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Ilustración: dibujo de Zhou QiongEpilepsiales

Ilustración: dibujo de Zhou Qiong

Un hombre se introduce en la cabellera de otro y asalta sus preclaras ideas antes de que se evaporen. En las tribunas, el hombre saqueador deslumbra con su verbo y la justeza de los adjetivos. Él se proclama “La fe que se atestigua”. Los oyentes se arrebatan las vestimentas y ponen en duda cualquier otra doctrina. El hombre mira hacia la lejanía y allá encuentra la sinrazón de su vida: el espejismo que se dora dentro de su elocuencia.

La impudicia viaja en lo imputrescible. El invitado invisible arrincona a sus anfitriones y les regala unas cucharas marchitas. Con gran aparato los minimalistas ganan las calles y se ramifican. Al rallar al rayo estropean la dignidad del rigor de la profesión.

Libre, fácil y ligera la tinta se ocultó y tropezó en su truculencia. La vergüenza se precavió y restó secreciones a los periodistas que conspiraban. Terriblemente terrícolas otros cronistas se engrandecieron con el pillaje y las campañas que organizaban en los garitos.

Lo turbio está más cerca del pudor que de la saña. Los santos se santiguan y taponan sus heridas morales con borra. Los debutantes eslabonan los escándalos para luego gesticular cuando las hidalguías ya sean legajos en las gavetas de los escribas. A la perfección los reglamentos se reservan al menor de la mesnada.

Rizófagos iban al rescoldo de las zarzas. Pretendían suavizar los taludes con penitencias e insinuaciones. La insolación se aglomeraba en los flancos desgastados, pero las jaquecas sobrepasaron la incomprensión de las caletas.

Hambres de los concilios que escamotean las mejoranas. Quienes meditan obturan la probabilidad de sosegarse sin tregua. Los vencidos por las veleidades trepan y encuentran su vida animal al comienzo de los zanjones.

Los semánticos se retiran a sangrar por sus enojos. Resucitan en medio de la pulcritud de los párvulos y la abstinencia de los neófitos. Se mustian los bordes de los cerebelos porque las teorías se engrescan y no enjuagan los chirridos de la soberbia.

En el juego de los axiomas los comulgantes decepcionan por la ecuanimidad de sus elipsis. Fracturan los hiatos con mordiscos que carecen de contundencia. Vueltos hacia sus mitos, los comulgantes pierden el oropel difícilmente obtenido en las percusiones de los conventos.

De modo poco probable, la sensualidad de los tuertos no encaja en los patrones normalmente aceptados. Ellos se vinculan a otros subterfugios de los semáforos durante los periodos en que más remisos se tornan. Los tuertos se construyen su fango y en el rezago acuático que los pasma acumulan los almidones para sus camisas.

Ruda fue la planta y rudimentaria su ruina. La puerca redoblaba su pugnacidad debido a lo soterrado de su subasta. Un conjunto de verrugas se dispuso a señalar la repugnancia que las mortificaba. De plano, apareció un palimpsesto y muchos bienes movientes encontraron su reacomodo.

Hasta el tuétano prosiguió el viraje del reflujo. La podredumbre le incumbía al más empecinado de los huesos. Con su sínfisis el pubis bailaba con gran tiento y murmuraba acerca de la santidad que arrastraba consigo los días de luto.

La mujer trababa el huso y las horas no se enhebraban. Su correspondiente desperdicio entrañaba un féretro que se intuía bajo las mantas. Al compás de la velocidad verdadera los intervalos socorrieron a la madeja del azar. Intempestivamente se agotó la licencia y el pabilo alborotó la paciencia de los relojes en su desventura.

Profesan los pacatos una reverencia al reumatismo que los conduce a una sublimación de las otras dolencias. Bajo cualquier subterfugio los tiznados por las refriegas se veneran mutuamente para no perder la esencia de la vida. Los viudos juegan a las audacias colgados de pezones quinceañeros. La baba se entromete en los pliegues del deseo.

