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Carlina

Ilustración: dibujo de Nelson Jovandaric

Ilustración: dibujo de Nelson Jovandaric

“Carlina se mete con todo el mundo”, afirmé de manera inocente, mientras paseaba con mis tías por el parque, a bordo del recién adquirido Taunus. Mis tías se miraron e hicieron como si no hubieran escuchado. Carlina se desentendió y permaneció un rato callada. Luego volvió a lo suyo, a su inveterada costumbre. “Miren, aquella mujer tiene cara de foca. Seguro que nadie se casará con ella... Allá va Fulana con su amante. Su marido es un cornudo de marca mayor. Esa tiene hijos hasta con el portugués del abasto y su mamá era igual y... y...”. La menor de mis tías iba sentada a mi lado. No me quitaba la vista de encima, temerosa de que yo volviese a hacer otro escabroso comentario. Pero yo me dediqué a observar los gansos que nadaban en el estanque, a los monos encerrados en sus jaulas y a la gente que descansaba echada sobre la grama, a la sombra de los enormes árboles de samán. La cháchara de Carlina se fue extinguiendo en mis oídos hasta no más quedar un zumbido de cigarrón chupando las vainas abiertas de los samanes. De la radio del Taunus salía la inconfundible voz de Pedro Infante, quien por esos días había entregado para siempre su “Amorcito corazón” en un avión carguero.

Los domingos por la mañana los ladridos de “Lassie” me despertaban. La menor de mis tías le subía el volumen al televisor y la famosa perra se encargaba de terminar de sacarme de la cama. Abría la cortina del cuarto donde dormía y en la gran sala ya me estaba aguardando el saco de tela burda. Me sentaba sobre él. Mi tía comenzaba a halar y así me daba vueltas por todo el recinto. Temprano ella había vertido sobre el piso esperma de velas derretidas. A la media hora la sala quedaba brillante y entonces se aparecía Carlina y, sin previo aviso, tironeaba de las puntas del saco y me daba un brutal paseo a toda velocidad, sin paradas intermedias. Yo le gritaba “¡Para ya, puta! ¡Paraaaaa! ¡Putaaaa!”. Carlina templaba, de súbito, el saco hacia arriba y yo caía hacia atrás dándome un fuerte golpe en la nuca. Mi tía se asustaba y trataba de protestar. Carlina la convencía de que esos golpes que yo recibía eran buenos para mi formación masculina. Yo no lloraba, pero en mi fuero interno acumulaba odio. Cuando Carlina le pedía café a mi tía, yo me ofrecía a traérselo. Iba a la cocina y calentaba el café. Servía dos tazas. A la de Carlina, indefectiblemente, le agregaba un chorrito de orine. Mientras ella tomaba su café, yo la observaba de reojo y muchas veces la vi relamerse.

Pocos días antes de llegar el Carnaval, mis tías hacían preparativos para la fiesta. Compraban máscaras de todo tipo, pelucas, trajes y zapatos exóticos. Yo sabía de antemano que también a mí me disfrazarían. Mis tías y sus amigas, Carlina la primera, se metían dentro del cuarto y comenzaban a transformarse. En una ocasión vi, a hurtadillas, a Carlina ataviarse de hombre, con barba rubia y larga melena y luego, acercarse a alguien disfrazada de “negrita”. Con una mano empezó a acariciarle las nalgas y con la otra trataba de abrirle la juntura de los muslos. La “negrita” se debatía y trataba de quitarse de encima a Carlina. Ésta se cansó pronto y dijo: “¡Pero serás pendejo, Neptalí!”. Yo me tapé la boca para no echarme a reír ahí mismo. ¡Neptalí de “negrita”!

Neptalí le tenía pavor a los gatos. Desgarbado, alto y flaco, parecía poseer más huesos de los necesarios. Solía aparecerse de improviso en el recibo de la casa (después de prolongadas ausencias) y de inmediato se lanzaba de culo sobre el viejo sofá. Mis tías acudían a manosearle los muslos y los cojones, hacerle cosquillas y desordenarle el pelo. Neptalí pataleaba, sudado, y al final caía al piso, entre risas. Yo ignoraba cómo Carlina se enteraba de las visitas de Neptalí. Sin darle tiempo a ponerse de pie, Carlina se aparecía con algún gato y se lo arrojaba contra el pecho. Neptalí lanzaba un chillido histérico y salía huyendo hacia la calle. Yo creo que escapaba sollozando. Carlina disfrutaba su maldad a plenitud. Mis tías, perplejas, no atinaban a censurarla. Yo sólo lamentaba que al gato lo fuesen a mariquear.

Mientras Carlina fue cuasivecina nuestra, yo nunca pisé su lugar de habitación. Confieso que le tenía miedo: sus afiladas uñas se habían clavado en varias oportunidades en mi carne. A veces jugaba, ya tarde en la noche, con sus hermanos menores, al “ladrón librado”. La “taima” era la pared frontal de bloques sin frisar de su casa. Ella llamaba a gritos, repetidamente, a sus hermanos para que fuesen a dormir. Como no le hacían caso, aprovechaba cualquier descuido nuestro cuando descansábamos en la “taima” y nos vaciaba encima una olla llena de agua fría. “Maldita, putaaaaa!”, la insultaba yo y ella cerraba la puerta, con provocación, en mis narices.

