La ciudadela

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

La ciudadela

LA LLUVIA IMPULSADA por el sol chocaba contra las paredes blancas de la ciudadela. Desde mi celda contemplaba con admiración los gruesos goterones cayendo y arrastrando consigo ruidos de celestiales resonancias. Unos pájaros negros se bañaban posados sobre las líneas del tendido eléctrico y desplegaban sus colas en abanico como homenaje al temporal.

La lluvia descendió durante horas y la ciudadela parecía desmoronarse o cambiar de forma bajo el peso de la enorme cantidad de agua. Los árboles se restringieron a sus posesiones, amilanados, aplastados por la brutal tela acuosa.

En la ciudadela ladraba uno que otro perro, pero sin la insistencia de habituales ladridos. Los zancudos se pegaban a los cristales de las claraboyas y temblaban con fiebres de malaria repentina. Por supuesto que los gatos que solían pasearse orondos por las cornisas y los tejados desaparecieron como inundados por una corriente que les atañía con creces.

La coloración del cielo iba desde un gris amarillento hasta un rosado quejumbroso. No se escucharon truenos a pesar de la densidad y el desplome de las nubes. Mientras borroneaba el papel deseé una buena taza de café muy caliente y sólo obtuve una reprimenda soez del guardia.

Después cruzaron, frente al pedazo de cielo de la ventana, bandadas de pericos y cotorras. Iban graznando, acaso con desespero o con temor o presionados por la ilusión de retornar a sus nidos ubicados en algún punto al norte, distante, más que alejado, de mi posición.

Las goteras del techo humedecieron con rapidez el piso de cemento permanentemente opaco, haciéndolo destellar por momentos y formando charquitos donde los atisbos de la luz encontraron su destino.

Las hormigas salieron de sus madrigueras asentadas bajo los barrotes de la ventana y penetraron por las grietas a mi celda y se instalaron a cuchichear debajo de mi camastro. Las dejé hacer hasta que me cansé y las dispersé con el extremo de un cordel retorcido, recuerdo de algún calzado que transitó por aquí.

De pronto, se dejaron oír truenos en la lejanía. Retumbaron cual enormes cajones de madera amontonados que de improviso se derrumbaron. (Un flamboyant repleto de flores me habló de otra temporada y de otra latitud, separadas de mí por las coordenadas del olvido).

Sentí frío en los pies y llegó el estornudo y el miedo a acatarrarme. Anhelé con premura un buen vaso de ron de las Antillas. Cerré los ojos y una negra vertió dentro de mi boca un chorro de quemante líquido. Pareció que hubiera salido directamente de sus pechos, de tan volcánico y bruno como lo tragué y absorbí. (Entreabrí un ojo y atisbé en lontananza una franja de azul que desgarraba a las nubes y las obligó a ceder cierto espacio a la rutilancia).

Continuó tronando en el paraje de septentrión, adherido a la montaña, mientras que al sur —mi meridiano— se formó un gran globo ocular de azur con ribetes y pupila blancos y fijó su vista en mí y percibí que me escudriñaba hasta el tuétano de mis pobres huesos no propagados.

Acaeció la calma. Cesó la lluvia. La tarde se fue marchando con ritmo acompasado para halar cómodamente al anochecer hacia su redil: mi rincón o puesto de observación y no control.

(Unos desconocidos canes aúllan, lastimeramente, intuyo que de hambre, por lo feble y retorcido de su llamado. El relente de la humedad se desliza sobre la azotea que se explaya frente a mis rejas y le da a la superficie una vivacidad y una agilidad de documental).

Las torres han propalado vértices de acción. Los bordes de los muros se ennegrecen sin restricciones. Me gusta imaginarme amarillas las junturas de las raíces y sus escarceos con las lombrices que devoran las tierras que se les atraviesan.

Tengo fe en las arañas que tejen sus redes en los rincones más altos de mi celda. Esas telas atrapan todo tipo de insectos. No son tan fuertes para capturar pajarillos, pero en ellas pueden caer sueños, esperanzas, deliquios, promesas, remembranzas... Las arañas me miran y asienten.

Por la noche me escapo con mi morral de sombras a la espalda. Voy contando estrellas que no se ven, sin perder el rumbo. Pateo piedritas en las aceras y viejas latas de cerveza. Orino tras los enrejados con el ansia de que se oxiden pronta y eficazmente. La oscuridad me aporta su frescor y su seguridad. No me encamino a ningún sitio en particular. Antes de alborear regreso a mi encierro y me río fuertemente: nadie ha detectado mi temporal ausencia.

El resplandor del amanecer se expande en las ramas atrevidas de las trinitarias. Me satisface más la sonoridad de su otro nombre: bugambilia, pues me trae veraneras voluptuosidades que vuelven papelillo mi cabello enroscado. Aunque no soy creyente, le envío una oración a Santa Rita a ver si me ayuda a concluir mi reclusión y el cese de los abusos contra mí y el alejamiento de las enfermedades de mi cuerpo y de mi espíritu y la solidaridad con mi causa desesperada.

Originario, permanezco en la ciudadela, siempreverde, cubierto de la substancia de la poesía y ordenando mis estaciones y estancias y alternando el canto de los gallos con una alucinación ovalada que se incruste en las axilas y me haga palpar el fruto multiforme y multisápido de la verdadera e irrestricta libertad.

La ciudadela