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El fluir de la ficción

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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El fluir de la ficción

En algún tejado de la ciudad que es transformada violentamente, un anciano alimenta a sus palomas condenadas a ser exterminadas. El anciano les arroja semillas y ellas revolotean encima de él y pelean por tragar más cantidad de granos.

La escena con toda seguridad debiera conmover a un observador sensible y, acaso, le motivaría a tomarle una serie de fotografías en blanco y negro. Pero el anciano oscilaría entre la duda y el pesimismo y pensaría de una vez por todas agarrar una escopeta y matar a las palomas mientras se distraen picoteando el alimento.

La sangre de las palomas constituiría la metafórica condensación de un testimonio que gangrenaría sin temor a la ciudad vuelta de espaldas.

 

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El cajón de vinos incluía cerca de quinientas botellas de las marcas más famosas del mundo. Después de cinco años de andar navegando los océanos, oculto en una bodega de un cochambroso navío, el cajón finalmente fue a dar a un muelle perdido. Las variadas cosechas hicieron las delicias de marineros jubilados y una caterva de vagabundos. Se improvisaron competencias y premios al que demostrase la más fina forma de tomar. De allí hubiera salido un catálogo razonado y exquisito del excéntrico bebedor. La fiesta del agasajo de los vinos duró las últimas horas del postrero día del año.

La ocasión ofreció una sin par edición de todos los gustos y se verificaron algunas cotas de degustación dignas de famosos catadores y probadores de raros caldos. Los vinos recibieron una directa evaluación y los beodos anónimos deliberaron entre borracheras y sueños la posibilidad de efectuar una próxima sesión.

 

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El fluir de la ficción

El mundo amaneció resfriado. Las calles y avenidas de las grandes metrópolis moqueaban sin pausa. La fascinación por el fenómeno alcanzó a muchos en las esquinas o en las tinas de los baños.

Los viandantes dibujaban con sus pies los desesperantes momentos de sus angustias y temores. Evocaban con intensos estornudos las utópicas escenas sin el malestar.

Se crearon grupos especialmente entrenados en la captura de los microbios y esos mismos grupos propagaron fobias en la irracionalidad de las atmósferas.

Tarde en la noche, se introdujeron vítores anabólicos, tintas blancas que desinfectaban, espectógrafos y rociadores de pesticidas. Se ensayaron ondas con formas de talles de león y sin que nadie supiera cómo, aparecieron unos gallos de goma que malograron la negrura de las placas que sustentaban las cloacas de las metrópolis.

 

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El fluir de la ficción

Un tal Henry, quien cometía desmanes, era el hombre responsable del traslado de los adolescentes hasta su conversión en duros ángeles malvados. Solía jinetear un brioso caballo blanco de gran alzada.

Por encima de años pasados en agonía, Henry organizaba a sus colaboradores con el mandato de una música estridente y clara. El estado depravado de sus costumbres era tal que se permitía acceder a los peligrosos burdeles de carretera con aires de dandy. Se aparecía vestido con ropas de lino y una bufanda blonda con trazos azules. Las libertinas palabras que acompañaban su calculada entrada le habían servido en cantidades de lugares semejantes.

Henry se envolvía en un halo de mitomanía que concertaba sobre él a las miradas asaz asesinas. Su espectáculo se iniciaba con una conspicua ausencia de su parte. Luego salía a flote una abyecta personalidad que lo conducía al espacio casi sagrado donde moría el ritual de la farsa.

 

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El ultimátum lo recibió el comandante del cuartel de policía como una pieza de teatro a deshora. Entre dejarse domar o rechazar el documento, el comandante optó por las aristas menos empequeñecidas y dejó las huellas de su huida estampadas en el alféizar de la ventana.

La historia de la huida del comandante llegó a ser conceptualizada y dio pie a numerosas leyendas y consejas.

Incluso hubo un pintor de origen ruso que, independientemente de lo que pensasen los otros artistas contemporáneos suyos, creó una obra plástica con el tema de la escapatoria salpicada de brillantes colores y cruzada por líneas sicalípticas que azotaban a las miradas con dureza.

 

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En el límite de la fascinación el narciso repartió miles de copias de su retrato fotográfico que lo mostraba desnudo y tumbado de lado sobre una otomana. Los retratos iban acompañados de unos textos que jugaban a la experimentación gramatical. Unas letras jóvenes ganaban las posiciones máximas y se identificaban a través de su propia transformación.

