Sin exclusión de personajes

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

I

Sin exclusión de personajes

Chifún era hermano de Peyito, pero Peyito no conducía: sólo miraba las nubes pasar y soltaba unos pedos suaves, asépticos, casi sin ruido.

Chifún salía todas las mañanas por la puerta de su casa manejando un camión. Al alcanzar la salida aceleraba la máquina: ¡chifún, chifún, chifúuunn! y de allí adquirió el remoquete. Luego Chifún se iba por la acera a toda velocidad y en las curvas ¡chifúuunn! aumentaba la prontitud y maniobraba con destreza el volante y el camión, peligrosa, pero impecablemente, giraba en una maniobra de experto y penetraba hasta el mostrador de la panadería. De regreso el vehículo iba cargado de pan y Chifún lo controlaba con una sola mano. ¡Chifún, chifún, chifúuunn! atronaba el camión por la acera y los transeúntes se apartaban con temor y sorpresa. Al arribar a la puerta de su morada, Chifún hacía sonar la bocina y entregaba la carga. Después se marchaba por otras aceras en pos de nuevas aventuras y horizontes vespertinos.

 

II

Quevedito en todo momento vestía de liquiliqui gris y cubría su cabeza un sombrero de cuero. Mientras caminaba despacio por la acera, con las manos cruzadas a la espalda, sin cesar movía todos los dedos. Su menuda figura no resaltaba en los ocasos, sus compañeros de diario transitar. Sólo su bigotito blanco se hacía notar en su enjuto rostro.

Cada atardecer pasaba Quevedito por frente a nuestra ventana de barrotes y poyos. Saludaba a mi abuela y ponía en mi mano un caramelo. Luego se dirigía a la esquina transversal a la nuestra, donde estaba el exiguo bar de la señora Margot, y allí se paraba, siempre con las manos atrás y los dedos en movimiento. Los muchachitos se le acercaban y le agarraban las nalgas. La señora Margot les decía: “No molesten a ese señor”, pero “ese señor” únicamente sonreía y seguía girando los dedos como en un llamado.

Una tarde caía una leve llovizna y yo comía un mango sentado en uno de los poyos de la ventana. Lancé la cáscara a la acera y me olvidé de ella. Mientras cabeceaba de sueño oí un golpe contra los barrotes de la ventana: Quevedito se había resbalado al pisar la cáscara y su cabeza había chocado contra los hierros. De su frente manaba una sangre que a mí me pareció exageradamente negra. Mi abuela acudió con un pañuelo y se lo dio a Quevedito. Éste, sin quejarse, se taponó la herida y encaminó sus pasos hacia su casa. Mi abuela me reprendió severamente y nunca más volvimos a ver a “ese señor”, a quien tanto le gustaba que los muchachitos le tocaran las nalgas.

 

III

La verruga que Arelis alojaba en su mejilla izquierda era francamente horripilante y le agregaba más fealdad a su rostro, ya de por sí repelente. Sin embargo, ella poseía cierta simpatía, aunque sonreía tontamente por todo. Al cumplir quince años su madre le tejió un par de criznejas y comenzó a permitirle que se asomara a la puerta de calle durante algunos minutos. En una ocasión se atrevió a llegar a la aledaña esquina y se puso a conversar con un grupo de ciclistas. Su madre la sorprendió y la arrastró hasta la casa halándola por las criznejas. Arelis rió y agitó las manos en señal de despedida.

Dos días después, a la misma hora, Arelis se volvió a escabullir hasta la esquina y ahí la estaba aguardando el grupo de ciclistas. Uno de ellos la montó sobre el manubrio de su bicicleta y luego todos pedalearon hacia unos cercanos matorrales. Allí ella se lanzó al suelo y se acostó sobre el pajonal. Uno a uno los ciclistas fueron fornicando con Arelis, quien no paró de reír y estirarse las criznejas.

En la puerta de su casa, ya la estaba esperando muy enojada y angustiada, su madre. A coscorrones y bofetadas la hizo entrar en la vivienda. Arelis sólo reía. La encerraron en un cuarto con llave y cuando fue evidente que estaba preñada la expulsaron de la familia. Yo me la encontré una vez merodeando por su casa, sin atreverse a tocar la puerta. Su abdomen lucía sumamente abultado, casi a punto de reventar.