Yo ingresé al bachillerato y Carlina se mudó a otra vivienda, un tanto alejada de la casa de mi abuela, donde yo vivía. Ella dejó de frecuentar a mis tías y a los amigos comunes. Yo no lograba explicarme las causas de su distanciamiento. En alguna oportunidad escuché, por azar, un comentario fugaz de mis tías: “...Es que a Carlina se la ve ahora con distintos hombres...”. Mi ingenuidad me impedía deducir ninguna situación anormal. Tal vez mis tías estaban celosas de Carlina porque había logrado conseguir nuevos e interesantes amigos.

Cursando segundo año de bachillerato por tercera vez, me hice muy amigo de un compañero de estudio llamado Édgar. Compartíamos travesuras, aficiones y lecturas prohibidas. Un día Édgar me reveló un secreto: al lado de su casa vivía una mujer que se paseaba desnuda por el jardín cuando estaba sola. Él la descubrió sin proponérselo, mientras atisbaba desde lo alto del muro que separaba las casas. En seguida me propuso ir a espiar a la mujer y yo acepté excitado y gustoso. Ocultos por las ramas de un árbol permanecimos agazapados encima del muro más de una hora. Ya a punto de creer que todo había sido una patraña de Édgar, apareció la mujer en un lugar despejado de su jardín. Avanzó de espaldas a nosotros y de pronto se detuvo. Los rayos del sol resbalaron por su desnuda columna y se estancaron en la hondonada que proponían sus blancas nalgas. Sólo podíamos percibir la mitad de su exultante seno izquierdo. La mujer miraba hacia un extremo y no podía verle el rostro. Yo sentía que tenía la boca abierta y una insólita turgencia que apaciguaba con mis manos. Lentamente la mujer dio un medio giro a su rostro y éste quedó posicionado para que lo contempláramos de lado. Reprimí un grito de sorpresa: “¡Pero... si es Carlina!”. Édgar me tapó la boca y me preguntó: “¿La conoces? ¡Entonces masturbémonos por ella en silencio!”. Eyaculamos rápidamente y mientras el semen se escurría muro abajo, en dirección al jardín de Carlina, ella se retiró con deslizante andar y dejó sobre las piedras una excrecencia de su piel expuesta a los elementos.

Ulteriormente, una que otra tarde, yo pasaba despacio por frente a los ventanales de la casona que albergaba la desnudez de Carlina. Deseaba con fervor volver a contemplar aquel cuerpo despojado de vestimenta y que me era desconocido, inaccesible, intangible. Miraba los lujosos automóviles estacionados delante de la puerta y sentía odio y envidia porque los dueños de aquellos vehículos estarían a esas horas besando o acariciando o penetrando el cuerpo de Carlina sin mi previo consentimiento. Me sentí tan frustrado que decidí abandonar mi ciudad natal y radicarme en la capital. Sólo durante contados sueños retornó, recurrente, la imagen desnuda de Carlina siendo bañada por un rocío vespertino.

Me gradué de bachiller en la capital tras superar innumerables tropiezos y acumular trasnochos y borracheras. A poco de graduarme, me enteré de que el gobierno japonés otorgaba becas de pregrado. Resolví probar suerte e introduje mis documentos en la oficina correspondiente de nuestra Cancillería. A los dos meses recibí una llamada telefónica. Levanté el auricular y una voz femenina me dijo: “¡Felicitaciones! Ganaste la beca en Japón... ¿Cómo están tus tías? Hace añales que no las veo...”. Era Carlina y yo no atiné a enhebrar palabra alguna. Ella trabajaba como directora de la oficina que otorgaba aquellas becas. Había visto mi solicitud con mis datos y decidió echarme una mano. Anoté su número telefónico y la dirección de su apartamento ubicado en lujosa zona residencial del este de la ciudad. Esa misma noche me esperaba después de las ocho, en su departamento, para entregarme los boletos aéreos y unos viáticos.

Con marcado nerviosismo, toqué el timbre del apartamento indicado. Carlina abrió la puerta de madera y me invitó a pasar. Vestía una transparente bata azul de seda. Me senté en un mullido sofá. Todo el apartamento estaba alfombrado y las tenues luces de las lámparas de mesa producían sombras extrañas y sugerentes. Parada ella frente a mí y alumbrada desde atrás, volví a extasiarme en su cuerpo que se me mostraba desnudo, separado por la delicada tela. “Estás muy cambiado. Ya no eres el carajito rebelde de otros tiempos. Me imagino que podrás tomarte un poco de brandy, ¿o no?”. Asentí y me sirvió medio vaso. Me lo tomé de dos rápidos tragos. Se me quedó mirando, condescendiente. “¿Sabes? Le debo muchos favores a tus tías. Esa es una de las razones por la cual decidí ayudarte... La otra es que siempre fuiste un enigma para mí. ¿Nunca sentiste deseos de tocarme?”. Tosí, incómodo y Carlina comprendió que yo ya no quería permanecer más tiempo allí. Me entregó un sobre con lo prometido. “Bien, ahora puedes irte, pero antes quiero que cierres los ojos y deslices tus manos, con lentitud asumida, desde mis senos hasta la cadera y sientas el inefable sonido de la seda japonesa cuando se la palpa en la oscuridad. Ya en Japón continuarás sintiendo la música que mi cuerpo otorgó a la seda y te aseguro que nunca me olvidarás”.

Durante las heladas noches de Tokio metía dentro de mi pantalón de dormir un pedazo de seda y los voluptuosos senos de Carlina acudían desde su afirmación para aparejarme a su recuerdo.