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Esbozos fáunicos

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Esboos fáunicos

El mandril descendió del árbol con la cara manchada por la pulpa de los frutos que estuvo devorando. Se sentó en la llanura y olisqueó al viento. Arrancó un tallo largo de paja y comenzó a masticarlo. El deleite que sentía lo inducía a abrir y cerrar los ojos. Saboreó la brisa que doblaba ligeramente el pajonal. Se echó a tierra y aguardó.

No tardó en aparecer una manada de gacelas. Los machos venían delante y movían las orejas con inquietud. Los seguían las hembras y sus críos, recelosos, pero no lo suficiente. Repentinamente, el pajonal creció de improviso, con violencia y ferocidad. Se elevó una nube de polvo. Cuando se disipó, allí estaba nuestro mandril, desollando a una pequeña gacela con los colmillos. Le abrió el vientre y haló las vísceras. Las llevó a la boca y las fue deglutiendo, trocito a trocito, con pasmosa satisfacción.

A corta distancia las gacelas contemplaron la escena, se miraron entre sí y no lograron sacar nada en claro. Ahíto, el mandril permaneció sentado en medio de la llanura hasta que el ocaso contorneó su grotesca, pero altiva, figura.

 

2

La boa reptaba, desorientada, por el césped del jardín. Se detenía, a intervalos, se enroscaba y elevaba la cabeza. Miraba hacia todos los rincones, mientras su lengua salía y entraba con un leve chasquido. Transcurría el tiempo y la boa mostraba signos de cansancio. Ya había recorrido varias veces el área del jardín y no había encontrado lo que buscaba.

Estaba a punto de rendirse y ponerse a dormir, cuando desde un ángulo poco iluminado de un parterre salió un silbido. La boa zigzagueó hasta allá con impaciencia. Su dueña la esperaba desnuda, echada encima de unos helechos. La boa se enroscó en una de las piernas de la mujer y fue subiendo por su cuerpo, lenta, muy parsimoniosamente. Al final su lengua bífida se encontró con la lengua rosada y tersa de su dueña. Ambas cerraron los ojos y las dos lenguas se encogieron y se arrollaron. Así las descubrió el jardinero a la mañana siguiente y todavía jadeaban y se contorsionaban.

 

3

Esboos fáunicos

La tarde caía con una monotonía azul y desleída. El gato negro aprovechó la ocasión para tomar una siesta. El ruido de un pequeño cuerpo al caer lo despertó. Frente a sí se encontraba un extraño animal que nunca antes había visto. Tenía el cuerpo alargado y su cabeza era calva y carecía de ojos. Sólo poseía una ligera abertura vertical en lo alto de la cabeza que parecía la boca. El extremo del animal remataba en dos formaciones esféricas, donde se manifestaba abundante vellosidad. El gato le dio un zarpazo al pretendido gusano y éste primero se contrajo y luego se irguió. El gato se puso en guardia, enseñó los dientes y escupió. El gusano soltó un chorro blanco que bañó por completo al felino. Cuando el gato quiso reaccionar y destrozar con sus uñas al gusano, contempló atónito cómo el animal se contraía y se ocultaba en su bolsa de piel arrugada y resistente a los ataques.

 

4

Los cerdos y las cerdas se citaron una noche en lo alto de una colina. La luna languidecía en medio de su dolorosa menstruación. El aire emanaba un tufo de verriondez.

Los cerdos y las cerdas se dedicaron a contar las estrellas y a pedirles que se cumplieran sus deseos. Al rato todos hozaban bajo las raíces de los pinos y devoraban las trufas con avidez y calculada gula.

El alba sorprendió a las parejas porcinas en un concierto de gruñidos que otorgaba las más salaces satisfacciones.

 

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Esboos fáunicos

Hay un tazón de arroz cocido sobre una mesa nada original. Un caballo de mala estampa pasa frente a la puerta abierta de la cocina. Se detiene y retrocede. Introduce con sumo cuidado su cabeza a través del vano de la puerta. Atisba hacia uno y otro lado. Luego ríe y muestra unos extravagantes dientes.

El caballo se acerca a la mesa sin hacer ruido. No cesa de mirar hacia atrás. Ya frente al tazón de arroz baja la cabeza y aspira profundamente el grato aroma de los granos recién cocidos. Abre su boca el equino, pero no logra tomar bocado. Se desespera y vuelca el tazón. Lo gana el nerviosismo y trata de darle la vuelta al tazón con la lengua. El tazón resbala y cae al piso y se parte en varios pedazos. Los granos de arroz quedan desperdigados y el caballo siente una agobiante tristeza. Se marcha con la cara más larga aún, compungido y avergonzado. Alguien que lo vio salir de la cocina aseguró que hacía rumbo al lugar de una tragedia.

 

6

En la casa de un amigo había un perro al cual llamaban Roberto. La hermana del amigo, quien era la dueña del can, estaba enamorada de un tipo que llevaba el mismo nombre del animal. Simple casualidad. El perro y el novio llegaron casi simultáneamente a la vida de ella. Primero vino el perro. Poco tiempo después apareció el fulano. Ella los amaba a los dos por igual. Aunque entre un Roberto y otro no existía ninguna relación, se toleraban o se ignoraban mutuamente. Cada Roberto sabía que lo que ella le daba a uno, con seguridad el otro también lo recibía. Así, los dos Robertos pasaban la vida.

