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Crónicas efímeras

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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Crónicas efímeras

Me acosaron los fuertes vientos gélidos. Me acorralaron y me embocaron un resfriado. Moqueaba desde por la mañana cuando el primer estornudo me anunció lo que vendría a continuación: un intenso dolor de cabeza y más moco.

Todo el resto de la mañana me la pasé moqueando. Decidí almorzar comida vegetariana en un restaurante adonde acuden con frecuencia monjes del budismo tibetano. El local estaba casi lleno a las doce en punto. La mayor parte de los comensales eran mujeres, bonitas o atractivas, algunas. Sólo en una mesa había alrededor de diez y un único hombre que no paraba de tomarles fotografías. Yo continuaba moqueando y el pañito caliente que colocan sobre la mesa como servilleta ya estaba harto de que lo usara tan a menudo.

Las mujeres de la mesa con el hombre reían a carcajadas y hacían bromas. No me atrevía a girar la cabeza para mirarlas, porque moqueaba a ojos vistas. Un monje ubicado frente a mí me contemplaba y sonreía. ¿Se burlaba de mí? Lo miré con odio, estornudé y abundante moco acompañó al estornudo. Parecía que Buda nunca enfermó de catarro o no se resfrió en ninguna oportunidad. Volví a estornudar y por poco hice saltar la comida servida en los platos. El moco se tornó más fluido y goteaba con insistencia, impidiéndome comer.

Me levanté de la silla, moqueando, por supuesto. Pagué la cuenta y al pasar frente al monje, le dije: “Espero que a su Buda jamás lo agarre un constipado!”.

 

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Crónicas efímeras

En verano comienza a oscurecer a eso de las ocho y cuarto. Eran las cinco de la tarde y repentinamente cayó una oscuridad extraordinaria. Miré a través del ventanal y descubrí a una masa compacta de nubes devorando las postreras luces vespertinas.

Comenzó a soplar un fortísimo viento y en seguida se precipitó la lluvia y los gruesos goterones golpeaban malévolamente los cristales. Alguna ventana había quedado abierta y por ella se coló la lluvia propulsada por la brutal fuerza del viento.

El automóvil con el chofer me esperaba abajo. Salí al pasillo y sentí el fragor de la lluvia por todas partes. Se abrió la puerta del apartamento vecino. Emergieron cuatro lindas muchachas que querían observar la tormenta desde el enorme ventanal del pasillo. Una de las muchachas se me quedó mirando y creí que le había gustado. Avancé por el corredor y me topé con las muchachas que ya venían de vuelta. Otra vez la chica me sonrió y mi propia lluvia me mojó en lo profundo.

Eché una mirada al exterior y contemplé a la cortina de lluvia batida por las ráfagas de viento del norte. Pensé que todavía llovería durante horas, dada la magnitud de la tormenta y la oscuridad reinante. Sin embargo, decidí bajar al vestíbulo del edificio por el ascensor. Encontré en planta baja a una niña que estaba como frenética ante el espectáculo del avasallante temporal. Ella deseaba salir a recibir las gotas de lluvia y empaparse el vestido. Su madre se lo impidió y la niña, contrariada, se enfadó y comenzó a patalear.

El agua penetró al vestíbulo porque el viento abrió las pesadas hojas de la puerta de vidrio. Un pequeño arroyuelo se formó y el agua amenazaba con avanzar hasta la puerta del ascensor. Abrí mi paraguas y surgí afuera para comprobar la fiereza de la lluvia. De pronto, empezó a amainar y decidí buscar al automóvil estacionado que me esperaba. La lluvia principió a alejarse hacia el sur. Localicé al chofer. Subí al automóvil. Vi por el espejo retrovisor y descubrí a la muchacha de antes, sonriente, que estaba parada detrás, bajo la insólita lluvia, y me imaginé a sus senos toqueteados por las más audaces gotas.

Llegué al café donde esperaría a una amiga. Consulté un calendario extranjero: Noche de San Juan. ¿La intempestiva y no pronosticada lluvia tormentosa habría apagado alguna hoguera descuidada?

La noche se limpió de nubes y desaparecieron los meteoros. Me puse a emborronar un cuaderno y por una escotilla se asomó una luna, partida por la mitad, para maquillarse en el espejo de la pared e impregnarse el rostro con polvo de arroz. Lamentablemente se le pasó la mano y quedó exageradamente blanca, como destinada a un repentino casorio.

 

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Crónicas efímeras

Estaban mis niños-peces a corta distancia delante de mí. Yo no les prestaba atención y ellos se ponían cada vez más nerviosos. Miraban a uno y otro lado, tratando de disimular. Les ofrecí tres minutos con mis realidades y por toda respuesta sólo dijeron “mumuqui” o algo así. No era la primera vez que esquivaban su responsabilidad.

Al cabo de una hora transcurrida en silencio, de improviso, me les puse enfrente y les increpé. “Regrésenme al amor del sur”. Se dieron a disertar sobre la libertad, el libre albedrío y otras sutilezas semejantes. Entonces, emprendí una fuga sin dirección cierta, con el evidente propósito de desconcertarlos. Comenzaron a insultarme a grandes voces. “¡Bárbaro! ¡Escualo! ¡Animal de iniquidad! ¡Ya te morirás de celos en tu soledad! ¡El sol se pondrá para ti en el instante menos esperado!”.

Los perdí de vista. Ojalá que para siempre. Pero, en la casa de té donde fui a refugiarme, miraba con insistencia mi reloj y mucho temía que de un momento a otro marcara la hora cero.

