestaba una exultación muy veraz, las siluetas se desvanecían y ella retornaba al pueblo para que los vecinos pudieran dormir tranquilos.

 

12

La medianoche dispuso sus arcanos lo mejor que pudo. En la plataforma del observatorio las tres viudas escudriñaban el universo con minuciosidad. (Algo me dice que tales achacosas tenían caras de sierpes). A través de un telescopio de aficionados atisbaban y trataban de divisar lo insondable. Que si aquella nebulosa se está desprendiendo de su eje. Que si el aerolito no sé cuántos se estrellará contra la Tierra dentro de cincuenta eones. Que si la galaxia innombrable posee todas las características de un potaje de tomates. Que si dentro de los agujeros negros coexisten alargados seres de plumas y pelos con aves de una transparencia proverbial. Que la luna es gobernada por una deidad de hielo y espuma...

Debajo de la plataforma, dos saltimbanquis enanos ejecutaban piruetas y malabarismos sobre las jorobas de un camello nada famélico. Sus contorsiones y sus acrobacias eran las que realmente mantenían el equilibrio del cosmos y no las elucubraciones de las viejucas que probablemente enviudaron porque sus maridos se indigestaron de tanto tomar sopa de estrellas.