Fictas escrituras

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Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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Fictas escrituras

Sobre la tapa dura del libro aparecía su fotografía. Su lánguida mirada excitaba más de lo que uno suponía a primera vista. La boca entreabierta (los labios humedecidos por una cristalina saliva) recibía una perla blanca, directamente de sus largos dedos. Otras perlas estaban detenidas sobre su desnuda espalda. Se sentía su respiración entrecortada, los gestos del éxtasis. Desde alguna ventana alguien —un hombre, un adolescente— la estaría observando. La belleza de ella encima de la portada del libro se movía en la dirección correcta y le daba al tiempo una gallardía fuera de serie. El deseo se producía en un contorno más y más artístico. Tan pronto como la belleza resaltaba la independencia de la innovación buscaba el reflejo del mundo para ser representada.

La salud de la forma femenina podría compendiarse y llegar al designio del pasado siglo, emocional y estéticamente, con toda su gloria morbosa.

 

2

Aquella familia formada por el padre (medio tonto y cegato), la madre (cínica y siempre riéndose forzadamente) y dos niñas (una de un año y abundante cabellera; la otra, de diez meses, prematura y curiosa) andaba a la caza de un título de propiedad de cualquier apartamento que le permitiese poseer su propio trono y, a un costado, un juego de marcos y jaculatorias.

El padre decía llamarse Jacobo, pero en una ocasión afirmó frente a una comisión policial que su verdadero nombre era Marcos. En casa, su mujer le advertía que no debía cambiarse de nombre tan a menudo porque cuando ella lo conoció decía llamarse Otoniel. Bien, Otoniel o Marcos o Jacobo (¿o los tres, de hecho?) coleccionaba imágenes impublicables e impúdicas. Su concepto inicial derivaba de su desmesurado gusto por los espectáculos teatrales y el mundo clandestino inherente a los actores y actrices. Con las cabezas llenas de polvos cosméticos les tomaba fotografías a sus dos niñas y en ellas aparecían como con un velo cadavérico. Sobre todo la mayor. La mujer le dejaba hacer y aguardaba la oportunidad para que el marido volviera a preñarla de nuevo cuanto antes.

 

3

Fictas escrituras

El alemán abrió su casa al mundo, o lo que es lo mismo, a todos. Su cultura se lo permitía y él se sabía un hombre “politizado”, montado sobre la historia de su época, con sueños tácitos y recurrentes. Su casa era la más nueva de la zona y estaba destinada a ser escenario de dietas y regímenes alimenticios raros y excéntricos.

De la ópera el alemán se traía en cada oportunidad a su casa a los más variados comensales, gentes de programas gastronómicos establecidos y ricos en demandas degustativas. El alemán les ofrecía un menú que tantalizaba los olfatos y hacía huir por las ventanas hasta a los más timoratos.

El alemán no quería reconocer sus fallidas maniobras. Ponía cara de asombro y se embozaba con una cubierta protectora. Para eso era alemán como Beethoven y acaso su profesión de cantante lírico tuviera que ver con su persistencia en el error. De su imaginación no podía removerse su entusiasmo por la preparación de exóticos platos, pero el número de sus comensales decayó de tal manera que tuvo que clausurar la casa.

 

4

Emprendió el estudio de los polos reversos acuciado por un desconocido impulso “romántico”, intenso y vagamente etéreo. Sus pinturas podían ubicarse en la quimera del borde de su propia elucubración. El aspecto de su figura era frágil y reflejaba una disminuida existencia. Trabajó primariamente con los polos raramente localizables. Convirtió a su estudio en la piedra miliar de su burlada entropía. Esbozó una serie de puertas falsas donde aparecían seres vacíos en el límite de sus grandezas. La experiencia de mirar a través de las cosas le permitió acumular peligros y vías para el escape perentorio. De su propio polo conocía el aspecto más negro, el cual le fue revelado en un acto de magia. También, en la plenitud de una noche, se desnudó y concibió un libreto para que su desconocido polo reverso terminase por acudir a una cita anticipada.

 

5

Fictas escrituras

El criminal mostró su cuerpo tatuado y la prostituta quedó atónita. Las más diversas cruces encontraron acomodo en el delgado y largo cuerpo del asesino. El hombre parecía un cementerio cristiano ambulante. La mujer también se desnudó y le enseñó al criminal la virgen en llamas tatuada sobre su vientre y al maligno gato que maullaba más abajo en el pubis depilado.

Copularon con ferocidad. La mujer sintió que la cruz tatuada encima del glande del criminal la desvirgaba de nuevo. Inhaló un poco de cocaína y el resto lo introdujo en las fosas nasales del hombre. Los tatuajes se mezclaron hasta confundirse en un todo informe. La madrugada despertó a la mujer con repiques de campanas. Tanteó al hombre y lo sintió frío. La muerte había venido de improviso a su antigua usanza. El pene del hombre permanecía descomunalmente erecto. La mujer lo amputó con una navaja y se puso de pie. Luego comenzó a cantar un bolero y un micrófono de carne tatuada la ayudó a proyectar la voz.

