Digresiones de un cíclope

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Textos y collage: Wilfredo Carrizales

Digresiones de un cíclope

Aunque yo no soy Polifemo, ni tengo nada que ver con él, no obstante, algo nos asemeja: un único ojo en mitad de la frente que permite captar la realidad con cierto esfuerzo. Esta función facilita las cosas y las torna muy superiores a como en realidad son.

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Tengo una tía loca que se peina precisamente cuando va a hacer viento para que éste la despeine al momento de salir al jardín y así ponerse a gritar y a exclamar que nunca más volverá a agarrar un peine. Después que se le despeja un poco la mente se despatarra sobre las camelias y se despacha un par de eructos que son toda una novedad.

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El lugar por donde yo suelo aparecer no es el lugar que el común de la gente se imagina. Emerjo casi siempre desde atrás de un albergue umbrío, del cual arranco su melancolía y me la arrojo a la cabeza como si se tratase de un formidable pedazo de tierra.

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Errático y desnudo camino durante horas y horas y sin notarlo salto por encima de crueles ramajes que me salen al paso. Si por casualidad diviso a la agreste primavera le muestro los dientes y luego reflexiono acerca de las equivalencias.

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Protesto ante una mujer que finge tener gran corazón. Más tarde tomo una botella de vino y derramo su contenido en una gruta que conecta mi mundo con las subterráneas esferas.

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He conocido a algunos mandriles que han traspuesto sus papeles con afamados seres humanos. Transcurridos los años los antiguos mandriles han devenido en antropoides que apenas saben usar el sílex y se sientan a contemplar sus siluetas sentados sobre unas sillas que carecen de simetría.

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Poseo manchas en la piel producto del desteñimiento de los amuletos que antes me colgaban del pecho. Esas rojeces —confundidas fácilmente con erupciones— me hacen sufrir mucho y me sumen en una desesperación similar a la roedura de un ratón hambriento y renuente.

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Las tejas de mi casa son de pizarra y yo las cuento a diario para evitar que se pierdan y para reemplazar a tiempo a las que se partan como consecuencia de los violentos combates amorosos de los gatos del vecindario.

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Duermo plácidamente y sueño que soy un bebé que se mantiene por sí mismo y que cuando necesita —por alguna eventualidad— recurrir a la teta de su madre prefiere la de la sirvienta por ser más grande y más jugosa.

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Recuerdo muy nítidamente el tiempo que pasé tras los rebaños de mamíferos salvajes. Por aquella época mi lengua no era tan culta como en el presente, pero me defendía bien y me agradaban sobremanera los caracoles que se suicidaban al exponerse largo rato bajo los rayos del sol.

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Me margino al no más aparecer el invierno y me retiro a una cabaña cerca de la costa por la que siento gran afecto. Allí mi forma de vivir depende de los vaivenes del clima y de la adicción a una marihuana que sabe a perejil. Aprovecho las horas para discutir conmigo mismo y para calcular la magnitud de la fuerza que se requiere para que un hombre se eche a la mar y no salga humillado y abatido.

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Debía estar lloviendo en mis antiguos predios, pero por las señales que vienen de allí cayó una repentina sequía que está agostando a las plantas y a las gentes con una velocidad pasmosa.

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Los parientes lejanos trajeron revuelta a mi familia y ahora no encuentro la manera de acabar con ellos porque se escabullen con mucha pericia. De una forma u otra tendrán que pagar los daños y perjuicios. Mientras tanto seguiré insultándolos en ausencia.

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Llevo andada una considerable distancia desde que mi madre me malparió. Esta no es una afirmación para alegrarse, pues a través de ella quedo sometido a una especie de destino que no puedo superar.

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Está visto —por este elocuente ojo— lo que se puede esperar de mis vecinos. Me roban el ganado, contaminan mis pozos y matan a mis faisanes. Mi paciencia se ha colmado. Les asestaré golpes por las espaldas hasta que expulsen los pulmones en pedazos.

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Luego que los cronistas no hablen de castigos exagerados. Los lápices que usen para escribir sus crónicas también deberán utilizarlos para ponerlos a mi servicio. ¡Vamos a ver! El giro de la historia comienza con mi entrada en escena.

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Mi padre es muerto. Me enteré recién ayer. Los cuadrilleros que le cuidaban son idos. ¿Qué debo hacer ahora? Me pondré de inmediato a alimentar a los ratones para no ahogarme en otros trabajos. Al fin, me enfadaré, montaré en cólera y armaré un escándalo. Tengo que hacerme a la idea de que aún soy el señor de aquellos dominios.