A veces uno de los Robertos lloraba sin causa y su tocayo, de inmediato, aullaba. Otras veces Roberto movía la cola y su contraparte sonreía de oreja a oreja.

Ella y los dos Robertos solían pasear con frecuencia. Cada uno la flanqueaba y por turnos le dedicaba su atención. A la hora de comer se sentaban sobre el prado y se llevaban la misma comida a la boca. Cuando sentían ganas de orinar se dirigían los Robertos hasta detrás de un árbol. La misma intensidad de los chorros le impedía saber a ella a quién pertenecía cada cual.

Los vecinos de ella ya se habían habituado a ver a los dos Robertos en la casa. Uno se sentaba en la acera con una pierna cruzada sobre la otra y de vez en cuando movía las orejas para espantarse las moscas. El otro tomaba asiento en el poyo de la ventana y le mostraba los dientes a los curiosos.

 

7

Esboos fáunicos

El enorme pastor alemán estaba echado en el patio. La luz de la luna le bañaba medio cuerpo. Una sombra emergió con una linterna y alumbró al perro. Las pupilas del animal brillaron con un rojo intenso y criminal. Ladró con paralizante ferocidad. Se paró y con veloz carrera atacó a la sombra. Ésta lanzó un grito de terror y pánico. En la huida la linterna salió despedida por los aires. El perro ya casi iba a clavar sus dientes sobre la sombra en fuga. A escasos centímetros de su presa el perro saltó, pero una larga cadena lo contuvo y le hizo dar una voltereta en el vacío. Cayó el animal al suelo, desnucado. La linterna continuó iluminándole los ojos brotados y las fauces llenas de filosos puñales mojados por la rabia y la frustración.

 

8

El mono miró a través de la ventana y descubrió a la mujer regordeta que dormía plácidamente tumbada. de lado. Su voluminoso trasero estaba expuesto con todo el brillo albo de la desnudez sin pudor. El mono rasguñó el cristal tratando de penetrar a la habitación.. Desesperado, se masturbó repetidas veces. Agotado, se recostó de la ventana y ésta cedió con la presión y se medio abrió. El mono, sin pérdida de tiempo, ingresó al cuarto y de un salto se subió a la cama. Se acercó con cuidado hasta las nalgas de la dama y contempló por un momento la rajadura que las dividía para exaltarlas. El mono se frotó las manos y se rió con los dientes apretados. Comenzó a toquetear la ranura y de pronto de adentro salió expulsado un viento. El mono por poco se muere del susto. La dama no se despertó y elevó algo más la grupa. El mono vio la hendedura en todo su esplendor y metió sus dedos con audacia. Los sacó y olió. El aroma levemente le recordaba el perfume vulvar de su difunta mona. El simio lloró sobre las nalgas de la mujer y se prometió venir cada noche a completar el sueño húmedo de la señora.

 

9

La gaviota se precipitó sobre la playa. Traía un ala herida y sangrante. Dio un tumbo en la arena y su pico se hundió en la superficie frecuentemente bañada por las olas. Se repuso y oteó todos los confines: no había otro ser vivo por los alrededores. La gaviota comenzó a moverse por la lustrosa orilla. Se podía notar que estaba nerviosa y preocupada porque no lograba emprender vuelo. Bruscamente, apareció un gran cangrejo rojo. Se arrastró de prisa hacia ella. Su mayor tenaza estaba desplegada y mostraba su poder triturador. La gaviota emprendió la huida dando pasos rápidos y veloces. El cangrejo comenzó a perseguirla y mientras la gaviota intentaba escapar movía sin cesar la cabeza como en procura de un refugio. A los pocos minutos la gaviota dejó muy atrás al cangrejo y cuando ya se veía libre y a salvo, emergió del mar un grupo de cangrejos similares al perseguidor. Con inaudita velocidad rodearon a la gaviota. La inmovilizaron con las fuertes tenazas y la devoraron en un instante. Al momento de arribar al lugar el cangrejo perseguidor, sólo encontró unas plumas dispersas, confundidas entre la espuma de la última ola que lamió la arena.

 

10

El forzudo trepó a una plataforma circular. Ejecutó algunos ejercicios de calentamiento y el sudor le corrió copioso por el desnudo y lampiño cuerpo. Le hizo una señal a alguien y se apareció una mujer blanca, de enormes senos y larguísima cabellera rubia. El forzudo la levantó sin ningún esfuerzo y la colocó horizontal sobre su rostro. Una de las tetas le cayó encima de la boca y el forzudo se puso sin dilación a chuparla. La mujer daba gritos de placer y emoción y pataleaba. El forzudo optó por meterle un dedo en la boca. El orgasmo tardaba en llegar y se sentía retrasado. La mujer ojeó su reloj pulsera. Entonces, como pudo, ella llamó a un perro que estaba cerca, por su nombre. El perro dio un salto y atrapó al pene del hombre que pugnaba por explotar. Lo mordió y succionó con conocimiento de causa. El trío sintió una unísona deflagración y una corriente de energía y quedaron paralizados hasta que los recogió otra historia en el memorial del circo itinerante.