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Memoria frutal

Ilustraciones: dibujos de Nelson Jovandaric

Nací y crecí rodeado de árboles frutales. Algunos de ellos eran inmensos y bajo sus amplias copas se desarrollaron mis juegos infantiles, solitarios o en compañía de otros niños de mi edad o un poco menores. Las más diversas especies de pájaros se posaban sobre las ramas atraídos por las fragancias de las frutas maduras y allí se dedicaban a picotearlas y a trinar con satisfacción. Mis ojos y mis oídos se exultaban con aquellas postales realizadas por un portentoso espíritu natural.

Yo me sentía un niño privilegiado. En la casa de mi abuelo materno, donde vi la luz y donde transcurrieron mis primeros años de infancia y en el enorme caserón de mi abuela paterna, donde mi estado de niño continuó, hubo siempre árboles frutales sembrados por las manos previsoras y amorosas de aquellos viejos que sabían el valor y la importancia de las plantas que prodigarían delicias y contento. Yo iba de una casa a la otra llevando y trayendo frutas, en un intercambio de texturas, brillos, perfumes, sabores, vistosidades y colores.

 

Tamarindo

Tamarindo

Hubo dos enormes árboles de tamarindo (tres en realidad, pues existían dos, tan estrechamente unidos como siameses, que parecían un solo tronco) en el amplísimo corral, sin paredes ni cercado, de la casa de mi abuelo materno. El árbol plantado muy cerca de la calle era relativamente alto y poseía una enramada que colgaba casi hasta tocar la tierra y proporcionaba una sombra apetecida por el revoltijo de niños del vecindario para organizar todo tipo de diversiones. Los frutos de ese árbol eran gruesos y muy ácidos. Yo prefería comerlos antes de que madurasen completamente y me gustaba restregárselos en los labios a una niña que siempre andaba detrás de mí, con su cara sucia y llena de mocos.

El otro árbol, el siamés, mi preferido, estaba ubicado en un rincón, al fondo del patio. Su anchurosa copa cubría parte del tejado de la casa vecina de la familia Bejarano y brindaba una fresca umbra en un amplio entorno del corral. En todo momento una alfombra de hojas menudas tapizaba el suelo y lo convertía en el lugar ideal para trazar caminos por donde se desplazaban camiones, carretas y caballos de mis historias en miniatura. Cuando los tamarindos estaban en su punto de madurez, me gustaba trepar hasta lo más alto del árbol. Escogía una bifurcación gruesa de una rama y me sentaba cómodamente a quitarle la cáscara a los tamarindos más grandes. Luego los olía con intensidad hasta que me hacían salivar con abundancia y los devoraba con lenta fruición, sin temor a que pudieran laxarme. Su pulpa la deshacía presionándola con la punta de mi lengua contra el cielo de la boca. Desde mi asiento podía observar el movimiento de la calle y, a veces, el baño con manguera que se daban desnudas las cinco hermanas Bejarano en su escaso jardín. Al divisarlas a ellas sin ropa, retozando y mojadas, segregaba abundante saliva que me permitía tragar más de prisa un mayor número de tamarindos hasta sentir un agradable calor en el vientre.

Cuando los tamarindos de ambos árboles estaban secos y agujereados por los gusanos, resultaba un espectáculo maravilloso para mí contemplar y oír a las bandadas de torditos o conotos en su labor de partir los frutos agostados para engullir los insectos, al unísono, con una insólita música de percusión.

 

Hicaco

Mi abuela paterna había sembrado el árbol de hicaco al lado del baño para que el agua que corriera hacia afuera mantuviera permanentemente húmedas a las raíces. Por ello los frutos se daban en abundancia, con mucha carne, grandes y sonrosados. Yo los derribaba con una vara y los acumulaba dentro de una olla. Me comía de inmediato unos cuantos y mantenía largo rato las semillas dentro de la boca, moviéndolas de un carrillo al otro para extraerles toda la pulpa. Después le entregaba el resto de la cosecha a mi abuela y ella los lavaba y montaba la olla sobre la hornilla de la cocina de kerosén. Como a la hora se desprendía de la cocina un agradabilísimo aroma y yo sabía que los hicacos en almíbar ya estaban listos. Mi abuela me servía los hicacos en un plato de peltre y yo me iba a sentar bajo el árbol progenitor, con una cara de fiesta, a comerme con los dedos los frutos transfigurados y a chuparme los dedos con emoción. En algún momento aparecía una niña vecina de encarnadas mejillas y de ojos verdes y se paraba delante de mí. Me levantaba, arrancaba el hicaco más grande y fino y le acariciaba los pómulos con él, en una especie de alabanza comparativa. En seguida la invitaba a sentarse a mi lado y le impregnaba las mejillas de almíbar y luego se las chupaba hasta hacerla reír y patalear.

