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El emisario de Charlie Chan

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

El emisario de Charlie Chan

En cuanto lo vi trepado al vehículo supe de inmediato que era el emisario que había enviado Charlie Chan. Lo abordé y obvié las presentaciones. “¿Cómo está el eminentísimo señor Charlie Chan? ¿Todavía trabaja en Honolulú?”. Al sentirse interpelado, el joven comisionado no pudo evitar que una mancha negra de vergüenza casi le cubriera la mitad de la cara. Tosió algo azorado, inclinó más el cuerpo y permaneció en silencio unos largos segundos. Mientras tanto yo me dediqué a limpiarme las uñas y a atisbar alrededor por si se acercaba alguien. El emisario siseó de improviso y abrió los ojos con desmesura. Comenzó a hablar y las primeras palabras que dijo fue: “Sólo escuche. No haga preguntas”. Asentí con un ligero movimiento de la cabeza y él no me prestó atención y continuó mirando hacia adelante. Luego su pensamiento empezó a desparramarse en un sorprendente y dinámico discurso. “El eminentísimo señor Charlie Chan ahora está en Hong Kong haciendo una investigación acerca de un homicidio de un rico comerciante estadounidense de origen chino. Al principio parecía un simple asesinato por motivos pasionales, pero el eminentísimo señor Charlie Chan fue halando con persistencia el hilo de la madeja y principiaron a salir puntos oscuros, retorcimientos y una trama harto misteriosa. Aquello —dedujo él— era la punta de un asunto más complicado y escabroso, donde estaban implicados conocidos políticos hongkoneses y jefes de la policía y con ramificaciones hacia la delincuencia organizada de Peking y Shanghai. Por eso el eminentísimo señor Charlie Chan me pidió que me trasladase hasta aquí, apresara a un gamberro apodado “Brazo de hierro” y lo obligara a confesar quién había liquidado al comerciante... Yo no ignoraba que el eminentísimo señor Charlie Chan le había informado a usted de mi llegada, mas yo pensaba eludirlo a usted, hacer mi trabajo lo más rápido y mejor posible y regresar de inmediato a Hong Kong con la información precisa —y preciosa—, entregársela al eminentísimo señor Charlie Chan e involucrarme sin demora en la resolución final del caso... Pero usted es digno alumno del eminentísimo señor Charlie Chan y se me anticipó y llegó hasta donde me encuentro a la espera de darle el zarpazo al fierro que abraza...”. Yo intenté alegar algo, pero él me lo impidió. Eructó sonoramente y prosiguió, de esta guisa: “A usted, a partir de este momento, no le queda más remedio que aguardar sin saber si valdrá la pena la espera y oír el resto de lo que tengo que expresar, pero en clave, para que me demuestre a mí si es capaz de intuir lo que sucederá en breve... Habrá una emergencia, la cual nos lanzará a través de las ondas hertzianas y nos obligará, a ambos, a emigrar hasta la negación del dolor humano, y de allí obtendremos nuestro emolumento con suficiente emotividad como para volcar cualquier duda especulativa sobre la insania humana. Seremos hijos de la invención, de la hechura torcida del destino y ningún proyecto, por ingenioso o prevaleciente que sea, saldrá victorioso. Nos toca crecer semejantes a los segmentos abultados de los besugos y nuestros diálogos devendrán en cotorreos y no aportarán nada, ni una pizca de sabiduría al proceder humano. Los asesinos pueden sobresalir con sus brillantes talentos y por más Charlie Chan que haya el gallo sangriento continuará cantando en la pantalla y la más grande decepción se apoderará de usted para recordarle que su soberbia y su orgullo no son más que evacuativos para las noches del desconsuelo. El enardecimiento le está permitido porque usted se cree más perspicaz de lo que aparenta, pero si yo lo confronto con el criminal que pronto caerá en mis manos, usted se desmoronará como los coágulos de la leche de yegua y luego querrá coaccionarme para que yo no divulgue su vergonzosa naturaleza. Cuando dé con su cuerpo en tierra, yo iniciaré una bravata para expulsar sus gases abreviados, sus estúpidas elucubraciones de sabueso de utilería. Con el diablo en su cuerpo se le caerá el edificio que con artimañas levantó para figurar en el altar de los investigadores de fama. ¡Qué escarnio! ¿Usted junto al eminentísimo señor Charlie Chan, al lado de Perry