Con los cinco augurios

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Textos y dibujos: Wilfredo Carrizales

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Con los cinco augurios

Regalo sensual para los ojos: en cuclillas recita los versos de la coexistencia y sus muslos fuertes se abandonan a la libertad de la conversión. Una línea de ardentía recorre su espalda y relaciona mi deseo con el suyo.

Me arrellano con las piernas cruzadas. No escatimo elogios. Su cabellera es un racimo que pide ser mordido. Sus labios propalan la soberanía de la vida. La senda que conduce hasta sus senos se recorre sin peligros.

Debo partir para ese viaje y ella lo sabe. Quiero ser insensato y quedarme. Mas la cordura me ordena marcharme y dejar atrás el escarceo de sus quince años.

La travesía por mar me ata a los recuerdos. Ha volado mi sombrero y apenas lo he notado. Las alforjas son como para un regreso, pero eso es imposible. La manta de viaje, con diligencia, parece marcar el itinerario. Un ligero mareo escarba en mi memoria. El fin de semana arribará el barco y el puerto tendrá una brújula innecesaria.

Mi pasaporte está sucio. He omitido su limpieza. El agente de aduanas lo escruta y nada dice. Ahora a buscar un hotel en las viejas calles del puerto. Advierto uno, caprichoso, y allí me alojo. Abro la ventana del cuartucho. Un golpe de brisa marina alborota mis cabellos y su olor a mariscos y pescados me hace saltar unas lágrimas. Empero yo sé que las lágrimas han acudido por otra recóndita razón. Las dejo estar y me recuesto en el camastro. La luna no tarda en asomarse.

 

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Con los cinco augurios

A intervalos la correspondencia llegaba a la casa y en lo que a mí respecta, no la leía, pero ayudaba a que no se extraviara. Mis buenos oficios nunca fueron reconocidos ni mucho menos recompensados. En las disputas familiares me mantenía como un simple observador.

Los peces dentro de su cárcel de cristal se mordían las colas. En esas ocasiones yo veía con interés el horno. Alguien presentía una amenaza y escondía a los acuáticos huéspedes bajo la cama.

Daba yo patadas al piso. Parecía piafar, mas nadie me hacía caso. Entonces volaban los adornos por todos los rincones y al hecho yo le atribuía un origen mágico. Irónicamente me cubría el cuerpo con un escudo de papel y hablaba de construir máquinas de guerra antiguas capaces de aniquilar en un instante a decenas de personas.

Salía al patio a hurtadillas y me echaba bajo el plátano de gran corpulencia. Miraba a las hojas en su balanceo y, de pronto, esas manos extendidas descendían hasta mi cabeza y me revolvían traviesamente la cabellera. Me ponía de buen humor y al sol lo notaba muy moreno.

 

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Con los cinco augurios

Sépalo, le dije, el sábalo nos lo comemos el domingo. No hubo ninguna respuesta, lo cual equivalía a un tácito consentimiento.

La sabana se prolongaba hasta el confín de su nombre. Por descontado abundaban los espejismos. Las cicatrices sobre la tierra se ahondaban a medida que uno guiñaba los ojos. Podía ser causa de disgustos, pero las más de las veces aportaba solaz y esparcimiento. La sensibilidad se identificaba con la muestra inequívoca de un accidente feliz.

Todos éramos personas algo excepcionales: ni débiles ni pusilánimes. Nos distinguía sobre todo la curiosidad por lo desconocido. Con el atributo de los osados emprendíamos excursiones por donde la naturaleza no solía retribuir con favores.

Siempre era perceptible en nosotros la seguridad en el enunciado de los estados inusuales. Con el convencimiento por delante obteníamos respuestas categóricas.

A veces simulábamos habernos sometido al entorno. Los incautos caían en el juego y entonces teníamos diversión para rato. Simultáneamente forjábamos fantasías utilizando procedimientos muy simples. La gracia descendía desde las ignotas alturas y en el acto nos complacíamos a cabalidad. El sincretismo de los movimientos se atesoraba bajo nuestros pies.

 

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Con los cinco augurios

De madrugada me acosan conchas de mares pretéritos. Las algas son adversarios de temer. La separación entre el sueño y la realidad todavía resulta un proyecto irrealizable. La cama se agita y una masa de agua salada se levanta sobre mí y no me moja.

El viento viene a ratificar la belleza innata de las olas. Hay una ondulación de gaviotas en medio de la tempestad. Se enfurece con violencia el piélago y surgen de la espuma rostros de monstruos con caras equinas y cuerpos alargados, de serpientes. También aparecen ojos gigantescos y profundas cavidades vaginales.

La barahúnda abisal no avisa su llegada. De improviso, lo que parecía bonancible, en calma, deviene en un horrísono estruendo que lanza el aguaje por los aires. Muchos remolinos amenazan con hundir definitivamente a los arrecifes.

Sobre las playas se divisan escollos y hervideros de mástiles, restos de naufragios transferidos por los peligros enfurecidos. La explicación de tanta maravilla está asentada en los cuadernos de bitácora que flotan incansables.

La marea se asoma a mi acantilado en momentos en que yo deseo ser insondable y quiero arder en el fósforo de los peces que nadan en hileras. La costanera se aplica a su barra de connotaciones pacíficas y la hipótesis de su firmeza se maquilla para zarpar.

Al final un maremoto se adentra en mi habitación y la colma de erizos, hipocampos y cangrejos de anchos hombros. Engullo toda esa ilusión comestible y chapaleo en la salsa de los sargazos.

 

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Con los cinco augurios

Nocherniego, callejeo en la oscuridad y encierro a los gatos para propugnar su contrabando. El escondrijo del humo calla su misterio. A escondidas escucho las inescrutables verdades.

Estaba contando mis pasos con mucha parsimonia cuando un reloj con carillón dio campanadas sin acuerdo. Me sobresalté y dispensé palmadas para espantarme el miedo. Alguien, no sé dónde, tosió y acaso escupió. Saqué bríos y proseguí.

A partir de ese momento ignoro en qué lugares estuve. Sólo recuerdo vagas escenas: estrellas que se rompían al chocar entre sí; árboles pudriéndose en la espesura de bosques interminables; manjares expuestos encima de terrazas dañadas por la humedad; perros enjabonados y abandonados a su suerte; manos que se mortificaban hasta que les brotaba la sangre; brujas con inmensas señales de cansancio; formas que se movían constantemente dentro de salas de baño adosadas a tanques pestilentes; cadáveres tirados sobre retazos de globos que brillaban en la penumbra; platos emponzoñados...

No sabría decir si sufrí daño o no, pero sentía dolores inubicables en todo el cuerpo. Estaba de nuevo en mi habitación y oía amenazas. Creía ser víctima de algún tipo de locura, mas puedo asegurar que estaba plenamente en mis cabales. Trataba de protegerme la cabeza, ya vulnerable de por sí, y no lo lograba. Esto me causaba un nocivo desespero que me impedía conciliar un poco de sueño. Caí enfermo y comencé a despedir un mal olor. A ratos golpeaba las paredes con las manos hasta que un día me desvanecí y luego desperté sano en medio de esta ciudad sin nombre y sin fe.