Cuando Arelis parió a un niño aún más feo que ella, lo depositó, a medianoche, en la puerta de su casa y se fue a vivir a otro pueblo, donde se comentaba que se había dedicado a la prostitución.

El hijo de Arelis resultó, además de horrendo, disminuido mental. Se la pasaba jugando en la calle con los perros realengos y reía sin cesar. Al cumplir los quince años, decidió un día ir a pescar a un profundo canal, adjunto a los matorrales donde fue engendrado por los ciclistas. Se ahogó y según cuentan, su risa a veces se escucha entre la espesura de las orillas del canal.

 

IV

Cada mañana, camino de la escuela, me topaba en el mismo cruce de calles con Chavalo y Tablante. El primero era un negro fuerte, regordete y bajito, pero lo que más me impresionaba de él era el enorme anillo de oro que, insertado en el dedo medio de la mano derecha, refulgía con pasmantes destellos. El segundo causaba miedo debido a que cubría su boca con un pañuelo, usaba un sombrero de ala ancha y se ponía un saco rústico abotonado hasta la garganta.

Chavalo se paraba en la esquina de su casa; Tablante permanecía aguaitando en la esquina transversal como si el tiempo no le incumbiera. Yo atravesaba la bocacalle por todo el medio, sumido en razonables temores y mirando ora a uno, ora al otro. Ellos parece que no se trataban: nunca los vi conversar ni intercambiar un saludo. Por eso, el día que encontraron a Chavalo estrangulado en su habitación y con el dedo donde llevaba el anillo, cercenado, inmediatamente mis sospechas recayeron sobre Tablante, el enmascarado. Así lo hice saber, mas nadie me prestó atención.

El asesinato de Chavalo jamás se resolvió. En mi mente quedó la imagen de Tablante como el asesino audaz, silencioso y sagaz. Yo quise crecer con rapidez para ocuparme personalmente de la investigación del homicidio, pero Tablante se me escapó una noche tomado del brazo de la señora Muerte.

 

V

Sin exclusión de personajes

La procesión del Santo Sepulcro avanzaba con suma lentitud por la calle abochornada, repleta de fieles e iluminada. Cuatro sayones enmascarados flanqueaban el enorme féretro de cristal, en cuyo interior iba el cuerpo ensangrentado del Ungido. En un alto de la procesión, el sayón delantero quedó frente a una ventana que tenía el postigo superior entornado. Matilde, la vieja solterona, atisbaba hacia la calle a través de la abertura. Repentinamente el sayón giró la cabeza y su mirada se encontró con la mirada de la mujer. Hubo como una transfusión eléctrica de pasión y de deseo.

La procesión se puso de nuevo en movimiento con los acordes de la música sacra. Una hora más tarde, el féretro de cristal ingresaba a su sede en medio del dolor de los creyentes. El sayón se escabulló y salió a la calle sin quitarse la capucha. Caminó con pasos ligeros, pegado a las paredes, en busca de la casa con la ventana inolvidable. Empujó la puerta que ya intuía abierta y penetró al ámbito doméstico, donde nunca antes había estado ningún hombre. De madrugada abandonó la vivienda, asaz sigiloso.

A los nueve meses, Matilde trajo al mundo a un lozano y robusto bebé. Jamás se supo la identidad del sayón. A ella tampoco le importó conocer quién era ni tampoco su procedencia. Sólo le gustaba imaginárselo parecido a su niño: acaso nuevo sayón en cierne.

 

VI

María Redondo y Peregrina eran hermanas, pero no vivían juntas. Sus casas estaban ubicadas en la misma calle, separadas una de otra por unas cuatro o cinco cuadras. Ambas hermanas ya habían sobrepasado los setenta años.

Peregrina se levantaba muy temprano. Regaba las plantas de su jardín y luego se dedicaba a barrer el frente de su casa, mientras entonaba viejas rancheras.