Mason, compartiendo espacio con Sherlock Holmes o Hércules Poirot? ¡Ria! Rece y rezuma que los homenajes serán para mí por todos los años al servicio del eminentísimo señor Charlie Chan y por todas las veces que lo empujé para que las balas o los cuchillos no penetrasen su tosca humanidad. Seriamente expongo ante usted el catálogo de la criminología para que sufra de envidia y eche la bilis al fregadero de una vez por todas. Esto que le muestro aquí no es cuestión batallona, sino su propia fealdad para hacer trampas y salir indemne. Usted lleva su presidio a cuestas y dondequiera que vaya la infamia será su sombra y los asesinados le acusarán con sus dedos recios y le reclamarán su falta de probidad y su carencia de coraje para llevar a feliz término las averiguaciones pertinentes. Usted es el destinatario de las cartas mortuorias, de las esquelas que se reciclan en la morgue. La complicidad deviene en un conjuro y el reclamo de los jueces sucederá delante de sus ojos y no trate de rogarle a la Providencia: su destino está señalado por usted mismo. Su cobardía ha provocado innumerables perjuicios. Usted es un proxeneta y le desafío a que lo niegue. De manera proverbial usted se oculta y teje su red para medrar a la sombra del crimen. Yo no pienso decirle nada de lo que sé acerca de usted al eminentísimo señor Charlie Chan. Cuando usted aparezca en un oscuro callejón con un puñal clavado entre las costillas o flotando desnudo en un canal o colgando de una viga de una habitación de pensión de cuarta categoría, yo acudiré en compañía del eminentísimo señor Charlie Chan a hacer las averiguaciones de rigor y yo no aportaré ningún dato para que su muerte quede siempre en el más total misterio, aunque eso constituya un desprestigio para la fama del eminentísimo señor Charlie Chan, pero tal vez ese incidente sirva para que él se retire a descansar de una vez por todas y me deje el lugar para yo poder figurar y deslumbrar como es debido y pueda ir a los cabarets de Honolulú con el pretexto de interrogar a las coristas y así sonsacarles secretos que me puedan permitir luego llevarlas a la cama, porque yo no me explico cuál es o fue la razón para que el eminentísimo señor Charlie Chan nunca tuviese ningún atisbo de lascivia y se comportase como un caballero inglés de teatro y en ningún momento requiriese los favores sexuales de las bellas damas que aparecían en sus películas y eso me incomodaba sobremanera, mas yo lo sabía disimular y anhelaba aprender mucho del eminentísimo señor Charlie Chan para que mi prontuario investigativo fuese aun más voluminoso que el de él y yo pudiese también algún día aparecer en el cine y en la televisión y mis amigos y parientes tendrían suficientes motivos para sentirse orgullosos de mí. Empero nada de lo últimamente narrado puede ser tomado como disquisiciones de un soñador, porque yo tengo los pies muy bien puestos sobre la tierra y llegado el momento de mandar a alguien bajo los lodos, pues no me temblaría para nada el pulso y le daría un tiro por la espalda para no tener que recordar para siempre su cara de horror y cuando me preguntasen por qué le había disparado, diría que el fulano se quiso escapar y tuve que detenerlo con una bala debido a que no tenía otra cosa mejor a mano. Como verá yo soy un amable componedor entre el asesino y su víctima y el eminentísimo señor Charlie Chan no imaginaría jamás que la conjura, el complot, la maquinación... están tan cerca de él que no logra percibirlas, acaso debido a su longeva edad actual que le ha obnubilado un tanto el tino y ya no le crujen los dientes como antaño cuando estaba frente al asesino agazapado y lo sacaba sin fuerza y sin violencia de su madriguera y lo ponía a confesar su delito y lo... ¡Ajá! Por ahí viene ya “Brazo de hierro”, a la hora convenida. No sabe lo que le espera...”. Y sin darme tiempo a reaccionar como es debido, el emisario del eminentísimo señor Charlie Chan encendió sus patines de línea y salió despedido de encima del vehículo. Se dirigió velozmente hacia donde caminaba lerdo “Brazo de hierro”, lo agarró por el cuello de su chaqueta de obrero ferroviario y se lo llevó en andas, mientras las nubes que yo había estado observando todo el tiempo que duró la perorata del emisario, se cansaron de estar congregadas y se disolvieron en un tris.

El emisario de Charlie Chan