 

Níspero

El inmensurable árbol de níspero ocupaba la parte central del patio de la casa de mi abuelo materno. Los nísperos colmaban las ramas durante todos los meses del año. Reinitas, azulejos, paraulatas, cristofués y pájaros carpinteros se ponían de acuerdo para llegar juntos y repartirse todas las frutas maduras. Al clarear el día, el concierto de los pájaros en su festín de frutos ovales y carnosos me despertaba y yo corría hasta debajo de las ramas para localizar mejor a cada especie de ave y confrontar sus plumajes y cantos con la coloratura de los nísperos picoteados. Los pájaros carpinteros derrochaban más frutas que los otros y por eso yo les lanzaba piedras y subía de prisa al árbol para apoderarme de ellas. Me las llevaba de prisa a mi cuarto y ahí adentro me las comía, sentado sobre la cama, y bamboleaba los pies al ritmo del concierto ornitológico. Mis manos y mis labios quedaban aromáticos por largas horas.

Cuando quería probar nísperos con urgencia y no los encontraba maduros encima del árbol, acudía sigiloso hasta la alacena secreta de mi abuelo y sacaba algunos nísperos de sus envolturas de papel periódico, donde se estaban madurando, y me los tragaba en un vértigo, antes de que alguien pudiese descubrirme. Sin embargo, esos nísperos madurados así jamás tenían el incomparable bouquet de las frutas en sazón que pendían de las ramas del árbol señero.

 

Mango

Mango

En los patios de las casas de mis abuelos se erigían orgullosos árboles de mango, uno en cada corral, pero de especies distintas. Mango de oro era el nombre de la fruta que producía el árbol esplendoroso, aledaño al níspero, en el patio de mi abuelo materno. Era de regular tamaño y llegaba a pesar medio kilo, por lo que su ingesta podía resolver una situación de hambre acuciante. Yo los bajaba valiéndome de una piedra amarrada a una cuerda. A continuación me recostaba del grueso tronco del árbol y con una navaja los iba rebanando. Las lonjas de intenso amarillo y penetrante aroma excitaban sobremanera la vista, el olfato y el paladar. Mi hora preferida para saborearlos era cerca del mediodía. Había descubierto que los intensos rayos solares acrecentaban sus azúcares y exacerbaban al gualda de la piel y la carne.

El árbol de mango del patio de mi abuela paterna echaba unos frutos pequeños, algo redondeados. Ya maduros refulgían con un amarillo que no se apaciguaba hasta que los dientes lo troceaban y lo convertían en una exquisita amalgama que colmaba la cavidad bucal con un dulzor delicado. Para lograr los mejores mangos bocados había que batallar permanentemente contra los pericos caras sucias que lo tenían por su principal alimento.

 

Guanábana

Los guanábanos de ambas casas eran del mismo género y de ellos brotaban elegantes y lustrosas guanábanas desde lo más bajo del tallo hasta las ramas más altas. Durante la canícula se abrían majestuosamente y su pulpa blanquísima vibraba como nieve recogida. A las que estaban ubicadas en sitios inaccesibles se las hacía caer con un garabato y alguien las atrapaba con un saco suspendido de dos parales. Yo seleccionaba una bastante gorda y le terminaba de separar la raja hasta poner al descubierto la alba blandura. Introducía mis dedos bien adentro y extraía una pulpa olorosa con abundantes semillas que, de inmediato, ingresaba a mi boca y me hacía alcanzar un extasis gustativo que invadía todo mi cuerpo.

Mis abuelas gustaban de transformar la pulpa de las guanábanas en un delicioso refresco para atenuar el calor y también convertían a la pulpa en una torta de refinada gastronomía o en un dulce de delicado sabor que adquiría una ligera coloración morada para que viajara a placer por las papilas gustativas.

 

Ciruela de huesito

Ciruela de huesito

Mi abuela paterna me decía que el árbol de ciruela de huesito debía tener más de cincuenta años. Su grueso tronco exhibía una voluminosa y extravagante “vulva” y debido a eso yo deducía que era un árbol hembra y muy paridor. Las ciruelas en plena madurez reventaban en una larga variante del púrpura y al no más introducirlas en la boca y presionarlas con los labios liberaban un suculento jugo que desbordaba los sentidos.

Otra versión para disfrutar de las ciruelas que yo también usaba con frecuencia era ablandarlas primero con los dedos. Después me dedicaba a morderles el “culito” brotado y sin intervalo procedía a absorberles el perpetuo amarillo de las satisfacciones.

