Cinematográficas

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Cinematográficas

Colocamos los tazones de cotufas a un lado y encendemos el televisor y entonces vemos a John Wayne atizando los carbones para quemarles los cojones a los caballos que ya no quieren cabalgar, exhaustos de tanto ver caer a los pieles rojas con las cabezas perforadas a balazos, y más tarde atisbamos a Charlie Chaplin caminando por una vía férrea, mientras un perro sarnoso lo sigue, esperanzado en conseguir un mendrugo de pan, y después Los Tres Chiflados aparecen embistiéndose con cuernos de cabrones al borde de una carretera que conduce a la más prominente de las ciudades fantasmas del medio oeste.

Francamente queríamos olvidarnos de David Niven, pero no, no es posible, habida cuenta de que lo observamos volar en un globo junto a Cantinflas/Passe-partout y van de lo mejor disfrutando del paisaje inefablemente citadino, aunque difícil de describir debido a una cierta neblina que se ha empeñado en velarles un tanto los ojos. Sin embargo, les queda el consuelo de recibir en su medio de transporte a unas gaviotas que anuncian la cercanía del mar y la posibilidad de toparse con tormentas...

Mucho rato después unas guaruras resuenan en una selva que se sospecha entre montañas, pero que en realidad nadie nunca ha visto. Sólo se tiene noticia de la llegada de la marabunta y de los aullidos desesperados de los monos que huyen en desbandada lanzándose de bejuco a bejuco y que de ninguna manera son las lianas de utilería que usaba Tarzán para prevenir caídas mortales en la jungla de cartón y retazos de madera. Retomando la marabunta, también se dejan escuchar los tropeles de miedo de toda suerte de mamíferos —algunos de ellos enemigos entre sí—: dantas al lado de jaguares, osos hormigueros y gatos monteses. Los aborígenes se habían marchado mucho antes sabedores por antonomasia de las señales inminentes que anunciaban el arribo de la marabunta. La pantalla del televisor casi se rompe en pedazos, destrozada por la fuerza del volumen de agua liberado de la represa y que aniquila al peligro que se nos venía encima con tenazas y terribles mordidas y así acontece el exterminio total de la marabunta y como regalo adicional un sol de gelatina se exhibe colgando de la copa de un alto árbol donde fueron a refugiarse cotorras, loros y guacamayas.

Luego, subterráneamente, Julio Verne desemboca en un viaje al centro de la Tierra y las estalactitas y las estalagmitas (diferenciación lograda gracias a la persistencia de espeleólogos formados por correspondencia) rezuman un agua que cambia de color según desde donde se las enfoque y en el fondo de la caverna por donde avanza Julio Verne se encuentra una ciudad perdida, cuyos antiguos habitantes yacen esparcidos por las calles, momificados y sin ninguna señal de dolor en sus rostros, lo que probaría que murieron al inhalar un gas que normalmente brotaría de las entrañas rocosas y que pondría punto final al paraíso urbano que se había instalado a tan gran profundidad. (Julio Verne nunca supo que en todo su trayecto lo estuvo acechando el hombre lobo, pero esto es otra historia que en el futuro se contará en su debido momento).

Se escuchan disparos tras unas cortinas y se ve aparecer a unos soldados de uniformes negros que persiguen a otros soldados en harapos a través de un desierto que puede ser cualquier arenal puesto allí para que se maten y queden expuestos sus rostros a los productores del bodrio y así puedan calcular sin falta la cantidad de dinero exacta que se les debe cancelar por su papel de extras, al tiempo que se prolonga la emergencia y se demora la aparición de los protagonistas para que cause un efecto mayor en los espectadores.

Una breve interrupción. Pronto aparece un lánguido soldado. Alguien le dispara y el soldado cae sobre un compañero que yace a sus pies. Es un niño quien abrió fuego con una pistola y los cráneos de los soldados quedan agujereados. El niño mantiene en alto la pistola unos segundos más. Aplaudimos y vitoreamos. Las cotufas se desparraman por el piso. El ruido de los zapatones del niño al chocar contra las piedras nos da ánimo de continuar mirando la escena mortuoria como un elemento más de una clásica tragedia.