Si se observaban los retratos con detenimiento y perspicacia, se descubría que estaban envueltos por un tipo de atmósfera espuria que delataba la exactitud morbosa del narciso y ponía en entredicho al desconocido fotógrafo, autor del retrato.

Posteriormente, todos los retratos fueron encontrados arrojados en una plazuela de barrio y presentaban las marcas de la sevicia y la crueldad.

 

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El fluir de la ficción

Los dieciocho años de Sofía fueron celebrados como un estupendo aniversario de un magazine que se desdoblaba y ponía de manifiesto las costuras eróticas que la mantenían en permanente forma para los acuciosos ojos de los deseantes admiradores.

Sofía escogía lugares insólitos para encontrarse con celebridades del mundo de la política. Su rubia cabellera y sus ojos verdes prologaban la sensualidad que brotaba de todo su cuerpo y que colmaba de inmediato el espacio y su conversión acariciable. Los más escogidos epítetos eran lanzados a los pies de Sofía: chic, fabulosa, graciosa, atormentadora, magnetizante...

Sus dos voluminosos globos pectorales sugerían una visionaria jornada que culminaría en un grito contemporáneo y en la remota esperanza de un cumplimiento de redonda complacencia.

 

8

El veneno que Guido dispersó sobre la taza de café moka era un regalo para la serpiente personificada en su mujer. Aprovechó que su consorte se dirigió al lavabo para agregar a la infusión una fuerte dosis de ponzoña de tarántula. Aunque él no era artista, la concepción y creación de ese asesinato lo ubicaría, a sus propios ojos, entre los taumaturgos de peso. La imagen de su mujer cayendo sobre el sofá del lujoso café le ofrecería la posibilidad de una desconocida gratificación. Ya se veía, sin misterio ni temor, contemplando a la mujer muerta como si él fuese un demiurgo. Las bestias oscuras al estilo de su mujer debían morir así, envenenadas, emponzoñadas, en homenaje a la libertad.

El voluminoso cuerpo de la mujer le tapó la claridad proporcionada por la mortecina luz de la lámpara del techo. La consorte se enroscó su boa al grueso cuello y miró la taza de café con desconfianza. Su astrólogo le había dicho que no usase tazas de color azul y aquella parecía extraída de un cielo caribeño. La desechó y el marido prorrumpió en incontenible llanto.

 

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El fluir de la ficción

En la noche modelo, el artista disidente y controversial se decidió a perseguir las brujas de los grabados de Goya. Pasó del insulto a la injuria y cuando se dio cuenta del desastre en el que estaba incurriendo, esbozó unos conjuros para su propio uso.

Al artista le fascinaba el horror de la guerra en España entre los años 1810 y 1820. Su antiguo romanticismo e idealismo quedaron hundidos en el pantano y aplastados por patas de caballos. Él quería llegar a ser un artista emblemático, templado en las representaciones de las enajenaciones y las locuras. Meticulosamente rectificaba los errores de Goya y superponía caras de payasos a los grotescos rostros. Sus pinturas de seres humanos más parecían las imágenes desvaídas de marionetas bajo la tempestad.

Su último homenaje a Goya consistió en la alegoría de un hombre sufriente, con los ojos vueltos hacia dentro, en busca de un espejo que nunca se dejaba ubicar.

 

10

Mientras esperaba sentado a que lo atendiera el sacerdote en su oficina, levantó un poco su pie derecho. Notó que su zapato negro estaba bastante sucio, manchado de lodo y el cuero ya comenzaba a agrietarse. ¿Hace cuánto tiempo había comprado aquellos zapatos? Pero no sólo el zapato mostraba evidentes signos de deterioro, también el calcetín, que ahora no se sabía de qué color era, tan pálido como estaba.

No le dio vergüenza descubrir el deplorable estado de su calzado y de la media. Es más: le pareció sumamente interesante el aspecto que presentaban. Comenzó a balancear el pie, elevado aún, al ritmo de una canción tarareada en voz muy baja.

De pronto, su vista se desplazó de la superficie del zapato a una imagen un tanto apartada que colgaba en la pared de enfrente. Un esquelético hombre, casi desnudo, estaba clavado en una cruz y de su pecho manaba un líquido rojizo. La visión de la imagen lo puso nervioso. Movió su pie hasta lograr tapar la imagen e impedir que sus ojos pudieran verla. Pero el pie, insistentemente, caía hacia la derecha y la imagen se agrandaba ante él. Con rapidez se descalzó, tomó los zapatos en sus manos y en puntillas abandonó la sala de espera. Jamás le daría sus zapatos a aquel pordiosero suspendido.