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El circo

El circo

Indefectiblemente llegaba el circo a mi pueblo precedido por un vehículo con altavoces. Siempre acontecía en una tarde de la estación seca. La algarabía de los niños de mi calle me sacaba de mi juego solitario y corría hasta la vía principal donde ya estaba aglomerada una multitud de curiosos. Mis ojos se topaban de inmediato con las moles andantes y pausadas de los elefantes. Con la boca abierta contemplaba cómo los paquidermos abrían las fauces y balanceaban sus largas trompas. Detrás de ellos iban unos hombres con palas recogiendo los exuberantes cagajones. Tras esos trabajadores desfilaban los payasos, los contorsionistas, los trapecistas, los equilibristas y los enanos pedaleando sus monociclos altos y bajos. Por último aparecían las jaulas rodantes con los tigres y leones y los osos y los domadores subidos encima de ellas haciendo restallar los látigos y después los caballos montados por preciosas amazonas y monos vestidos de jinetes. Todos los muchachos del vecindario corrían de un lado a otro para no perderse el espectáculo gratuito. Buenaventura, mi amigo y convecino, me halaba por una mano y me obligaba a seguir la procesión circense por las calles del pueblo hasta el descampado cercano donde instalaban la gran carpa de lona. Allí nos dedicábamos a observar cómo armaban la carpa, el trajín de los artistas y el zafarrancho para alimentar a la caterva de animales. Luego regresábamos a la carrera a nuestras casas y le exigíamos a nuestros padres que nos llevasen a alguna de las funciones nocturnas del circo visitante.

No recuerdo cuántos circos se presentaron en mi pueblo, ni a cuántas funciones asistí. En mi memoria se mezclan imágenes e impresiones de compañías circenses diferentes. Sí retengo en la mente al Circo de Chile y a lo que quedó del Gran Circo Razzore. (Buenaventura fue conmigo a una de las funciones del Razzore y me afirmó que el circo original se había hundido frente a las costas de Brasil y se habían ahogado casi todos los integrantes y los caballos, burros y monos. Nos imaginábamos a los pobres animales nadando en las aguas borrascosas sin ninguna posibilidad de sobrevivir y luego sus cadáveres hinchados lanzados por la resaca hasta las playas como en una última función macabra... Mucho tiempo después averigüé que el Gran Circo Razzore se había ido a pique junto con el buque Euzquera en un viaje de La Habana a Colombia. Cuando pude volver a ver el espectáculo del Circo Razzore superviviente no dejé de pensar en la frase que pronunció Emilio Razzore: “El mar se llevó mi vida”, y sentí nostalgia porque nunca tuve la oportunidad de admirar a la “Escalera Volante”, Guillermina Razzore, la bella hija del propietario del circo). Pero el circo del cual evoco con más fidelidad cuadros enteros es el Circo de los Hermanos De Seck, debido a que se presentaban en mi pueblo una o dos veces por año y a que la mayor parte de sus integrantes vivían en dos casas ubicadas casi frente al hogar de mi abuela materna, donde yo me alojaba por entonces.

Mi abuela materna cuando se refería a los De Seck los llamaba los maromeros, un tanto despectivamente. Por ella supe que los componentes del circo tenían diversas procedencias: Hungría, Méjico, República Dominicana, Colombia... y que eran dos familias emparentadas y que trashumaban como gitanos. Los cabezas de familia eran los payasos del circo y sus esposas leían las cartas y predecían el futuro. Las mujeres jóvenes se dedicaban a la cuerda floja y al contorsionismo. Los hombres tenían a los trapecios como su lugar de acción, peligro y coraje.

El circo

Yo conocí al Circo de los Hermanos De Seck ya en franca decadencia. Sin embargo, todavía se permitía presentar shows de una aceptable calidad. En una memorable función vespertina y dominical disfruté del espectáculo protagonizado por el “Hombre Montaña”, un gigante de aproximadamente dos metros, y “Mister Iron”, un negro musculoso y calvo. Ambos tomaban impulso tras una corta carrera y se deslizaban con el pecho desnudo sobre una extensa mesa engrasada. Esto lo repetían varias veces y hacían gritar y aplaudir in extenso al público. Luego mostraron su audacia y pericia dos motorizados que daban vueltas, uno de arriba abajo y el otro de izquierda a derecha, en una jaula circular de alambres de hierro. El estruendo de las motocicletas aún retumba en mis oídos y la visión de los rostros tensos y atemorizados de los espectadores me acompaña como en una película infinita. A continuación el presentador anunció que le tocaba el turno a los Hermanos Reyes, las estrellas del trapecio. Después de maravillar ellos a la concurrencia con saltos mortales, simples o dobles, el presentador, con voz grave y asordinada, notificó que Jesús, el mayor de los Reyes, iba a intentar un triple salto mortal sin red. De inmediato hubo un redoble de tambor y en seguida, un silencio total. Jesús acometió con resolución su despliegue en el aire y cuando se sintió preparado le hizo la señal a su hermano César que estaba en el otro trapecio. Jesús dio tres vueltas en el vacío y su hermano no pudo atraparle las manos. Afortunadamente debajo estaban otros dos hermanos de Jesús y amortiguaron su caída, pero, no obstante, al trapecista suicida se le quebró una pierna y quedó cojo para siempre. Posteriormente yo me ufanaba ante mis amigos y les decía que había visto caer a Jesús desde el mismo cielo y que solía renquear por los alrededores de mi casa.

