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Crónica de unos eventos incógnitosCrónica de unos eventos incógnitos

La pluviosidad se dejaba arrastrar hacia la superioridad de la geografía y mi saber disentía de los placeres que la batalla de los sentidos ponía en las balanzas tendenciosas.

A continuación, un moderno mando, a disposición de los peones sin norte, se maravilló. Sobre las propias conjeturas se escribió un texto apócrifo y un ambicioso jorobado se reconoció en la excelente factura de un duplicado en la oscurana.

Yo pensé que el hecho de buscar los ambientes en los velos sería memorable por propia lógica. Pero la subsiguiente oportunidad cesó y aquietó la dubitación contra los ases de la discordia. Me encontraba en andas, comerciando cincuenta años más para finalizar una larga excursión por las difamadas rutas que me restringían entonces.

Una de mis memorias que se autopublicó se aproximó más a su laxitud. Yo aguardé a que estuviese de vuelta y le propiné varias patadas en un costado. Quedó tumbada y murió de indefensión. Mi moralidad flotó luego y con su consabido accionar fingió ser prudente para no arriesgar sino lo necesario.

Por la noche mis ojos se tornaron aullantes y les advertí que de continuar con la impertinencia los arrojaría a los vertederos de los bandidos. Ellos se defendieron con sus maneras de esbirros. Al final los ahorqué y me denuncié en los tribunales. Me concedieron barros por sentencia y debí vestir hábitos de monje que no se avenían con mi temporal locura. La oscuridad se convirtió en mi única soberbia.

Para mí, aquel fallo de los jueces revelaba su propia inconciencia y equivalía a un designio de su amortajada astucia. Mas pronto me reprendí por ser tan voluble y mandé mis divagaciones al centro de las mutaciones.

Comencé a sospechar de los rencores que me hacían vivir. Gané para mis adentros cientos de agujazos. A la par, me separé y dejé a mi mitad lúcida que decidiera por la otra mitad tonta y sin futuro. (En realidad, soñaba con una ejemplarizante gratificación: mis finanzas se habían despeñado en el pozo de los tahúres con crédito y padrinos en el Parlamento).

Pasé incontables días atado. En la indicación de mis inciertos domingos, sin misa ni parroquia, lavé mis intestinos con aceite de vitriolo. Otras villanías me aguardaban bajo la cubierta de bonanzas y retoños de chequeras.

A trompadas, prosiguieron las relaciones con las pocas solteras que todavía me visitaban. Aunque no hubo suicidios que lamentar, los alientos del malvivir supusieron nuevos agrietamientos. Hube de respirar los humos de cafeteras de pacotilla y pipas olvidadas en las letrinas.

Elucubré variadas venganzas. Mas como espectáculo no tuvieron merecimientos. En otras viciadas horas compré ángeles perversos, tumefactos de opio y balances de puterías. Los apelativos de mujeres se abalanzaron sobre mí y, de abajo a arriba, me marcaron con sus fetiches y sus vahos de perfumes robados en estaciones del metro.

Me propuse ser un hombre escurrido de los tropeles. Sin embargo, los ángeles perversos me detuvieron y con golpes de tacón me rompieron los dientes delanteros. El dolor se ausentó de mí y emigró a otro cuerpo que nunca fue el mío. Amoldé las mandíbulas a las nacientes circunstancias.

Tuve la certeza de que la victoria definitiva sería mía. Las hazañas encajaban dentro de mi alma de mercenario. La voluntad que me forjé a fuerza de ayunos y cilicios cumpliría su rol en el momento menos esperado.

Ayer encontré la cantimplora que traje conmigo en este itinerario flagrante. La escudriñé, le di vueltas y la lancé muy lejos, con desprecio matemático. En realidad era un bello objeto. Yo estaba convencido de que cuando regresase a la ciudad, a mi oficio de depredador de discotecas, una medalla de oro esperaría por mí. Ya en mis manos advertiría que su luz se semejaría a una matriz bañada por una luz de perfil en la morgue.