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La vía foránea

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

Planeando como un cristofué en noviembre mi visión se abrió a la galería que formaba la vía foránea en la eclosión de la tarde. Me proponía visitar el primer hogar que se enamorara de mi vista. Tal vez pasara allí un par de días y visitara los alrededores para saber si de veras me agradaban. Yo no supe si el cristofué hizo de mi aptitud para ver un asunto preconcebido o si tomó la dirección correcta que lo enfrentara seriamente a la invitación que le lanzaba la distancia. La conversación que me proponía realizar con el originario vecino debía ser espontánea y aceptablemente interesante, sin ninguna duda que obstaculizara.

Pronto me vi fuera del mundo habitual. Delante de mí comenzaba a aparecer un “museo” que exhibía soledumbre y exceso de silencios. Yo creí que eso era lo que me prevendría contra el hastío o el aspecto más relativizado del espíritu. Retuve las cosas del mundo que dejaba detrás en la sima de la mente. La vía se manifestaba como un eco sagrado de características poco definidas.

La vía foránea

Me prometí pertenecer a todo aquello que se volcara dentro de mis ojos. Entonces acepté la invitación del cristofué y con supremo entusiasmo y ninguna dubitación avancé al encuentro de un tiempo que no se cerraba todavía. Por más extraño que parezca.

Por alguna peculiar razón me entendí con el cristofué de inmediato. Personalmente consideré muy similar esta situación a otra que ya había experimentado en sueños. El misterio clausuró mis oídos a los ruidos incongruentes del exterior. Me puse a evaluar la condición del vuelo del pájaro. Comprendí que el factor que más lo inducía a cercenar el aire era el rol que le había designado el destino. El cristofué se comportaba de manera harto franca. Me comunicó que había perdido la pista de sus congéneres y que, sin embargo, prefería volar bajo para estar a salvo de la procreación. Aunque él no era proclive a capturar insectos, los introducía en su esfera de influencia para no perder poder. Tal descubrimiento provocó en mí un diálogo entre mi conciencia y mi ánimo voluntarioso.

Más tarde introduje conceptos necesarios en una posible discusión que pudiera plantearse a deshora. Me imaginé siendo un devoto de las ánimas de las carreteras y sintiendo placer al desentrañar los significados de los trabajos del viento sobre los arbustos de los terrenos.

Por momentos avancé en completa soledad. No olvidaba que era mi primigenia visita. En el pasado no había prestado atención a las entrevistas y los asuntos de importancia los dejaba a merced de los periódicos y las revistas. Ostentaba mis procederes, sin temor, por aquí y por allí. Acaso porque comprendía demasiado bien la circunstancia bajo la cual se llenaban los baches. La gente siempre parecía oír lo que nunca se decía y con convicción de sobra comenzaba a alarmarse y a buscar el “cómo” para sobrevivir, sin darse cuenta de que la atmósfera, con sus aristas, ejercía doble presión sobre los cerebros y los embotaba hasta hacerlos pesados y torpes.

¿Cuál necesidad de vivir o de ser se inmiscuiría en el minuto primero en el sótano de las ideas? Por otro lado, la misma recurrente pregunta se desenrollaba pronto de su mal atado lío.

Opté por darle una ojeada a un libro que llevaba y que hablaba de viajes y probables observaciones. Había resuelto no escribir más nada en mi diario y lanzarlo todo al vaivén infinito de la memoria. Recordé nombres de lugares dejados atrás. Lugares donde el sol rebotaba con gérmenes amedrentados por otros astros o por rosas de los vientos tan resbalosas como jabón de arcilla o aun por coros de corpúsculos que se orientaban hacia el sur de la sequía. La vía se afanaba en secretar diversas idolatrías. ¿Acaso la multiplicidad de figuras no lograba entusiasmar al albur? Como fuese, la oportunidad de regresar se convertiría en un remanente para los poderes telúricos y sus hambres de transformaciones.

La vía foránea

Así, de acuerdo a la capacidad sumergida, siempre fascina el altar que el horizonte coloca, casi a ras del suelo, para que el cristofué invoque a sus representantes de una a otra orilla del territorio de su canto. Con alegría admití el requisito del anfitrión y para no perderme en el sino convencional del huésped obtuve de mí el menos superficial de los recorridos. (A un mismo tiempo sentí el avasallamiento del seguro encuentro con la verdad agazapada dentro de un horno de leña y la liviandad que me produjo romper mi vestimenta y despojarme de los zapatos).