María Redondo dormía hasta tarde. Después del almuerzo se ponía a bordar o a zurcir las medias que usaba con sandalias. A veces murmuraba acerca de ciertos recuerdos que le venían a la memoria de improviso.

Visitaba María Redondo a su hermana una vez por semana. Se aparecía con una bolsa llena de guayabas o hicacos o nísperos y con una gran sonrisa se la obsequiaba a Peregrina. Ellas se sentaban en el portal a conversar de cualquier tema fortuito, pero después de unos cuarenta minutos de plática comenzaban a discutir de antiguos asuntos familiares no resueltos. María Redondo era la primera en enfurecerse. “¡Devuélveme mis frutas, vieja loca!”, le gritaba a Peregrina, quien lanzaba, irremediablemente, las frutas a la mitad de la calle, al tiempo que replicaba: “¡Bruja maldita, no vuelvas a mi casa nunca más!” María Redondo abandonaba la casa entre terribles blasfemias y con la promesa de no volver, pero a la siguiente semana retornaba con nuevas frutas y Peregrina la recibía con efusión y beneplácito.

 

VII

La negra Cirila tenía la cara redonda, el pelo muy corto y gruesos brazos. Su cuerpo exudaba sábila pura, pero sus arepas eran casi perfectamente redondas y las más sabrosas de la cuadra. En el budare ubicado bajo un árbol de mamón las arepas se asaban parejas, mientras su ojo vigilante cuidaba que la candela cumpliese a cabalidad su función. Encima del mamón, un loro sin nombre vociferaba las ocurrencias del día.

Lucía, otra negra, vivía en la casa de al lado, a la derecha, como quien saca la mano para comprobar si llovizna. Lucía empinaba el codo a diario. Me mandaba a comprarle una botella de aguardiente en el bar muy cercano y cuando la tenía en su poder, la destapaba con premura y se tragaba una buena porción. Luego escupía en el piso y se pasaba los dedos por los labios. Me llamaba para que saludara a sus santos colocados sobre una improvisada peana. Levantaba a uno de ellos y aparecía una moneda que indefectiblemente depositaba en la palma de mi mano expectante.

María Ramírez ocupaba la casa a la izquierda de la de Cirila. Mujer blanca, menuda chismosa y entrometida, conocía, a través de los postigos de su ventana, los avatares, habladurías y trifulcas de la cuadra. Para competir con Cirila había decidido confeccionar arepas un poco más grandes y así le quitó algunos clientes antiguos. Sobre un árbol de almendrón tenía su morada el loro Pancho, vigía y espía al servicio de la maledicencia de María, “la que nunca comía”, como la llamábamos sus pequeños, terribles adversarios.

Entre esas tres mujeres existía una enemistad y un odio acerbo y feroz. Yo ignoraba la causa o las razones hasta que un día mi padre me reveló el secreto: “Antes ellas se trataban más o menos afablemente, pero descubrieron que el viejo Carruido, el de la bodega de la esquina, las cepillaba a todas encima de los sacos llenos de maíz. Eso bastó para traer la guerra a sus hogares. Se produjo un armisticio por la intervención de sus cornudos maridos, pero los cuchillos quedaron siempre a la mano”.

 

VIII

¿Cuántos años tenía Cataplúm en el tiempo que yo lo vi por primera vez? ¿Cien? ¿Doscientos? ¿La edad de Matusalén? Con sus largas greñas y barba en desorden inaudito, sucias y empegostadas, parecía tener la edad del hombre de las cavernas o la de sus más cercanos ancestros. La vestimenta que usaba tenía ya un color indefinido, mezcla de ocre de limo con grises de cenizas de muertos. Aquel vestuario era rotundamente impermeable. Lo pude comprobar un martes de carnaval cuando los muchachos de la cuadra le arrojaron agua y ésta se escurrió a sus pies sin lograr mojarlo. Caras de asombro proliferaron por todos lados y exclamaciones de sorpresa.

También ignoro por qué le decían Cataplúm. Él en escasas ocasiones se enojaba, pero cuando esto sucedía más valía ponerse a buen resguardo de las piedras que lanzaba con experta puntería.

