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Textos entrometidos

Textos e ilustraciones: Wilfredo Carrizales

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Textos entrometidos

De nuevo el carnaval se alejó con pocas excepciones y pintó las paredes de amazónicos colores. Los efectos que produjo vibraron sobre las superficies de las caretas y alcanzaron una textura coartada a través de la cual se desplazaron innumerables polaridades.

El más importante motivo del carnaval vino arrastrado por las mujeres de potentes vidas, pero con escasa poesía y casi nula sexualidad. En un alto grado de complejidad, las diosas se emparentaron con los demonios y les birlaron a los pájaros de fuego su luz hierática, la contraparte mandibular y el sol que habían domesticado para que defecara lava por ellos.

 

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Textos entrometidos

La mujer grita, abre los brazos, suelta el candado que la aprisiona. La oscuridad se levanta y no es precisamente claridad lo que aparece.

La cabeza de la mujer contiene materiales que van del gris al ocre más deprimente. Su caja de dientes atrapa a los virus que la empequeñecen. Algo del mundo orbital se adhiere a su lengua para cooperar en los insultos.

A pesar de las apariencias no es sesgada la visión de la mujer. Aunque un poco ladeada, no deja por ello de calibrar el correcto sentido de la confesión de la noche.

Esa mujer pretende erigirse en el hado que dé beligerancia a la estatura de los bastones.

 

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Textos entrometidos

El loco escarabajo de turquesa traga la calma y sus inexistentes alas se inflaman sin privación. Aguarda a los niños para pasearlos en bicicleta por los bosques, antes de devorarlos bajo la hojarasca.

Las piernas del escarabajo parecen de atleta famélico y olvidado por los gobiernos. En medio de su falta de cordura corre tras las damas al suponerlas inocentes avecillas.

La voz del escarabajo imita a la de las grotescas figuras que se forman debajo de la boñiga de los establos. En los rincones él se imagina que es un Jesús recién nacido y llora cuando comprueba que lo odian las mariposas.

Para el escarabajo no hay noche ni día: sólo un interminable periplo a lo ancho del cual va pintando sendas y misterios y el poder de las estancias.

 

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Textos entrometidos

Cierto puntillista desechaba a los años impares por parecerles faltos de virilidad. Sin embargo, se aprovechaba de ellos para su conveniencia al momento de trazar puntos y rayas en la ortografía de su vida que se elongaba.

Él cometía irregularidades cuando intentaba ser sofisticado. Por mucho que se arreglara la corbata, ésta se le deslizaba por el cuello aceitoso, sucursal de la pringue.

La rotura de su perfil ocurría con frecuencia y se debía a la manera oblicua que tenía de mirar u observar. Dentro de sí componía paisajes de ardua supervivencia: un charco aledaño a una escalera, huérfano de ascenso.

Se golpeaba duro la calva cabeza contra el techo y su rala barba —eufemismo por quíntuples alargados pelos— pujaba por precipitarse al piso.

Instaló en su estaca el puntillista un espejo con la idea de atrapar luceros. Capturó a uno que por omisión torció el rumbo en la ascendencia. Ya dentro del espejo el lucero comenzó a decaer y la mente del puntillista detuvo su especulación.

 

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Textos entrometidos

Elucidar a qué animal pertenecían aquellos ojos protuberantes se convirtió en el más acuciante problema a resolver en los inmediatos días.

Hubo temerarios quienes afirmaron, sin pruebas, que esos ojos eran los de un pulpo atrapado en la bahía por miles de diminutas medusas y que no se le veían los tentáculos por encontrarse sumergidos en un fondo inverosímil.

Otros, los más, aseveraron que los ojos correspondían a un todavía no clasificado animal marino que los tenía de esa forma para espiar, a modo de periscopio, sin necesidad de emerger a la superficie.

Sólo el hombre de rostro satisfecho sabía que los pretendidos ojos formaban parte de un placentero tronco provisto de una carne que era toda delicia cuando se la penetraba por una ranura inferior que expulsaba un fluido que remediaba cualquier mal y aligeraba al cuerpo de su pesadez y sus angustias.

 

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Textos entrometidos

Allí, su autorretrato, único, imparcial, del tamaño de su fama. Allí, sus arbustos de hojas gigantáceas que captaban más luz de la que podían asimilar y cuya clorofila se ubicaba en los bordes. Allí, su globo con cara de mandarín chino que ni subía ni bajaba por encontrarse en total incertidumbre.

