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Escritos

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

Sobre una ventana

Sobre una ventana

El color de la nostalgia se arrimó como humo de tabaco en la tarde sin elocuencia. Alguna muleta debió rugir ya cansada por el acoso de las polillas que eran pasajeras sin destino. Una oreja estuvo escuchando todo el tiempo y las feas consejas adquirieron fama de poder disolverse entre lo negro que producía la anonimia.

Sobresalió un brazo de juego supeditado a la claridad de las mañanas bañadas por rezos. Una ruda rueda aplastó a una mediana fuente. Bajo el peso de su extinción retrocedió el ángulo de donde procedían casi todas las esperanzas.

A bordo de un sombrero pasó rauda la aquiescencia y desde un territorio de visajes acudieron retoños de manos para silenciar a la espuma del café. Una cabellera brilló con su musgo. Su redondel de cuerda cayó dentro de una cubeta de agua y el arcano se desparramó para no quedar expuesto a las rencillas de los falsos magisterios.

 

Sobre una pared

Sobre una pared

El hombre no dudó. Colocó a sus hijos en fila y los midió, de cara contra la pared. Ellos eran doce y no se duplicaban. Algunos temían siempre un fatal retorno. La enorme mansión terminaba siempre por expulsarlos. Bajo su terror adquirían rostros de perros, cetrinos, afiebrados, donantes de obligaciones. Como canes podían morirse y absorber el papel triste de los caballos ejecutados durante la guerra sin término ni metralla.

La duda de otros podía llegar a ser una suerte de animalejo chueco que se acompañaba con genuflexiones para no extraviarse por las calles mal conducidas. Del vuelo de las aves o de los volantines se obtenían suficientes percudimientos para llenar un vano cielo con albricias de algodón.

 

Sobre una campana

Sobre una campana

Las manos más viles tañían la campana. El remilgo entre los hombres: su pobre posesión de pleura, de albayalde y de imaginación a oscuras. Como un saco planchado por la sangría de la ciudad que olvidaba sus antiguos cloqueos. ¡Qué tan inmenso después! Un implorante de sustos broquelados con suficiencia de lunas y desparpajos de cuero. En la lejanía bajo tierra silbaba un río de casualidades que había surgido del aturdimiento del ala mórbida de la noche. Los círculos se encadenaban y se emparejaban con las ondas que propiciaba la campana: brutal amplificación del clamor de las auroras.

 

Sobre una puerta

Sobre una puerta

El más prístino conjuro del pan sosegó a la puerta que anhelaba huir y defeccionar. Con un grillo pusilánime mixtificó una imagen para el porvenir. Si una testa reventaba contra la orilla de la madera una floreciente grasa proponía el emolumento. ¡Ah, las salsas que mejoraban las infecciones de la gendarmería!

Las nueces surgían de unas islas de plastilina y eran verdes cuando se lo proponían y elucidaban los misterios de los pecados de la carne en el interior de severos exilios. La suntuosidad amorosa de las plantas punzaba con cilicios y la insinuación ácida de los charcos se subsumía en las grutas pintadas por las negruras.

La miel de los despertares era rápidamente arrebatada por las hormigas de caucho y fascinación. Ningún bosque se atrevía a surgir del aire, pues existía el temor al deslizamiento de leches feraces y autónomas.

Juegos de los desmanes del suelo. Turbas desplegadas con la obsesión invisible de las hierbas que, cual colgajos, pigmentan los pasos de los ciudadanos que no se ausentan.

 

Sobre una carretera

Sobre una carretera

El ardor pisotea la línea que vegeta tras los bigotes de los ratones. El devenir de los halógenos es más que ficticio. ¡Asco de los hombres abatidos por los saltos de los cuerpos encumbrados! Las humaredas tienen que ser haladas y alejar de ellas las sospechas de un orden envilecido. El escarnio de incógnitos chopos empobrece el hospicio que fecunda las distancias y los horizontes transidos de almidón y resquemor. Ya los perros errantes consumen sus pedruscos con temblores de mandíbulas, pero la devoción del hambre chasquea una enfermedad que pernocta en su hito de alegorías.

Los árboles que descienden van en sus abscesos mierdosos y el cielo les reprocha su poca severidad y la exclamación de sus conciencias. Un punto se ilumina; un desastre se contrae en duelo. Hay un plasma bizco que tose con su tiza a cuestas. Las tumbas de los insectos sordos abandonan las vastedades y se dedican a enfriar los pormenores que frecuentarán, a posteriori, los cacharros trepidantes de la carretera.

 

Sobre un muelle

Sobre un muelle

Con la seguridad de la estación que emula el solsticio un pajarraco lanza su bravata a las olas que se distraen. La mañana se acurruca, taciturna, y prueba a amarse. Una brisa se anuncia con boches de candados. La perfección de una escritura se recrea encimada sobre los genes de la costa.

La desidia se mueve en su altura. La posibilidad de apartarse depende de la confianza y la discreción. Cualquier estación se merece un buen flujo de mar. ¿Acaso no surgen proyectos que interroguen por los ocios, los desplazamientos ordinarios y el torneo gratuito de los espíritus? A alguien propicio se le tiene que asignar el curso de los males y el deseo de verificación y las cosas que se arrojan al mar para que hiervan en su convicción.

De pronto, aparecerá una larga estela y el marasmo de los maderos flotantes se tornará en complacencia y reposo y una miel áspera vomitada por las algas le dará sabiduría a quien tiene su ojo siempre puesto sobre el norte mordisqueado por los caimanes marinos y el resplandor de mosaicos de la desmesura de las conchas.