 

6

El enano se inspiró en el “Arte cisoria” de Enrique de Villena para trinchar y cortar los animales de cuatro patas que nacen en la tierra. Las cuestiones de la naturaleza y su lenguaje le otorgaron habilidad y pericia para el manejo del cuchillo. El sentido y la inclinación natural hacia el oficio de cortador le daba al enano la posibilidad de alterar a su antojo la dieta y la salud de su amo.

El enano mantenía los cuchillos limpios y los numeraba para mejor identificarlos en el momento preciso. Su amo odiaba a las aves y los pescados. A las frutas no las podía ni oler.

En la cocina, el enano hacía malabarismos con los cuchillos, en contra de la advertencia del resto del personal. A pesar de todo, el enano era mal educado y seguía su costumbre y a escondidas escribía su propio libro coquinario. ¡Qué pena! El enano falleció en el ejercicio de cortar a un toro vivo.

 

7

Fictas escrituras

Al no más mirarle los ojos brotados al escultor, él supo que estaba loco. Largo tiempo aguardó para conocer el mundo del escultor. La oportunidad le llegó una mañana de diciembre del último año bisiesto. La crítica aclamaba al artista y mantenía el más incomprensible centimetraje en los periódicos de mayor tiraje. Del escultor sólo se conocían unas cuantas palabras y algunas imágenes borrosas tomadas en su estudio en penumbras.

Alguien como él, un periodista de garra, tenía que interesarse por la vida misteriosa del escultor y por investigar el método que utilizaba para crear sus retorcidas esculturas.

Aquella mañana en la casa custodiada del escultor se aflojó la férrea vigilancia. Los perros cayeron en un inexplicable sopor y él aprovechó la ocasión para saltar el muro y subir al techo para atisbar por una claraboya. Abajo, en el estudio, vio al escultor recostado de una pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada concentrada sobre unas láminas de metal ubicadas frente a él. De pronto, al escultor le brillaron los ojos y las láminas comenzaron a retorcerse. El periodista huyó despavorido y nunca más volvió a escribir.

 

8

El primer tiempo de su vida real fue reproducido en una pantalla gigante. Estaba en la “Casa de los tratos” y un portafolio que contenía toda su existencia reposaba sobre una mesita de cuarzo. Como imagen preliminar apareció en la pantalla una mínima ilusión estética. Ella representaba el prototipo de los trabajos pendientes. Luego se iluminó la parte central de la pantalla y capturó a la realidad que trataba de escaparse con pretextos ecológicos. Junto con la nueva y cercana iridización, la dama occidental reveló una trilogía de indudable importancia para el curso de los cambios que se avecinaban en la bahía.

Con el ensayo ya listo, la dama occidental introdujo dentro del liguero de sus medias el documento de la “Casa de los tratos” y procedió a romper los platos donde comían los tritones y a destrozar las chaquetas de los hombres de cubiertas duras.

En el parque donde se citó con el industrial, la dama occidental contempló una luna invertida y con el esqueleto que traía a cuestas mató a golpes al inadvertido empresario.

 

9

Fictas escrituras

El próximo nivel de la historia abarcaba la resonancia, la ironía y la intriga. Los vehículos que utilizaban para desplazarse por los campos —bicicletas, motocicletas, carromatos— estaban recostados de las puertas de la desvencijada casa de madera. Era dulce no hacer nada y para ese propósito existía un sofá viejo y sucio adosado a una de las paredes laterales. (El globo del sol iluminaba con mezcladas tonalidades y el futuro de las tierras dependía de eso). Parecía que los sueños no hacían daño y el vivir se conectaba, en un concierto exuberante, con la naturaleza y con otra esencial escarpadura. La utopía daba a conocer sus sesenta y tres posibilidades y se abría a las remotas comunidades como un libro de expiación sin explicaciones.

Los terrenos empezaron a ponerse amelcochados y de noche brincaban juntos con todo su poder. Los pocos sabios de las vecindades disparataban sobre las causas y a veces individualizaban el fenómeno y lo hacían visible para las comunidades más obtusas.

La línea del cielo se despojó de su altura y puso en evidencia los prospectos que ocultaba para cuando aparecieran los nuevos reyes.

 

10

Ahora, en La Habana, deben ser las polihoras que reinan en su quinta edición. Creo recordar que eso fue lo que me dijo Roberto, mi alter ego.

Las polihoras, frecuentemente consideradas como un fenómeno arcaico, en realidad eran invenciones de los habitantes de aquella ciudad dolida de su mar.

Eran delicadas las polihoras y si uno se desplazaba en patineta por las calles se le revelaban prontamente como yuxtaposiciones del espíritu en una ciudad que se aferraba a su identidad.

Se podía vivir de las polihoras al ritmo de los pedales y, contra todo pronóstico, residir en su interior, danzar cual niños y tumbarse en almohadones hediondos a oscuros negocios de mercaderes.

Cada polihora se descubría por sí misma y se fragmentaba en astillas que luego servían para armar inquietas biografías.

Las mejores polihoras las poseían los bardos y las reservaban en zonas de exclusión para preservarlas del priapismo, la cháchara y la metrificación.