Creo que yo fui el único que se atrevió a conversar con él. Nos sentábamos al borde de alguna acera y nos poníamos a hablar de cualquier tema. Por las cosas que me contaba daba la impresión de que en su juventud viajó mucho. Aunque no faltaron las oportunidades en que descreía yo del hatajo de aventuras que me refería.

Un día de finales de diciembre me lo encontré recostado de un poste del alumbrado público. Lucía abatido, sin ánimo, con la desesperanza apretándole el cuerpo. Le pregunté qué le sucedía y me respondió de una manera ambigua: “Tengo que marcharme al lugar donde se congregan las garzas a destruir sus nidos. Supongo que no volveremos a vernos. Espero que en alguna estación venidera puedas viajar tanto como yo y puedas dejarte crecer la barba para que el viento la tremole”. Alcancé a realizar su deseo y por eso lo recuerdo con gran afecto y bondad.

 

IX

Como una casa de muñecas era la vivienda donde habitaban Mercedes y Linda, su mamá. El tejado se podía alcanzar con la mano y una ventanita de una sola hoja permitía mirar hacia la calle recién asfaltada, sin gran esfuerzo. Todo el mobiliario poseía menudas proporciones y aunque madre e hija no fuesen enanas propiamente dichas, se les acercaban con creces en el aspecto. Criaban a varias chihuahuas hembras y las vestían con faldas y les colocaban corbatines de abigarrados colores. Cada una de las perras tenía un nombre muy cursi y con acentuada cursilería las amonestaban cuando transgredían las reglas del hogar.

Los juerguistas de la cuadra solían, en las madrugadas sabatinas, llevar una serenata ante la casa de muñecas. Invariablemente comenzaban la ronda de melodías con aquella canción que popularizó Daniel Santos y que se iniciaba así: “¡Yo no he visto a Linda, parece mentira...”. Adentro de la morada no había respuesta y entonces los juerguistas entonaban un par de canciones más en falsete y luego se alejaban entre procaces risotadas.

Linda murió ya octogenaria y huérfana de perras. A Mercedes le quitaron la casa y debió trasladarse a otra zona y vivir en una habitación alquilada. Sus últimos años los dedicó a alimentar a los perros vagabundos, a los cuales congregaba en la plaza y, después de darles un breve discurso, les repartía equitativamente las raciones de comida que había podido recabar en los restaurantes. Tal vez estuviese algo chiflada, pero aquellos canes sin dueño la consideraban su protectora y patrona y la recibían con estruendosos ladridos.

 

X

Sin exclusión de personajes

Mana no caminaba: corría. Desde su casa hasta el cruce de calles más próximo habría unos doscientos metros: la cuadra más extensa de todo el pueblo y Mana la recorría descalza con sus pies torcidos. En el trayecto, sus manos, también deformes, apuntaban hacia los lados como aletas de celacanto. Al llegar a la primera parada jadeaba y babeaba en abundancia y se decía a sí misma: “¡Sigue, Mana, sigue, que aún te quedan muchas cuadras por delante!”. Su largo vestido de tela ligera lucía enchumbado de sudor y debido a que no usaba sostén, se le marcaban sus redondos senos y se podía observar su inaudita belleza.

No había manera de retener a Mana en casa. Si la desnudaban para que no saliera se las ingeniaba para conseguir alguna vestimenta y escapaba a través de una ventana. Abandonaba su morada a media mañana y retornaba con la puesta del sol, después de haber deambulado por todo el pueblo. Aunque no era pedigüeña ni pordiosera lograba, sin solicitarlo, que le dieran de comer en cualquier esquina. Su eterno trajinar la mantenía delgada y era conocida en todas las calles y callejones, curvas y recovecos. “¡Mana, Mana!”, la llamaban con insistencia los zagaletones y ella no les hacía caso o les sacaba la lengua.

Y tenía que pasar lo que pasó: Mana desapareció. Algunos afirmaban que se había extraviado al cruzar temerariamente la carretera nacional; otros aseguraban que la habían raptado unos individuos que viajaban en una destartalada camioneta; los más sospechaban que había decidido darle la vuelta al país y que en una remota fecha, sin duda regresaría.