Los espíritus debieron ser deshollinados para el lucimiento en los combates filosofales. Los hurtos de apotegmas ocurrían, precisamente, en los mingitorios. Entre una minucia y otra aumentaba la ostentación que colmaba los escenarios de las penitenciarías. Los reos se pellizcaban en la creencia de que así disminuían las sentencias.

Se agitan los chiflados al paso de los trenes. Como lombrices se contorsionan en el piso. Discuten, sin interrupción, acerca de los grifos de las palabras y sus cauces que nunca se atascan, ni nunca se ajuician. Las locuras trasiegan de cerebro a cerebro y se convierten en carburantes para la explosión, a desnivel, de los sentidos.

Los evangelistas inventaron los guiños para quedar bien con la exaltación de las hostias. Formalizaron ellos los humores que en sus jerigonzas les servían de martinetes y en sus percances, de refocilos. Lo separativo fue una sanguijuela de colores sapienciales. La talladura de las sotanas pinchaba por las puntas y al sentirse múrida optaba por un quehacer de cofradía y órgano sin munición.

Con minuciosidad los estúpidos coparon los recintos de los patos, la audiencia de las cagadas. Las escopetas sellaban pactos de lozanía y luego fallaban todos los tiros. Las plumas subían en remolino. Se perdían las afinidades con almohadas y vacilantes sueños. Otras provincias recibieron, anacrónicamente, pollos anodinos que, entre cuac cuac y cuac cuac, ponían huevos morados para los futuros convites.

A una cuadra de distancia del cuaderno al crucigrama la arquitectura de mi egoísmo se suple de abundancias. No pienso en tiempos de no retorno. Corro con mis escrituras al cincho y llamo hermano a quien me investiga y sale invicto. En un lenocinio el detective encontró mis documentos de identidad y las gafas que los acompañaban reflejaban una manía propiciatoria.

Todos los hombres quieren sujetarse mal a la mortaja. Pretenden pasar como momias y ahuyentar los males con carbonatos y oraciones. La nasalidad los delata. De un modo poco natural, barruntan sus ñoñerías, pero las orlas son tan evidentes que perpetúan el réquiem. Los resentidos deben volver a la vida y repudiar el aprendizaje que soterrados aceptaron.

De las vísceras sólo se salva la morcilla y su montaraz gusto. Si se la come en la península la pena es siempre menor. La oscura tripa se reblandece y rabia en su actuación. Perfecciona al perejil cuando se lo tropieza en sus esquinas. Gana plusvalía, realeza y obediencia. Como recuerdo del cochino la morcilla redobla su afición.

Que ha perdido los dientes el epiléptico en un combate desigual contra los facciosos. Con cuchillo curvo se defendió, pero los golpes directos fueron más certeros. Los dientes convulsionaron durante días hasta que el colegio de odontólogos lo consideró improcedente. A pasitrote los dientes emigraron a un osario y desde entonces, allí ríen dentro de las mandíbulas de la mejor de las calaveras.

La herencia de los herejes comienza al recogerse la noche. Naturalmente se van acumulando ponzoñas y remiendos, teofanías de orilla y untuosidades que se calzan. La herejía, entonces, se ciñe a los desangres e incorpora manuales apropiados para su abuso. Es imposible que se pueda emanar una corriente adversa: la laxitud vuelve a los corazones un libelo de fácil fractura.

Se contraen los ministros frente a las pupilas o, ¿se nimban sus cabellos al son de las morisquetas? En todo caso, la lujuria acosa a tan altos dignatarios y les hace incomprensible el caminar. Los ilusionistas suelen envidiarlos; los gesticulantes tratan de atraérselos; los bufones los consideran una versión desmejorada de su especie. Los ministros incuban melopeyas y se marchan nostálgicos tras sus fracasos.

