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Féminas fenotípicas

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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Féminas fenotípicas

Felizmente la fémina no resultó fementida. Su fenotipo no la afeaba. El carácter que la distinguía fermentaba en los días feriados y la feracidad de su piel recordaba a las de las fieras. El fenómeno de su calva cabeza fenecía con la felicidad que le traía un estado febril y la femineidad fecundaba su alargada figura hasta los límites del fetichismo.

Como el ave fénix la fémina de marras se fertilizaba en la pequeña muerte y en su féretro de cristalera lograba un festejo fiable y fulguroso. Los filosofistas acudían en tropel a afirmar su resurrección y a finiquitar con firmeza la modorra de la carne. Ningún fingimiento encontraba filiación entre los pliegues finales de su fina vestimenta.

Sin fingimiento la fémina permanecía durante horas y horas al acecho de las finanzas y los pasos mórbidos del fiscal de turno. Con fecha fehaciente ella despedía un olor félido. Sin embargo, no llegaba a cometer ninguna felonía. Sólo por convención aseguraba su fidelidad a la ficción física que la tornaba visible ante los ojos de los figurantes que querían comprarla al fiado.

Filantrópicamente hablando, la femenina figura se movía de febrero a Francia en procura de trajes fluviales, cuyos precios no fluctuaran, pues la flotación de su moneda podría convertirse en foco de forcejeos y ella, mujer formidable, ya había roto con todas las fórmulas.

Feble, pero con suficiente fe, la mujer feriante devino en la favorita y destrozó fariseísmos y la felpa de su pubis consiguió una feligresía que la adoraba como a una faunesa que ignoraba la fatuidad y la fatiga.

 

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Féminas fenotípicas

La sedente fémina espía el paso de la claridad por su puerta de espejo y forja. El día la adorna de festones y la fiabilidad de su mirada porta una flama para que las imágenes se enciendan. Una flauta se flexibiliza en frutos dulces y la floración de sus labios trae a la memoria la simulación de una vulva adherida al flogisto.

Flexiona el torso la fémina. A sus muslos abiertos van a dar las manos en reposo. De su fisiognomonía se desprende una blancura falible, una inexactitud determinada por una fotofobia de fácil comprobación. En su rostro no se ha quebrado el esfuerzo de intentar la impasibilidad sin el menor pestañeo.

La franqueza de la mujer envuelve el sentido de escogidas frases. El fundamento de su frescor estriba en el futuro latente que proyecta. En su gabinete la fémina desecha las frívolas galanuras. Se viste con el furor de las frambuesas en celo. Estira las piernas en imitación flagrante de la gracia de la gacela. Furtivamente un rubor se apodera de su piel.

Agradable ocio de la tarde que se ciñe a su deseo. Una lámpara que vuelve alba la carne para el sombreado apetitoso de la seducción. La fémina se deja ir sobre su mirada de fauces divertidas. El fasto gana en sus pechos la quietud que se necesita para que al escote se presenten los besos en su éxodo.

Es propicia la postura de la fémina para atraerse las gracias grandes de los acólitos de las corvas y de los muslos que insinúan una inocencia.

 

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Féminas fenotípicas

De pie y que se abran las puertas de la ganancia amorosa. La falda ha cosechado una hojarasca que las sombras del mediodía permitieron y congregaron. La blusa, hecha de transparencias, concita la promesa del torso cuando se ciña a la hora que lo fecunda y prescribe.

Con plena conciencia de la estatura lograda, la fémina se detiene y mira de frente al favoritismo de la luz. Febricitante, ella adecua su perfil a los signos habitables de un tiempo que se perfecciona a su antojo. De no sobrevenir un rumor de la seda, la mujer proveerá una aquiescencia de su vestido, un sustituto atonal de la tela que permea la carne.

En la estación del extravío la mujer desea ajustar su permanencia, su constancia y su feminidad. Aunque la adustez esbozó las líneas sobre su rostro, el alborozo adoptó a su corazón para la audacia y los temblores del deseo.

Los fotones han lavado sus cabellos. La foliación deslumbra en los matices de la tarde que se acerca para nacer sin miedos. Una olorosa fluidez se palpa con las pupilas ya alertadas. La mujer flota en una floritura y hay unas manifestaciones de la esencia de hembra que acuden hasta el hervidero de los sentidos ocultos y les aportan agitaciones, sudores y embellecimientos de la fiebre.

El mentón oval tremola al ritmo que le impone el trasiego de palabras en la garganta quemante. La fémina quiere exprimir sus dedos y vendimiar la carnalidad que se ha creado en el gozo que su nombre madura.

 

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Féminas fenotípicas

El bucle admirado por la floresta. La blusa ajustada y el realce de los senos. La mirada exaltada por la sensualidad y aquel lunar en la garganta que no cesa de llamar y pedir que lo mimen y lo acompañen hasta que la luz se desvanezca. La fémina ha estado expectante y su respiración apenas se siente, pero el vértigo de su sangre se huele aún con los ojos abiertos.

La acera pregona la virtud venérea del sol y su maravilla de fulgor excita el sueño diurno de la mujer. Sus manos se pliegan a las formas de la cadera. Van dictando de memoria el espesor de aquellos parajes y las ansias que gravitan en las vecindades de la oquedad que fantasea sin parangón.

La fémina no admite imitar a nadie. Ella se exulta en el desafío de la perfección de sus formas. Después, que el mundo comience a admirarla, a desearla, a embeberse en sus fluidos. Mientras tanto que la gane la independencia y el paralelismo de la vida imaginada y la ventaja de la creación de belleza en su rostro y en su cuerpo de florido espacio.

Una brisa la sorprende con los ojos bajos y esto le produce un atisbo de arte en el pecho. En su recodo ella piensa en la vírgula de su reloj y un divino calor le desciende por el vientre. Lo esencial de sus facultades le tornea los hombros. Se fija en la distancia por recorrer y deduce que el amor es su equilibrio en la desmesura de los puntos cardinales soltados al voleo.

 

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Féminas fenotípicas

La diferencia con las otras consiste en que ella se sienta, abre su bata y le permite a su desnudez holgarse y relucir. La cofia no es más que un accesorio lúdico, un aditamento ingenuo de quien todavía quiere seguir siendo impúber. Importa que esta criatura femenina exhiba sus bien torneados muslos y que la lascivia se convierta en ley de cuanto hombre la contemple y no se rehúse a la ilusión de poseerla.

Desde el fondo de su calma, ella trasiega un emoliente sudor. La cotidianidad le eleva una pierna y ella escucha trinar a un ruiseñor en su nido. Ella no es escéptica y la inquietud de un poema le gravita entre los senos. Su pubis se moja en la revolución total y debe secarlo con una improvisada toallita. Las ligazones orgánicas de sus células sexuales asperjan hacia el interior un alarido de azucenas.

El viaje de un cono de luz de uno a otro seno conlleva a descubrir el envés del prodigio natural que subyace en el salón. El azar no está registrado en ninguna parte. La fémina entrecierra los párpados y una sonrisa habla por ella. La fuerza de sus alargadas falanges minimiza el recuerdo que se pueda tener de alguna diosa. La vida con su carne al descubierto promete la interpretación de la constancia que transporta el eros.

La leche se segrega en su humanidad y le otorga placeres a las frutas del ombligo y los pezones. A esta mujer la envuelve un halo de creadora y sus gestos posibilitan la ternura en los ojos, el orgasmo en el corazón, la eyaculación en la lengua y la salacidad en las yemas con aromas de naranja.