Comparte este contenido con tus amigos

Canon de la calle y el azar

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

Salgo de mi casa sin ningún propósito. Mi cámara fotográfica cuelga de una mano. Es sábado y la tarde es clara y el sol anda en su jaleo. Doy pasos felices que me conducen a la boca del metro. Entro y media hora después emerjo cerca de la calle que escogí al azar. Presto atención a los ligeros vestidos que llevan las mujeres en verano. Mi vista se va tras ellas y los pies le obedecen. Cuando me percato dónde estoy, me descubro en mitad de la calle y las sombras arbóreas juegan conmigo.

 

1

Canon de la calle y el azar

Click.

Más y más sudor. Pienso que mis aspiraciones de ser un buen fotógrafo compiten con mis esperanzas de convertirme en un aceptable escritor. La luz del sol se cuela recta por entre las ramas de los árboles y sobre el asfalto imprime las formas que arrastra hacia abajo. La cámara se torna sentimental, un tanto “romántica”, y desciende casi a ras del piso. La línea blanca que divide la calle me escinde la visión del tiempo: me encuentro aquí veinticuatro años atrás y simultáneamente en este mes de julio del año olímpico. La cámara desea comerse las distancias y saborear cada detalle callejero. La soledad hace alargar en mayor grado la vía asfaltada. Unos escasos ciclistas se aturden y no salen pronto del asombro. Para los paseantes la situación resulta maravillosa porque no se topan con nadie avanzando en sentido contrario. Un taxi se aleja de prisa, pero deja la estela de su arte encima de la obviedad del plano marcado. La calle, representación en miniatura de la ciudad que se desentiende del pasado, camina su propia belleza y aunque no está ganada del todo para lo comercial, advierte que las vitrinas permiten mirar otros mundos y descubrir espejos donde se han escrito historias que capturaron el alma violenta o trágica de algunos personajes.

 

2

Canon de la calle y el azar

Click.

La calle se llama “Estanque del Sur”. La cámara atrapa a dos hombres (¿dos amigos que se volvieron a reencontrar?) sentados, charlando acerca de sus lejanos pueblos natales, mientras toman cerveza y pican lonjas de carne fría. Sus ojos brillan con cada nueva noticia que llega a sus oídos. Un estornino salta de vez en vez dentro de la jaula que cuelga del techo agregado y saledizo. El pájaro inclina levemente la cabeza y presta atención a la conversación de los hombres. Luego dice sucesivamente: “¡Congratulaciones! ¡Congratulaciones! ¡Congratulaciones!”. Los hombres se ríen, pero con cierto nerviosismo. Si ese pájaro es capaz de hablar, ¿no tendrá también la aptitud de escuchar y repetir lo que oye? Ellos bajan el sonido de sus voces y observan al estornino de reojo. La resolana obliga a los transeúntes a moverse más por el medio de la calle que por la acera. Desde adentro de la tienda alguien le silba al pájaro y declara que los signos del estío no le molestarán si sabe mantenerse en el anonimato.

 

3

Canon de la calle y el azar

Click.

Un barredor arrastra su escoba por encima de la vía destinada a los ciegos. Él no quiere ver la tarea que ejecuta su utensilio de limpieza. Las huellas de los invidentes son más notorias que las del resto de los mortales. El barredor gira el rostro y recibe en pleno la vitalidad del sombreado espacio. Intuyo en su expresión el secreto de la fotografía. La cámara escudriña en su carácter y constata que es un ser apacible, libre de preocupaciones, quien camina con la levedad de las horas rumbo hacia su sitio de descanso, banco de madera en la calzada o en el parque, y con el periódico arrugado de ayer, metido dentro del bolsillo de la holgada chaqueta. (El barredor pasó bajo las farolas y la luz extinta impresionó su lucidez y otras farolas guindadas de la pared alinearon la felicidad para que él comprobara el recogimiento en las entrañas de su oficio necesario y citadino).

 

4

Canon de la calle y el azar

Click.

Mientras el soldado adecua su rigidez a la del monolito conmemorativo, un ciclista se escabulle por el umbral de lo otrora prohibido y se camufla con ingenio en la periferia de las sombras. Allá, al fondo, la luz se mueve a sus anchas y rescata su fuero transitoriamente secuestrado. El ojo de la cámara se desliza por entre el vallado: requiere fotografiar rostros, emociones, cuerpos en movimiento o fatigados, paredes, objetos mutantes, imprecisiones... La cámara precisa decorar su ventana y abrir sus tres patas a la ingravidez de su destino. ¿No estará otra cámara aguardándola, con celebrada paciencia, para meterla en un esquema interpretativo y visual? Yo anoto y cotejo; registro y sigo flexibles principios. Despliego mis sentimientos frente a la cámara y me asigno un rol: el de señuelo que atrae escogidas miradas que completen la trama de las ilusiones.

 

5

Canon de la calle y el azar

Click.

Pronto obtengo noticias del hambre de mi estómago. Un incremento de los ácidos agudiza la visión. Avanzo en búsqueda de un paisaje cerrado y restaurador. Me cuelgo la cámara del cuello y le permito que haga travesuras con las tomas. Me detengo y ella prosigue el viaje y no se arredra ante vacuidades. Su propio estilo la gobierna. La fortuna le sonríe y ella crece a mis expensas. Detecto que posee una propensión a las menudas historias ocultas. Probablemente sea su rasgo más distintivo. Al fin localizo al restaurante que me conviene en una calle corta y repleta de comederos que sacrifican la elegancia por la buena comida. Escojo una mesa aneja a un rincón. Pido una jarra de té. Transpiro y coloco la cámara sobre la mesa, en posición de descanso. Una empleada de limpieza se acerca y no disimula su curiosidad. Le doy un toquecito a la cámara para que despierte. Su ojo espía con severidad a la empleada, quien no se arredra en lo más mínimo. Entonces yo toso y simulo escupir en el suelo. Era la oportunidad que solicitaba la cámara. Escucho un solo click nítido y perfecto. Al retornar a mi postura anterior inspecciono la pantalla de la cámara. Ahí está la imagen de la empleada, triplicada, para que no quepan dudas del rigor de su mirada y de la nada pesimista, ni indignada, ni complaciente constatación de la cámara en el momento cuando lo que más anhelábamos reclamar era un suculento tazón de pasta caliente preparada a la manera de Peking, aunque eso sí, con poca grasa.