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Julio Cortázar. Ilustración: Ricardo CarpaniCortázar eternamente joven

Texto: Wilfredo Carrizales
Ilustración: Ricardo Carpani

Se ve a Cortázar jugando a la rayuela con tejos que arroja al azar. Salta con entusiasmo sobre las casillas, por encima de las prescindibles y las imprescindibles. Mientras brinca va imaginando relatos de la literatura. Piensa que el misterio lo abarca todo. Mira frente a sí la serie circular infinita de la vida y la ficción. Cortázar comienza a amar aun más a las divagaciones. Él se aleja y se acerca a través de la rayuela y los posibles observadores no sabrían cómo abordarlo e interrogarlo acerca de lo que está haciendo. Piensa en la economía de las pulsiones, en su fuerza dramática. Se permite fluir en el juego con ligereza, con blandura, con abandono, y acelera la desviación por los detalles y maquina una parodia como elogio de lo lúdico. De pronto, se le ocurre que podría romper de una vez el absurdo sin límites.

Al tiempo que da saltos, Cortázar permite que sus largos cabellos tremolen al viento descuidado de severidad, mientras sus ojos de gato excéntrico se mueven hacia todos los confines como en busca de una expresiva ironía. Sus grandes manos se agitan imitando a las de un niño que ha encontrado la razón de la fragilidad de las cosas y siente compensado el esfuerzo. Ruge con timidez y su elevada estatura parece duplicarse hasta copar la totalidad del espacio donde juega a la rayuela. En ese instante reconoce que no ha sido precoz.

La rayuela, de improviso, se llena de bestias imaginarias y Cortázar, a la manera de los reyes de las barajas españolas, enarbola sus armas secretas para poner punto final al juego. Ahora percibe que está en una isla a mediodía, donde todos los fuegos son el fuego e intuye que alguien anda por ahí concibiendo un octaedro para dar la vuelta al día en ochenta mundos y establecer, a deshoras, los territorios donde se otorgarán los premios. Los momentos del día sufrirán astilladuras, salvo el crepúsculo.

Cortázar se toma un descanso y deja los tejos de la rayuela a un lado. Se acuclilla sobre el piso frío y se pone a silbar uno de sus tangos. La melodía le remite a la infancia. Atrapa a la nostalgia con ambas manos y la hace incrustarse entre los dedos y luego la detiene encima de la palma de una mano para que forme un mandala que le represente el sueño geométrico del cosmos y sus señales.

Vuelve Cortázar a la rayuela y salta a la pata coja. Suenan timbrazos en su cerebro y el mundo retoma su jolgorio y trata de no quedarse a la zaga. El tejo que es un infernáculo se acopla a la punta del pie. Salva las distancias con destreza y acierto y como viene impregnado de la mejor tierra cabrea con habilidad y Cortázar gana el cielo y desde allí se dedica por breves instantes a hacer llover tejos rectangulares de múltiples matices que rebotan sobre la rayuela y rebasan todas las casillas. Baja Cortázar de su cielo y se cambia de zapatos. Los nuevos calzados poseen la suela más ancha y, por ende, la punta resulta más apropiada para hacer trasladarse a los tejos hasta la casilla que otorga mayor gratificación.

Del lado de allá, Cortázar juega con sus gatos más queridos y les atusa los bigotes. Los felinos ronronean a placer y forman una especie de falansterio donde no existan crisis.

Del lado de acá, Cortázar se une a un grupo de funambulistas amantes de los libros de Julio Verne y con ellos se dedica a viajar y a trashumar a conciencia en busca de ningún paraíso perdido.

En otros lados, Cortázar se afana en mirar viejos documentales de la Primera Guerra Mundial y se empeña por descubrir si en alguno de ellos aparece el rostro de Guillaume Apollinaire. Mas sólo consigue recordar a Charles Baudelaire y a André Gide sin saber exactamente por qué.

Retorna a la rayuela Cortázar y paulatinamente comienza a armarla y desarmarla como si se tratase de un enorme mosaico conformado por teselas de diferentes texturas y colores recogidas en Buenos Aires o París.

Cortázar lanza su tejo más alto que las veces anteriores con una energía que se transparenta por la tensión de los músculos y la abierta expresión de palabras de uso callejero. Cierra los ojos con entusiasmo y brinca, brioso, hacia cualquiera de las casillas. Así vuelve a detectar otro modo de recorrer la rayuela y adentrarse de una manera más activa en el dédalo del juego. Abre los ojos con desmesura y se siente muy liviano y reconoce que la trama se ha vuelto un tanto oscura, pero incitante por el riesgo que implica desplazarse por ella sin orden ni concierto.

El estado de ánimo de Cortázar se torna más y más festivo. Las oleadas de buen humor vienen cual secuencias de una cinta cinematográfica. Cortázar fantasea y viaja a toda velocidad hasta su centro y lo interpreta como descenso al arcano de la rayuela: la acera de la infancia sobre cuya superficie estaba trazada con tiza la lúdica urdimbre donde se entrecruzaban cada una de las veredas de los sueños.

Cortázar se recoge, se ensimisma un poco y presiente que Julio Denis le dirá al oído jergas de la juventud, idiolectos que evocarán la apología de los graffitis murales. Cortázar se quita el jersey y escucha sonar dentro de la prenda de vestir, jaulas llenas de cuentas, que se despliegan y la voz de un locutor que ensaya sonidos guturales que imitan los campanazos del ring de boxeo y los gritos destemplados de una envejecida actriz de cine que pide su mate caliente.

El crepúsculo se anuncia con refulgencias de óxidos. Cortázar, algo cansado, se sienta en la acera, de espaldas a la rayuela. Alguien le ha dejado en el piso un plato rebosante de buñuelos. Cortázar los muerde, traga la mitad y el resto lo lanza, por encima de su hombro, hacia la rayuela que se va poblando de seres cubiertos de harina.

Peking, 12 de febrero de 2011.