El gremio de los pordioseros castiga con eficacia a las carteras bien provistas de las señoronas del “Club contra la Pobreza”. La pobreza, democráticamente, se esparce a sus anchas por los larguísimos territorios de las tonalidades no deseadas. El dinero menudo se fragmenta en limosnas que ungen a las almas acariciadas por los Papas. Los banqueros se disfrazan de mendigos y multiplican los billetes que los liberarán de su condición.

Hablan los Presidentes y la heroicidad surge a borbotones como herrumbre para las migrañas. En los coloquios con los espejos los Primeros Mandatarios se electrizan para mejor gobernar y sus lenguas feraces producen nueces entre la plebe que aplaude y muestra gratitud. Las patrias agradecidas halan las puntas de sus fracs y obligan a los Presidentes a vaciarse en bronce y a subastar sus epónimos entre plazas, orfelinatos o manicomios.

Sienten pena los generales porque no pueden ir a la guerra y en su lugar van soldaditos de pluma, muy ligeros para volar de inmediato con la muerte. Los generales lloran a escondidas la pérdida de sus medallas ganadas en batallas de contrabando. Destruyen ciudades y aniquilan a los niños y a sus canarios en flor y luego, los generales regresan felices a bañarse en sus casas, mientras el agua les canturrea las proezas de su estirpe.

Al hambre los mercaderes la domestican, la alimentan bien y la ponen a su servicio. Cada día la sacan a pasear con su antifaz de perro feroz. La azuzan contra las multitudes que meten las manos dentro de las cestas de pan. Los mercaderes y el hambre se carcajean a la misma medida y elaboran planes para hacer de los pobres productos rentables.

Los fiscales gustan de las majaderías a la hora de las acusaciones. Absuelven al necio cuando esgrime verdades evidentes o al asesino, cuando demuestra que el arma homicida no era suya, sino prestada. Físicamente hablando, los fiscales están más cerca de los dioses diplomados que de los funcionarios sacrificantes.

Nunca los médicos han matado a la muerte: sería como matarse a sí mismos. Siendo ellos inmortales necesitan de la vida del resto de los mortales, a quienes se la arrebatan por pedacitos sirviéndose de escalpelos de exorbitantes facturas. La muerte opera con mucha anestesia y vestida de luto. La mala praxis médica no se encuentra en sus manuales: ha sido tachada. Es necesario retomar el buen consejo de Francisco de Quevedo y casar a las hijas con los prósperos y eternos galenos.

Los escritores se exhiben para sentirse peculiares. Se desnudan con sus atuendos, sus poses y su divismo. Como pecan de ecumenismo ignoran si el ecuador terrestre está habitado por obispos perpendiculares. Los escritores, mientras más famosos, más gravitan sobre los invernáculos y dejan caer grandes moldes para que les depositen las lisonjas.

A los jueces las requisitorias les llegan en saleros. Comienzan a desgrasarse mientras se dedican a la plácida lectura de los despachos. De manera extralegal, ejecutan un histrionismo con la ayuda de martillos de fragua y producen máscaras que les convienen a los futuros reos en fuga. Los jueces disfrutan con el nepotismo y hasta sus suegras se meten de cabeza en los legajos jurídicos y emergen sabihondas y leguleyas. En las cárceles, los presos entonan cancioncillas para desearles larga vida a los jueces ímprobos.

Enviciados, los envidiosos (yo, entre ellos) se envuelven en su enzima corrosiva y las epidermis se les van enturbiando y se entrometen en los éxitos ajenos para enajenarse las entrañas y se entristecen cuando miran pasar a los triunfadores en sus carros de luces y se envilecen porque se saben inferiores y entredientes murmuran que la Fortuna se equivocó y encanecen como enanos de circo de tercera y ensombrecen cuanto tocan y siempre salen escarnecidos y deben eructar y sienten escalofríos y caminan erráticos y al final caen al suelo y fenecen escleróticos y espurios y llenos de huecos como una espumadera.