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Los clamantes

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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Los clamantes

Claman a los altos poderes del cielo. Sus existencias se agrietan y la soledad rompe sus vestiduras. Dan voces que alertan a las campanas. Sus entrañas se amontonan y se contradicen con clamores. Están afuera y no vacilan frente a los encrespados rizos de los vientos. Se han ataviado con delicuescente pureza. A tientas imitan los movimientos de los antiguos dioses tutelares. Se reclaman y se erigen sobre la retórica. Apenas avanzan impregnados de temores taciturnos.

Confirman con su presencia clamante que buscan la incorporación a los ruegos, a la protección y al presentimiento que horada la esperanza. Son personajes que pretenden ser transparentes y terminan por disolverse o camuflarse al lado de entidades superiores.

Ellos avasallan sus gargantas, en profundidad, con lamentaciones. La inclemencia de las horas propaga su sumisión al destino que se quiere obstaculizar. Sus miradas se elevan cada vez más y no hallan el asidero necesario que les permita resistir la exasperación.

Previenen contra las nubes que los enemistan, mas las pugnas se acumulan y muerden sus pálidas carnes. Le temen al ajuste de cuentas y a las infinitas visiones que los desasisten en las inhóspitas veredas. El dolor los ahueca desde adentro.

 

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Los clamantes

Realizan guardias diuturnas. Cuando pueden cambian sus posturas de estatuas solemnes por destellos de claridad dudosa. Quisieran tener la capacidad de alejarse y correr los cortinajes que les impone la resolana. Se impregnan las culpas con manos desasistidas. La inercia les arropa los escasos bordes de dignidad que aún poseen. Son descendientes de la insensatez y la desmesura.

En íntima relación con lo que suponen sea la eternidad, brillan en el frágil velo de la desgarradura. Apartados pasajeros, rompen sus labios y, exangües, apresuradamente abren los espacios que les gratifican con cierta corporeidad trascendente.

No sueltan lágrimas tan fácilmente. Vociferan con énfasis y fraguan un desencuentro en el relieve de la añoranza extraviada. Se prueban a sí mismos en la escritura de las vergüenzas. Aunque nunca otorgan ofrendas hacen votos por continuar viviendo un residuo de heroicidad que a la larga resulta deleznable.

Su historia se consuma (y se consume) en una ambivalente oquedad donde caen sus hechos vacíos, mordiscos de la rabia, atajos de la zozobra. No se atreven a firmar pactos por miedo a las probables pesadillas que les acarrearían. Se adelantarán a su desenlace con rumores de mortajas.

 

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Los clamantes

Se anteponen a las claraboyas del cielo y claman, claman con enceguecidos ojos, claman y apuestan hasta el último dado, hasta la postrera moneda del canje.

A fe que creen en la comunión con las luces y las sombras celestiales. Palpan las murallas de la sacralidad, pero insisten en localizar las llaves. No se atreven a dividir su dolor: entre un pecho y el otro cercano se desasisten en los auxilios. Por mor del encierro en su angustia disparan los nervios en procura de un anfitrión que los torne en rehenes de su causa más que perdida.

Dejan en el éter los fósiles de sus espejismos de espurio lustre. ¿Olfatearán acaso la derrota en las emanaciones de las cortezas de los pilares del mundo? A dentelladas tendrán que migrar con sus figuras que ya provocan lástima y desazón. Amén de absurdidades.

En ningún momento imaginan una marcha hacia atrás. Siempre elucubran panteones allende los clamores y los zócalos de albas franjas. Las respuestas del cielo se encierran en tentaciones de difícil resolución. ¿Por qué no cesar cuanto antes en la ilusión de lograr compasión y amparo?

Cada clamante se inventa una esponja que absorba las lágrimas del competidor en demandas y luego la estruja, repetidamente, sobre su frente desteñida e insaciable.

 

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Los clamantes

Nada organizan al azar los clamantes. Su sabiduría, a trote y moche, impone cláusulas de creación y oráculos en la interpretación del agite de los ramajes advenedizos del viento. De tal guisa atestiguan sus ensimismados nombres para las crónicas que se rehacen en cada solsticio.

Se medio mueven y trasudan señales, sónicas, olfativas, espirituales. Los diafragmas les trepidan con abejorros laberínticos. Durante la combustión de sus secretos se miden los alcances de sus voces lastimosas y concluyen que un sello colectivo les es imprescindible para lacrar las distancias que los separan del semillero del cosmos.

Quienes los observan a diario bajo los árboles apabullantes, se preguntan: ¿para qué este exceso de clavicordios en los ruegos? ¿Para qué proseguir impetrando si al final serán tildados o señalados de impíos? ¡Mejor elección sería un intercambio de estrellas e invernáculos!

Una corriente de extravío acabará por arrastrarlos al sumidero de relámpagos que incuba la prisión al otro lado de las alucinaciones. Acullá se transmudarán en siluetas de nácar que no podrán filtrarse al interior de la tierra y estarán obligadas a prestar sus espaldas para que se procreen los escalofríos.

Ahora cuaja diáfana la resultancia: la clave del verbo compasible y del oído abstruso que nunca escucha estriba en la alianza de la delimitación y la insondable crisis. Los clamantes se condenan porque no saben reptar y porque sus córneas no evaden los cristales que les son arrojados desde el empíreo. ¡Bástenos esta contráctil alerta para resucitar algún día en una alquimia de sobresaltos!