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Yo soy llamado “el del ojo que persigue”. Además hundo los puentes y descalabro los caminos. Mando a callar a cualquiera y me fumo unas cuantas cajetillas de cigarro de contrabando. Me digo todo el tiempo: “Batalla y atrévete contra el agresor”. Ya no puedo arrepentirme. Eso de acurrucarse no es conmigo. ¿Es que acaso he envejecido en algo? Por naturaleza no transijo, ni aunque me llueva el techo.

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Los del recurso cómico son los otros. Se me sale la leche del odre. Eso no cuela. Me río todo lo que quiero y aun más y quedo como si nada, en la proximidad de la concordancia... Véase si no lo corrido de mi proceder y la libertad de mi verbo.

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Raramente mezclo alegría con pasatiempos. Lo que descubrió mi ojo me hace dudar de todo. A veces escucho quejas muy lejanas: “¡Robado han el campo! ¡Librado es con oro!”. Asomo la cabeza a las doce de la noche y maldigo las voces que alteran el normal curso de las cosas.

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La última mujer que tuve no hizo lo que le ordené y entonces me la comí, crudita y sin lavar. Los huesitos sonaron deliciosamente al triturarlos con mis muelas. Sólo lamento que se me hayan quemado las castañas que tenía en el fuego. ¡Qué día memorable! Y pensar que estaba de buen humor. Conceptualmente hablando, me merecía ese tributo. Mi lengua fue una invención de mi cerebro despierto.

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El otro día le dije a la vieja bruja, mi vecina: “Vine a verme en tu espejo para conocer mi destino”. La execrable decrépita rompió el espejo e hizo que se declarara una terrible tormenta. La insulté. “Dale que te muelo a palos” y el vejestorio riéndose y plantada en sus doscientos años. Debo confesar que sucumbí y que todavía sufro por ello. Sin embargo, si la vieja se me pone a tiro le parto el pescuezo.

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Hiede que hiede y pasa la muerte cabalgando de tarde. Espera que espera y no encuentra alivio para sus males. Dale que dale a la tos y en la plaza le tienen montada una guerra que le arruinará las rótulas.

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El miedo vivía encajado entre sus costillas. Cuando hablaban miraban hacia los lados. Sospechaban que de pronto caerían piedras sobre sus cabezas o que desde atrás de los árboles les dispararían por mampuesto. La cobardía era la circunstancia sin atenuantes y el temor los arrastraba hasta el fondo.

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“¡Te caerás!”, me han pronosticado miles de veces. ¿Irá a relampaguear?, me pregunto y entonces me pongo a hacer garabatos encima de las paredes. Me gustaría que varias mozuelas establecieran sus colonias al pie de mi morada. Así podríamos intercambiar verdades sabidas y por saber y otras ilusiones más comprensivas.

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Hago el vacío y no me caso, mas el ansia de vivir ocupa mis días y mis afanes. En vez de escalones trepo escalafones y legitimo mi proceder con vistas a lograr una plena perplejidad. Creía que había terminado de crecer y de repente me percato de que mi cabeza casi roza el techo y entonces mi sombrero no tendrá ni futuro ni consuelo.

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Ayer me levanté después de haber soñado con castillos y leones y astucias. Me emplearé a fondo para ver pronto los resultados. Al descubrir la aguja caída, de inmediato le atravieso el ojo con el hilo conductor.

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Han llamado a mi puerta. ¿Será posible? Me levanto y ¿a quién encuentro? A los más genuinos sinvergüenzas que mi memoria recuerde. Les tuerzo los brazos, les restriego los rostros y los expulso a empellones. “¡Allí fue Troya!”, les grito y ellos, corre que te corre, tratando de huir sin tropiezos.

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El fantasma de Harry Truman exclama, frenético: “¡Vamos a jugar con uranio! ¡Vamos a crear nuestras propias mutaciones!” Y desde Hiroshima y Nagasaki emergen no solamente los más hermosos cíclopes, sino también bicéfalos, tarados, descabezados, quemados... monstruos para meter miedo a los niños en Disneyworld y para trabajar como extras en Hollywood.

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Está ya aquí el cúmulo de edades que me pertenece. Aunque tuviera menos épocas en mi haber mi comportamiento sería el mismo y el del día anterior igual y ¡que lo aguante su madre! ¡Vengan pronto esas noticias que con impaciencia espero! El milagro se hizo y el diablo lo supo. ¡Marchaos y a los binoculares dejadlos allí, a buen resguardo! ¡Sed felices y no penséis tanto en mí! ¡Os ruego que pregonen las buenas nuevas y que los prodigios encuentren su derrotero! ¡Si pudiera operarme el ojo mañana! Así podría viajar en tren con comodidad, mientras voy comiendo pipas de girasol y voy durmiéndome de a poco para no perecer y permitirle al ojo que gire sin parar y se cimbre hasta que el sosiego sea conmigo...