Convocamos a Buster Keaton y su inconfundible semblante se patentiza en el marco de una ventana de una casa de veraneo. Saluda con una mano y le respondemos el saludo, pero no es a nosotros a quienes saluda. Trata de llamar la atención a una guapa mujer que descansa muy cerca en la orilla del mar. Al cabo, la fémina se percata de que él intenta atraer su mirada y ella le dirige una sonrisa. Buster se impacienta y tiene el propósito desesperado de salir por la ventana, empero ya sabemos de antemano lo que le ocurrirá: resbalará y caerá de bruces sobre el suelo y se romperá la nariz y no se le zafará el sombrero de jipijapa que trae puesto porque lo lleva bien sujeto a la cabeza como le exigió el director de fotografía. La mujer estalla en carcajadas y nosotros la imitamos, por no dejar y para estar acordes con las circunstancias. Buster se repone, se limpia la nariz y se acerca rápido hasta donde está la mujer y comienza el galanteo. Posteriormente los vemos a los dos conduciendo sendos vehículos descapotables. Avanzan a la par por un camino de tierra huérfano de árboles. Van coqueteando y conduciendo. Se miran y por momentos descuidan lo que está adelante. Buster va a caer en un hueco, digo yo. No, se va a meter de frente en un río, replica mi hermana. ¡Trash! El carro de Buster chocó contra un enorme árbol que estaba al borde derecho del camino y que olvidaron talar para evitar ese desastre. La mujer se exaspera y gira la cabeza hacia atrás, pero le indicamos que siga, que Buster es así y que ya encontrará la manera de salir del atolladero.

Ya es casi la medianoche cuando hace su aparición Lon Chaney, Jr., y mi hermana hace el intento de marcharse, pero la retengo y la convenzo para que veamos algunos fragmentos de la agitada y proteica vida del actor hijo de actor y se descuelga de pronto el vástago de Drácula y mi hermana pega un grito y yo ahogo el mío y le anuncio que no debe tener miedo porque de lo contrario no podrá dormir y tendrá pesadillas, aunque hablo y siento que las piernas me tiemblan y Lon Chaney se ríe con aire siniestro y nos obliga a mirarlo a la cara y de su boca sale un aliento que apesta y nos apremia a abrir la ventana y la puerta de la sala y continuamos mirándole de reojo, pero el brillo de sus pupilas es demasiado intenso para esquivarlo y sacamos coraje del fondo del sofá y nos le enfrentamos y lo conminamos a decirnos adónde quiere llevarnos y él sólo se limita a carcajearse como si con ello quisiera demostrar su poderío y nosotros lo amenazamos con apagar el televisor si no respeta nuestro derecho de televidentes y él con gran desparpajo deja correr por la comisura de sus labios un hilillo de saliva sanguinolenta y yo aprovecho para susurrarle a mi hermana en el oído que tal vez esa sangre proceda de la última víctima de su perfidia y mi hermana me pregunta ¿qué significa perfidia? y no encuentro palabras para explicarle porque Lon Chaney ha desplegado su capa negra y ha empezado a dar unos pasos de la danza de la muerte, cosa rara en él, y mi hermana está a punto de desvanecerse y le requiero a ser valiente y llegar hasta al fin para demostrarle a Lon Chaney/Drácula que no le tememos y que podemos comer grandes cantidades de ajos para ahuyentarlo y también usar el crucifijo de la abuela aunque esté oxidado y entonces Lon Chaney se torna un poco obsecuente y yo sé que él es experto en falsías y a un descuido suyo halo a mi hermana por una mano y nos vamos a dormir sin desvestirnos y desde el dormitorio escuchamos a Lon Chaney que nos pide volver y nos promete portarse bien y no morder nuestras gargantas.