Yo me sabía necesario para la desproporcionada tarea. Me dije que lo temporal debía reconcentrarse en sí mismo y extremarse. Una historia llegó a través de las ondas hertzianas. Se narró la angustia de la agricultura. Sólo se entraba a ella con pedazos de una involución. Las semillas habían sido sumamente honestas y lo genuino se marchitó en las agujas de los relojes. La tierra temía describirse y lentamente la ganaba la laxitud y los fundamentos de la erosión.

Me encontré de pronto sin asidero, unigénito. La costumbre me estigmatizaba y se alargaba sin cambios en la vía que recorría. Un brusco reto se retorcía dramáticamente y amenazaba con salirse de control. Parecía que era mía toda la responsabilidad y no atinaba a resolver la manera de desarrollar un sistema de avance que me permitiera aproximarme a la futura meta. El sol agudizó sus reflejos y me obligó a basarme en una movilidad traumatizada por impulsos premeditados. Le imprimí a mi inteligencia y a mi creatividad la fuerza capaz de convertirse en un motor. Yo también podía ser el hijo de mis absolutas contramarchas.

Alcancé un poblado armado con uniones deleznables. El trabajo de la desidia se proyectaba por doquier. Allí se profesaba el fin de la cultura. Las puertas se mantenían cerradas para que la luna no brillara adentro. Un mendigo imitaba el hozar de los cerdos relictos y su cabeza buscaba una copia en la miseria de su oeste. Detrás de él, la última rueda importante trataba de movilizarse a través de rutas alternativas. La originalidad de la pobreza era más auténtica que la más fiel copia.

Decidí caminar con las cronologías confundidas y echarme a la espalda el resquemor de los ancianos. La madurez de mi gesto me arrastró hacia un tradicional derrotero. No conforme con ello puse en entredicho las artimañas que escandalizaban tras las ventanas. La impronta de mi arte de vivir se juntó en los recuerdos recreativos y resonó en mi garganta cual un grito de un pariente lejano en la espesura. Mi espíritu salió de viaje, en pos de aventuras, y besó mujeres íntegras en su devoción, pero no tan corajudas como para oponerse al tránsito de los caminos.

La vía foránea

Me inspiró el atardecer con su lastre de papel recortado. Por una vez eché mano del pan y no indagué por su naturaleza. Después de una prolongada pausa, el sabor del trigo se avino a mí y lentamente le palpé el vacío.

Inicié en mi rostro un cúmulo de expresiones. Desde las más cordiales hasta las menos convincentes. La experiencia se convirtió en una palabra cargada de elasticidad. Era una palabra con ínfulas de “universal” y en su poco tamaño llevaba su acomodo.

Mi traslado incluía una invocación a las “almas clamantes” y a la armonía que supuestamente detenta la escritura. Si el horizonte recibía el anuncio del nuevo año se salvaba un solo hombre de la serie que enmendaba el camposanto. Después de todo, el plan original siempre se cambia para que los visitantes tengan de qué hablar a su regreso.

En respuesta al fingido entusiasmo de los pobladores, el precio de la locomoción debe aumentar considerablemente y extenderse por meses y meses. El símbolo de la mala fortuna llegará a ser una tabla trunca cubierta de vendajes.

De un esbozo de los linderos los pies soportaron las torpezas del terreno. El más temprano de los retratos (con paisaje acuático al fondo) será el mío y la primera evidencia de mi itinerario estará representada por un calzado caído del cielo. La contigüidad de las semejanzas en los desplazamientos cubrirá de ilustraciones a los cuerpos humanos en los rituales que constriñen los espacios. De tal guisa, me provocó duplicar los paisajes recortables y susceptibles de allegarse a las tijeras para su mejor aprovechamiento, en aras de la continuidad de la geografía que se imagina.

La vía foránea

Escuché una vez más al cristofué y empecé a complicarme. Me resultó irritante largar a las maletas. Su complicada misión pudo convertirse en una curva perfecta. Retrocedí en la cuenta y me realicé, a pulso y con buen trote. De improviso, la inminencia de alojamiento se disipó. El cristofué se redefinió y me prestó su esclarecimiento. Retomé el camino, ajustado a los equívocos preceptos. Pájaro y hombre preanunciaron un vago futuro. Estrecharon su relación. Los ganó la lontananza con un kilometraje que fue un anticipo de la realidad.