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Brizna de memoria

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

a Xia Hang

Es el invierno y Peking tiembla de frío. Ella va en un taxi y pasa frente a la casa marcada con el número 5 en la ahora llamada “Calle del Departamento de Asuntos Internos”. Ella le dice al taxista que se detenga un momento. Ella recuerda: “Esta callejuela antiguamente tenía por nombre ‘Callejón de los Burdeles’. Yo llegué a esa casa cuando tenía un año de edad y mi infancia toda transcurrió en sus entrañas. Vi cómo la inmensa morada comenzó a estropearse poco a poco y perder su brillo dorado intráneo. Las pinturas de los corredores (pájaros, flores, personajes históricos y mitológicos, paisajes) se deterioraron y muchas paredes se derrumbaron. Yo escuché decir que en esa mansión vivió una princesa manchú (¿o me lo imaginaría o inventaría yo misma para poder encontrarme y jugar con esa beldad desconocida?). Parece que durante la dinastía Ming un mercader de tabaco o sal, de apellido Yue, compró el terreno donde se levantó posteriormente su elegante mansión. Algunos ancianos me aseguraron que el Kuomintang y el ejército japonés ocuparon la casa... Recuerdo que yo recorría el vecino ‘Callejón del Granero para Retribuir a los Funcionarios’ y llegaba hasta el río que fue cegado y por donde traían en barcos a la capital los cereales que provenían del sur. De regreso a casa iba rasguñando los ladrillos de un alto y vetusto muro que protegía la antigua ciudad interior y pegando mi rostro contra la superficie gris y gélida... Mi abuela me aguardaba en la entrada de la casa y me pedía que la acompañase a mirar los ataúdes en un establecimiento cercano que los vendía. Allí ella los revisaba uno por uno y los palpaba para comprobar su resistencia y su calidad. Yo no comprendía el interés de ella por esas cajas de madera que me causaban temor. Yo la urgía a retornar a casa, pues sabía que mis amigos me estaban esperando para divertirnos entre los recovecos de la enorme mansión (donde vivían más de cien familias) y saltar y escondernos en medio de las colinas artificiales, los quioscos, los jardines y el hueco que había quedado del lago facticio. A todos nos gustaba sobremanera atravesar el túnel que había debajo de una colina, pues allí podíamos escondernos y nadie era capaz de descubrirnos en la umbra... Mi abuela o mi padre me llamaban cuando el juego se tornaba más interesante y me invitaban a ir con ellos a un depósito en busca de unos redondeles macizos de carbón que tenían unos agujeros en el centro. Mi abuela metía los carbones (que servían para cocinar y calentarnos en la temporada invernal) dentro de una bolsa o en el interior de un coche para bebés hecho de listones de bambú. Recuerdo con mucha nitidez los rostros tiznados de los obreros que manipulaban y amontonaban los carbones y sentía bastante vergüenza por la condición de esos trabajadores... Rememoro algunos ocasos grises con fuerte viento cuando se posaban sobre las altas ramas de los álamos de nuestro patio algunas bandadas de cuervos para pasar la noche. Yo les tenía miedo y no podía dormir. Sus horribles graznidos me hacían imaginar que la difícil situación de nuestra familia numerosa se agravaría. Le rogaba al cielo que los espantase lo más lejos posible. Otra cosa eran las bandadas de palomas que cruzaban en vuelo raudo por sobre el tejado del Templo Zhihua, al final del ‘Callejón del Granero’... Me embelesaba con los giros súbitos de su recorrido y no pocas veces yo remonté vuelo también hasta toparme con las nubes o con los dragones celestes. Uno de mis amigos, el más audaz y travieso de todos, me ‘secuestraba’ y me obligaba a acompañarlo en mitad de la noche hasta el Templo Zhihua que estaba sin vigilancia y algo dañado. Nos acercábamos al salón principal del templo y él trepaba por una pared hasta el techo y se colaba al interior por un tragaluz. Yo admiraba su valor y trataba de contener mi espanto mordiéndome las uñas. De pronto mi amigo comenzaba a golpear un tambor que se encontraba adentro y de inmediato salían bandadas de murciélagos chillando y no trayéndome ninguna felicidad. Yo gritaba, abandonaba el sitio en veloz carrera y no paraba hasta alcanzar la entrada de mi casa. Ahora me figuro la imagen de mi amigo burlándose de mí y quisiera saber dónde está para halarle las orejas...”. Ella suspira y termina su evocación. Le pide al taxista que la conduzca hasta una pequeña fonda musulmana ubicada un poco más adelante y allí ingresa para beber una jarra de té hirviente, calentarse las manos y dejar vagar los pensamientos.