Los conejos

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Texto y collage: Wilfredo Carrizales

Los conejos

Esto es el inicio de un viaje con conejos. Leeremos sobre ellos y nos enteraremos de sus hechos y circunstancias. Pensemos en las seis letras que forman su nombre y acaso descubriremos un acertijo encerrado en él.

Recordemos la manera como son criados para luego ir a parar a las refrigeradoras de las carnicerías. Nada en especial habla bien de ellos, excepto sus dientes salientes manchados de zanahoria y yerbas.

Probablemente a todos los niños les agrade acariciarlos, mas cuando se enferman los arrojan por la ventana o los relegan al fondo de los patios —a merced del frío— o se deshacen de ellos arrojándolos a las cloacas.

La ruta que siguen los conejos para desembocar en un enjaulamiento, casi siempre es la misma: gazapos aún, los seleccionan como mascotas y de ahí en adelante se decide su inevitable destino.

(En los montes existen conejos silvestres a los que se llama “plagas”. Son cazados a mansalva para evitar que devoren la movible hojarasca del otoño.

Puede ser demasiado tarde, pero la aurora comienza a manifestarse al lado de sus cuevas. Es una aurora de nervaduras de lechuga y rocío).

Con sus labios leporinos, los conejos ajustan la medida de lo que para ellos es comestible. Se vacían de temores y acezan, a la espera de que los bocados los colmen.

¿Por qué las conejas paren tan extraordinarias camadas? Porque los numerosos glotones las aguardan en las aberturas de los grandes hornos, prestos los cuchillos.

Uno de los preceptos de los conejos reza así: “Importa la frescura de los pastos, no la prisa de su crecimiento”.

Se saben feos los conejos, sin embargo se mantienen en buena forma, gracias al permanente acoso de los perros y otros animales de presa. Los conejos duermen con las orejas en punta. Nunca se sabe si los ratones voladores y calvos pueden atacar de improviso y chuparles la sangre.

Las patas traseras de los conejos les permiten manifestar la contrariedad que les causan determinados asuntos. Golpean, fuertemente, la tierra con ellas y se retiran bañados en polvo, pero felices y optimistas.

No les temen los conejos a los cuchillos, mas sí a las hachas. Un miedo atávico a quedar descuartizados los paraliza íntegramente.

Un conejo acorralado no intenta una salida desesperada. Echa un vistazo rápido a su alrededor y localiza una somera hendidura. Cuando sus perseguidores se percatan de su intención, el conejo ya lleva cavada una trinchera que lo pone a salvo, largo trecho afuera.

Las conejas entran en celo casi siempre al mismo tiempo que la aparición de la luna llena. Chillan, desesperadas, y tratan de copular entre ellas. Aparece el padrote y las monta a todas en un santiamén. Después el macho se tiende de lado, con los cojones hinchados, y duerme una semana entera.

Nadie ha hecho mención del proverbial sinsentido de los conejos. Estos roedores se arrancan los pelos al comienzo del invierno y en verano se desplazan con exuberante pelambre.

 


Por favor, si se topa con un conejo abandonado, trátelo como se merece: póngale nabos y otros deliciosos tubérculos en una olla y cuézalo a fuego lento para que suelte toda su gracia y la totalidad de sus jugos. Luego acomódelo encima de una bandeja cubierta con pétalos de rosas y degústelo despacio, a la luz de una vela, acompañado con un buen vino rojo y seco, mientras piensa en las conejitas de Playboy o en el conejo de la suerte.