En algunas ocasiones, el Circo de los Hermanos De Seck recalaba en mi calle, después de su gira por todo el país, y la caravana de camiones un tanto destartalados y las jaulas con los barrotes oxidados donde estaban encerradas las fieras, tigres y leones, flacuchentas y con las pelambres sin lustre, se estacionaban por horas frente a las casas de los maromeros para aprovisionarse, descansar y tomar nuevo aliento. La noticia corría por todo el pueblo y en cuestión de minutos la calle se llenaba de una turbamulta de chiquillos de todas las edades y condición. Las fieras, adormiladas y extenuadas, no les prestaban atención y sólo bostezaban sin cesar. En cualquier descuido de los vigilantes de las jaulas, armados con palos, Buenaventura y yo nos metíamos bajo las armaduras y pinchábamos a los leones con ramitas espinosas. Los enanos nos descubrían y nos expulsaban a pedradas y con indescifrables maldiciones. Ese insólito espectáculo arrancaba más carcajadas a los congregados que las payasadas insulsas de los viejos bufones del circo.

Poco a poco fue desapareciendo el una vez famoso Circo de los Hermanos De Seck. Los fundadores, ya seniles y achacosos, se retiraron primero y se recluyeron en sus viviendas. Sus hijos e hijas se desanimaron y fueron abandonando paulatinamente el mundo del circo. Los demás integrantes de la compañía se marcharon a sus países de origen o se unieron a otros circos y nunca más los volvimos a ver.

El circo

Los maromeros comenzaron a dedicarse a nuevos oficios: electricistas, peluqueras, estafadores, ladrones de automóviles, vendedores de joyas, comerciantes, reparadores de carrocerías... De su circo únicamente sobrevivían los recuerdos, algunos pocos carteles guardados y fotografías tomadas durante las diversas giras continentales. Las compañías circenses dejaron de venir a nuestro pueblo. Parecía que le temían a ser arrastradas al destino inexorable del Circo de los Hermanos De Seck.

Buenaventura y yo éramos los que más echábamos de menos las funciones del Circo de los Hermanos De Seck. A veces compensábamos nuestra nostalgia invitando a Alfredito, el hijo mayor de uno de los maromeros, para que nos contara anécdotas de su vida transcurrida en el circo creado por sus abuelos. Él aceptaba siempre y cuando yo le regalase alguna de mis “pescaditas”, como llamaba él a las sardinas que yo criaba en un estanque. Nos refirió numerosas historias, todas asaz interesantes. Buenaventura las escuchaba boquiabierto y haciendo gestos de asombro. Ellos dos, Buenaventura y Alfredito, compartirían después un mismo destino circense. Buenaventura terminaría uniéndose a una troupe de maromeros y marchándose a Ucrania y Alfredito acabaría sus días como administrador de un circo de mala muerte en Colombia y asesinado por unos peones contratados que le robaron el dinero de la paga.

Para resarcirnos de nuestra orfandad de espectáculos circenses, pronto Buenaventura y yo descubrimos en la televisión una serie semanal titulada “El Gran Circo”, protagonizada por Jack Palance, quien fungía de propietario de aquel enorme circo de dos carpas que se movilizaba en tren y que presentaba simultáneamente dos shows diferentes. Alfredito nos acompañaba y era el único de todos los muchachos sentados en el piso de la inmensa sala de la casa de mi abuela materna que hacía comentarios precisos acerca de las escenas de las fabulosas funciones del circo televisado. Muchos soñamos en ser Jack Palance y vivir las aventuras que su circo en ferrocarril deparaba.

El circo

La noche que pudimos ver en la televisión En el circo, de los hermanos Marx, cundió la alegría total. Fue tal la algarabía y las estruendosas risas que mi abuela amenazó con apagar el televisor y echar a la calle a los alborotadores. Mas ella también sucumbió al encanto del bigotazo de Groucho Marx y a las locuras de Chico y Harpo encuadradas en el ambiente de un circo donde abundaban los caballos montados por elegantes jinetes, payasos, leones y elefantes. La escena donde los Marx se ven obligados por un gorila a convertirse en trapecistas fuera de serie fue el detonante para la hilaridad más conducente al pandemónium. Las gradas domésticas se colmaron de cotufas, pedazos de caramelos y restos de bizcochos. El circo había retornado al pueblo por breves instantes en un formato más asequible y conmovedor.

Una semana antes de la desaparición de Buenaventura tuvimos la oportunidad de apreciar una excelente película transmitida por televisión. Estaba ambientada también —¿simple casualidad?— en el mundo del circo. Su título escapó de mi retentiva. Los protagonistas eran un payaso y su mono. Nos adentramos en el intríngulis de una compañía circense donde imperaban la envidia, las zancadillas y la deshonestidad. El payaso no era la estrella del circo, pero él representaba la integridad y el amor por su profesión. Su único pariente: el pequeño mono. Al final, el circo resulta incendiado y el payaso muere durante el incendio. El cortejo fúnebre del payaso con su mono en primer plano y caminando con flores en las manos cierra el telón del filme. Buenaventura consideró que el Circo de los Hermanos de Seck debió tener un final semejante y no la muerte lenta por desgarramiento. Yo me asomé por la ventana para ver si localizaba a Alfredito sentado en la acera de su casa y poder preguntarle su parecer. Empero Alfredito, el de “¡qué lindas las pescaditas!”, estaba maromeando con los primeros atisbos de su fatalidad.