Contra todo pronóstico, las líneas de su rostro se prolongaban en el vacío y oscilaban entre dos magnitudes diferenciadas. Sin embargo, un círculo rudimentario abría el ámbito para albergar sus historias.

¿Acaso en las cercanías no se escuchaban los cánticos de los botones que enrojecían y daban el veraz significado al lenguaje de los crepúsculos?

Merecidamente se desparramaron los años con la remoción de los cimientos. Mas el corazón de la simpleza continuó latiendo porque la sangre refrescaba el ambiente.

 

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Textos entrometidos

Los amantes en la noche buscada se interesan por la hechura del universo. Hay una cualidad exótica en la escogencia del momento para aparearse. Una luz púrpura estalla al interior de las neuronas. Los ojos se abren con el esplendor de sus pestañas y flotan como vulvas en la alta subjetividad del espasmo.

El amor bajo aquella condición rompe la superficie de los elementos y crea un proceso que se desenvuelve tras los gases y los anuncios del agua o su vapor.

Una y otra vez gotea la materia pegajosa que usa sus símbolos para preñar al silencio. Entre una tensión de vida y una pulsión de muerte la pareja fornicaria compone a una criatura para las posiciones coitales del estío.

A diferencia de otras texturas, la del amor puede contribuir a enganchar los salientes de la carne.

 

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Textos entrometidos

Un par de tetas se esmera en hacer crecer una flor pretendidamente mística. Ellas le trasvasan su savia y la flor se acalora y no desdice de la euforia que la aconseja.

Toma nota de todo un lápiz que siente la obligación del secretario. Las tetas lo miran con odio; el lápiz simula un desvarío. Luego, él respalda su registro con detalles minuciosos, esquemas y simplificados diagramas.

Como el orden ha sido alterado, su agente acude presuroso y sólo le da tiempo a calzarse unas botas militares que pertenecieron a su abuelo. El agente se detiene frente al lápiz y lo increpa sustentado en sus piernas flacas y desnudas. El lápiz intenta escribir una disculpa y de inmediato la borra y principia otra y se atasca... Las botas lo empujan hasta el margen del cuaderno y los ojos de las tetas lo siguen en su caída y cuando alcanza la sima, las tetas se desinflan.

 

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Textos entrometidos

La maravillosa cualidad poética de aquella cabeza de niña llegaba hasta el extremo de lo sublime. Su aguda vista era flecha que se curvaba por las corrientes de perspicacia provenientes del ático. (También se doblaban, aunque ella no lo sabía, las botellas ocultas y las tapas que las protegían. La oscuridad hacía rodar unas bolas negras, pero las botellas permanecían indemnes).

La cabellera que adornaba la tal cabeza se distinguía por un tinte de cieno y mientras archivaba resortes, descendía con particular enredo hasta el vacío de su existencia.

Se liberaba la cabeza de sus males torciendo insistentemente la boca. Las aletas de la nariz buscaban, con desespero, la forma de nalgas virtuosas. En el esfuerzo temblaba un irreconocible símbolo.

El sino de la cabeza fue la refutación más absoluta de la creencia que defendía el parto de las ideas en el aire tibio de las mañanas.

 

10

Textos entrometidos

El legatario de la muerte avanzaba alegre por una vereda. Usaba sombrero de copa y corbata a cuadros, según moda de la época. Mientras caminaba, el legatario balanceaba rítmicamente los brazos para enfatizar su aire risueño y despreocupado. Era su día de descanso y pensaba aprovecharlo al máximo. En las últimas semanas tuvo trabajo de sobra: suicidas, guerras, accidentes... No quería pensar en nada de eso ahora.

La vereda por donde paseaba estaba empedrada y ello le aumentó la exultación. De pequeño siempre sintió afición por las piedras y en su casa poseía una colección de ellas. Por poco se puso a silbar, pero recordó a tiempo que no sabía hacerlo y un rubor apareció en sus ajadas mejillas. Le dio más importancia a la alegría que lo embargaba. ¡Ah, la vida!

Al llegar a una curva de la vereda escuchó el trino de un pájaro conocido. Giró la cabeza y lo vio posado en una rama baja. “¿Tú, aquí?”, le preguntó y sin esperar respuesta se le acercó y lo abrazó hasta que las lágrimas se le saltaron y le mojaron la corbata.