 

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Crónicas efímeras

Sin lugar a dudas: era el bello canto de los “cejas pintadas” (Garrulax canorus canorus). Las jaulas colgaban de la cerca del complejo habitacional diplomático, “ablandaban” a las púas y las hacían menos agresivas. La mañana del sábado se manifestaba limpia, agradable y dispuesta a transcurrir con lentitud. De una jaula a la otra saltaban los cantos de los extraordinarios tordos. Los dueños de las jaulas habían comenzado a congregarse al final de la verja e iniciado una conversación acerca de los méritos de sus respectivos ejemplares de “cejas pintadas”. Me acerqué al grupo, haciéndome el distraído, para escuchar los comentarios. “Mi ‘ceja pintada’ no tiene hora fija para iniciar su canto”, afirmaba un hombre de mediana edad, de baja estatura y cabellera gris. “De repente, en la avanzada noche, se escuchan sus notas mientras dormimos. Mi mujer quiere que yo lo venda, pero le dije que tendrá que venderme a mí también junto con él”. Los circunstantes rieron a carcajadas e hicieron bromas pesadas. Otro poseedor de jaula, quien arribó montado en un mototriciclo, aseveró, ufano: “Dentro de esta jaula traje a mi favorito. Es un ejemplar único: excelente porte, sorprendente tamaño, potente garganta. Sus cejas parecen pintadas para representar el personaje femenino principal de la ópera de Peking...”. Todos acudieron a entreabrir la capucha que protegía a la jaula señalada y, después de echarle un vistazo al ave, concluyeron diciendo que sí, que efectivamente las palabras casi concordaban con el hecho emplumado. Como para que no quedaran sospechas, el “ceja pintada” empezó a trinar con insólitas tonalidades. Los concurrentes se miraron entre sí, estupefactos, y consultaron sus relojes. “Llegó la hora de ir al mercado a por las verduras”. Cada uno descolgó de prisa su jaula y se marchó sin despedirse. Únicamente permaneció en su sitio el dueño del mototriciclo. Sacó su larga pipa, le embutió un poquito de picadura de tabaco y la encendió. Dio una esmerada chupada y luego expulsó la bocanada de humo, dándose una palmada de satisfacción en el pecho. “Siempre pasa lo mismo con estos aprendices de criadores de ‘cejas pintadas’. Hablan y hablan de las virtudes de sus pájaros y en cuanto oyen al mío salen en estampida con cualquier pretexto”. Levantó su jaula del suelo y se la guindó de un dedo índice. Luego dio un paseo por los alrededores, al tiempo que balanceaba la jaula, con arte y gracia, de atrás hacia delante.

 

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Crónicas efímeras

El bochorno aturdía las mentes, pero no las almas. Sí lograba sacarnos el sudor que manaba por las axilas y corría por las piernas hasta mojar los calcetines. El estío nos constreñía a andar despacio y buscar un sitio agradable y fresco donde reposar y tomarse unas cuantas botellas de cerveza muy helada.

Caminaba esa tarde con Pedro por las vecindades del “Parque del Altar del Cielo”. Avanzábamos con el único propósito de encontrar pronto un bar adecuado, con sillas y mesas ubicadas al aire libre. De pronto, recordé que me habían invitado a un concierto de música barroca. Un violinista mejicano interpretaría piezas de Vivaldi, Bach, Haendel, Scarlatti y Telemann, en el “Bar del Barco de Piedra”, situado dentro del parque. Hacia allá nos dirigimos.

Llegamos con media hora de anticipación (el concierto comenzaría a las seis de la tarde) y aprovechamos para ponernos cómodos, tomarnos unas tres rondas de cerveza, comernos dos platillos de maníes y ojear a las preciosas mujeres de varias nacionalidades que rondaban por allí con sus pantaloncitos cortos e insinuantes. Aunque las cervezas no estaban lo suficientemente frías, amortiguaron la sed y el escozor gutural.

Los invitados al concierto éramos pocos: casi todos latinoamericanos. Pero fuera del barco también había mesas y ellas estaban ocupadas por muchachos y muchachas, tanto chinos como extranjeros. El concierto se inició quince minutos pasada la hora prevista. Después de una corta protesta nos trajeron cervezas a la temperatura ideal contra el calor específico.

El violinista principió su actuación con una magnífica pieza de Vivaldi. La “popa” del barco de piedra servía como escenario ad hoc. Detrás del violinista estaba una parte del lago, cercada con malla metálica para permitir la pesca a quien alquilase la caña con su aparejo. Más allá del barco, Vivaldi se perdía entre gritos y risas de los niños y adultos que observaban a los pescadores y que aplaudían cuando picaba algún pez.

El concierto continuó con composiciones de Scarlatti y Haendel. Mi oído y mi ojo izquierdos prestaban atención a la ejecución del violinista; mi oído y mi ojo derechos captaban lo que sucedía en la orilla del lago. Así pude descubrir que cuando el concertista interpretaba una pieza magistral, por ejemplo de Telemann o Bach, un europeo alto que pescaba con una larguísima caña, tensaba su cuerpo y en el momento de mayor tono interpretativo del violinista, halaba con firmeza el anzuelo y ensartaba a un gran pez dorado que terminaba dentro de una bolsa de plástico.

Nunca antes había contemplado tal muestra de excelso y combinado arte barroco: música y pesca con caña en un lago deshaciéndose en oros y soles con escamas.