De lo amarillo a lo negro

Textos y pintura: Wilfredo Carrizales

I

De lo amarillo a lo negro

Amargo amanece el sol en el yermo que destella con sus cristales de azufre y sus roquedales tiznados de ocre a trechos. La cólera se asienta, malamente, bajo la espuria sombra de los cactos.

El ictérico mordisquea las pajas y sus pupilas se tornan ambarinas para seguir siendo fieles a las visiones que del viento se descuelgan.

La mordacidad avanza tras el azafrán en los días cuajados de centellas: augurio de un tiempo de movilidad y sinrazones.

Aúlla lo cobrizo en los terraplenes de la aurora. Chillan los fieles desde la casa donde amarillean los anhelos con impulsos de xantismo.

El diente de león presta sus previsiones a la carretera y la palidez se enaltece en medio de la vibración de la resolana.

Hay una heráldica en el límite del campo, cuyo oro no se puede talar debido al reglamento secreto de los orfebres.

Se despliega la mierda amarilla alrededor de los semáforos y se advierten emociones en los automovilistas que frenan para semejar que son rubios.

Un canario devora a su demonio y luego lo siente adentro rutilando con sus anillos y ajorcas como huésped de la gloria.

Del cromo al cadmio, pasando por el gualdo, un chispazo se revuelca con la intención de un éxodo más allá de las alturas.

El Mar Amarillo trueca su encierro por una bravuconada y las arenas de sus playas se humedecen con acierto en las mareas sin números.

Un sapo nos cuida en temporada lluviosa. Conocedor de su aposemática se exhibe y no vacila. El jardín relampaguea en la oscuridad.

Los ictéridos cruzan y un óxido de calidez permanece trazado en el cielo con pericia y deseo de continuidad.

Cientos de maíces ríen desde sus mazorcas colgadas en trojes. Un brillo gana adeptos para el viaje hacia el molino.

El emperador de la China se vestía de tierra y los ríos se aleonaban con el áureo fluir de las mangas de su vestimenta.

Anaranjados caen los postreros respiros de la tarde. Alguien los recoge en una caja y los vende a un marchante furtivo.

Los madroños se elevan sobre sus templos que se amarillecen para ser redondos. La pulpa trueca en albura su devoción de sabor.

Un amplio amarillo se descuajó encima del corral donde parecía no haber nada. Al instante, volaron o corrieron, moscas y abejas, arrendajos y turpiales, gallos y gallinas, gatos, perros y vacas y lo dorado les reverberaba hasta en las entrañas.

El monje budista lucía su amarillo y, aunque no conocía la flor del araguaney, se abría como ella, despojado de orgullo y entonando cánticos de mediodía.

Amarilla puede ser la ceguera y amarilla también la oscura visión. Los videntes atraen a los frutos —cotoperices, jobos, mereyes, nísperos del Japón— hacia el candil de su gula.

Espigas de trigo enfrentadas al que alardea. Se ahíjan y procuran una candidez que apetezca a los cofrades del horno en sazón.

Asentadas en los libros: fiebres en los dominios de la bilis y hojas en busca de sus limones. En las calles se oían las proclamas de las mandarinas con el dulzor pegado a unos cuantos centavos.

 

II

La noche se desmelena para proteger a sus hijos díscolos. Se ahuyentan los espías con los rabos oscuros entre las patas.

Agonía de lo umbroso como propuesta de fin de curso. Desde las umbelas los cerrajeros hacen señales de perdón y nadie los toma en cuenta.

Se deprimía con el agua hasta el cuello. La perfección la moldeaba lejos y, sin embargo, nubes de lluvia propugnaban un acoso.

Morenos, emergieron los toros del sueño. Sus astas llevaban desventura y un aroma a sangre de neófito.

El nigromante enarbolaba un sable que nunca había sido abatido. Mas la resonancia de su agujero futuro le causaba escozor y malos pensamientos.

Se sabía de la existencia de un lago umbrátil en medio de la nada. Quienes llegaron a verlo perdieron la lucidez del todo.

La lobreguez perseguía al cazador de lobos. A veces unas manchas le obnubilaban el entendimiento. A lo lejos, los lobos constelaban con sus pelambres en lucha.

Tristeza en el retrato del hombre trizado. La traducción de sus gestos acercaba al curioso hasta la insuficiencia de su vitalidad.

La pantera negra olfateaba el petróleo y rugía durante interminables episodios. Un desconocido pagaba para que la fotografiasen y jamás se maravilló por ello.

Pasan las negras y un humo se adensa en los confines de la imaginación. Quien las pasa negras anhela el retorno de la claridad a casa.

El pesimista arrolla al taciturno y ambos caen bocabajo. La ciudad experimenta una conmoción de azabache. Este misterio permanece incomprensible a pesar del rastreo de los antojos.

En las orillas del Mar Negro perecían afligidos los gatos. Pronto se habló de magias y hechicerías. Solo se supo de un eterno y lastimero lamento.

La melancolía tenía su día señalado en el almanaque del retiro. Durante el resto de las fechas la nostalgia ingresaba subrepticiamente y traía ventajas para las memorias fallidas de los residentes.

Notorios eran los guijarros adversos en el camino de regreso. La opacidad le infligía lo suyo a las almas errantes. ¿Qué pudiera llamarse quebradizo sin caer en alarma?

La tinta y la calígine, al unísono, sobre la mesa del escribano. Exención de luto y turbiedad en la mirada. El papel acaba manchado y una sospecha se propala sin control.

Lo aciago: exclusividad del aedo y su nulo ajetreo. La oveja negra bala debajo de la cama y encuentra un tráfago que abulta su vellón.

Hollín en el hoyo y un anciano con la piel dura oculta su tiña. Más adelante un vómito negro rebrota para cargar con la culpa del muerto.

Inextricablemente el dragón quemado volvió por sus fueros. Las alucinaciones fueron cosa de todos los días. Detrás de los hitos unos maderos se agrietaron y se comenzaron a sumir en sus inviernos, turbios y polutos.

Ríos negros no eran muchos. Desembocaban, foscos, en una sima que monopolizaba lo azariento. Espumas de sospecha saltaban por los aires y nada aportaban al entorno ya de por sí encapotado.

La desgracia se escondía por doquier. Lo funesto se arrimaba a su túmulo de impericia. Los apenados recurrían a las falsas toses para darse ánimos. El carbón trazaba sus líneas que conducían al matadero.

Más que gris, mulato y adverso en el fondo. La bruna calzada deprimía hasta el cansancio. Lo incomprensible se ayuntaba con lo infausto y formaban un dúo que moraba en los rincones más abiertos.

Betún para la nigromancia y un sucio que se estaciona en los intersticios de la desesperanza. El entristecido tordo voló con recursos de sombras prestadas. Su viaje de vuelta no se produjo. Su rama se quebró, apagada y mustia.

Estábamos negros y se nos ponía la mugre para derribarnos. Nada de septiembre negro ni de clandestinas maniobras ni tenebrosas acechanzas. A la negrura se la llevó el gato que más embestía. Nosotros zanjamos la tormenta y por los agujeros atisbamos una coloratura de barro.