Los huesos de las ciruelas servían, a la postre, como proyectiles en las guerras infantiles que decretaba contra los ladronzuelos de frutas que trataban de robarlas desde el techo de la vivienda de al lado.

 

Mamón

El destacado árbol de mamón bifurcaba su tronco a escasos metros del suelo, por lo que resultaba relativamente fácil “monearlo” y en pocos minutos alcanzar el límite de la copa. Cuando los niños que obligatoriamente se divertían en el patio con la anuencia de mi abuelo materno me descubrían en lo alto de la enramada, se congregaban al pie del tronco y me suplicaban un gajo de mamones. Yo desgajaba unos cuantos frutos y los dejaba caer sobre sus cuerpos polvorientos para verlos pelearse. Mientras tanto yo me metía en la boca hasta cuatro “pepas” juntas para saborearlas en extremo. La acidez se mezclaba de inmediato con una repentina dulzura y me provocaban hondos suspiros. Las semillas las escupía lejos con la intención de que le cayesen en la cabeza a algún rapaz desprevenido.

Descendía del árbol, después de media hora, de manera rauda y furtiva. De la pretina de mi pantalón colgaban varios racimos de mamones. Mi camisa blanca lucía manchada irremediablemente. Salía a toda carrera hacia un viejo excusado situado en medio del corral y allí escondía los racimos. Por la noche venía a buscarlos y junto con Haideé, la muchachita libertina de la casa de enfrente, armábamos un improvisado fogón con ladrillos y ramas secas y sobre él montábamos una lata de leche en polvo vacía que contenía mamones pelados, agua y azúcar. Transcurrida casi una hora teníamos listo nuestro “dulce de mamón”, el cual compartíamos mientras charlábamos sobre muertos y aparecidos y la salacidad de los vivos.

 

Guayaba

Guayaba

El guayabo tenía una posición privilegiada entre el árbol de níspero y el de tamarindo. Del guayabo guardo dos recuerdos ingratos. El primero tiene que ver con una vara de caña amarga que se zafó de las manos de José, un compañero de juegos, cuando hacía caer guayabas para que yo las atajara. La vara descendió súbitamente y su punta se me incrustó en medio de los ojos. Odié las guayabas por un tiempo.

El segundo recuerdo se refiere a un enorme y peludo gusano, al cual mi tío Osvaldo, unos pocos años mayor que yo, le puso la mano encima de manera fortuita mientras trataba de alcanzar unas formidables guayabas. En lugar de las frutas fue mi tío quien cayó con la mano quemada y dando alaridos. Yo ya me había tragado dos guayabas y las vomité del susto.

Sin embargo, a pesar de esos malos recuerdos, los frutos de aquel guayabo eran muy apetecidos por todos los miembros de la familia, por los amigos y por los vecinos. Eran unas guayabas que exhalaban una fragancia especial que invadía todo el ámbito del corral. Su pulpa monopolizaba un rojo intenso y la acompañaba un séquito de semillas apretadas y blanquecinas. Yo solía almorzar sólo con tales guayabas o con su carne convertida en merengada.

Con otros niños apostaba con frecuencia dinero menudo al retarlos a devorar guayabas abiertas y llenas de gusanitos. A muchos les daba asco comerlas así y yo les decía que los gusanitos eran tan limpios y saludables como las guayabas mismas. Por aquella época debo haber tragado kilos de larvas que fortalecieron mi precaria salud.

 

Pumagas

El árbol de pumagas parecía una torre gótica. Era un bello árbol plantado por mi abuelo materno una década antes de que yo naciera. Tenía ilustre origen y un cierto abolengo. Desde su sitial vigilaba la salida y entrada de conocidos y desconocidos por la puerta principal de la casa. Mostraba sus frutos con orgullo y la envidia invadía a los paseantes.

Ver al pumagas florecido resultaba un regocijo visual como pocos. Las flores eclosionaban y parecían anémonas que flotaban en el aire. A los pocos días el suelo quedaba cubierto de cientos de estambres y yo los recogía en mis camiones de volteo y los depositaba encima del cementerio de los pájaros.

Los pumagases hacían su aparición prematura de la mano de un rojo desvalido y dos semanas después los frutos en sazón deslumbraban por el color violeta intenso. Mi abuelo cuidaba con sumo celo a los pumagases para que no fueran hurtados. Se levantaba de medianoche con una linterna y contaba una a una a todas las frutas, pero eso no impedía que yo, su nieto predilecto, encontrase el momento nocturno apropiado para trepar al árbol y allí mismo seleccionase los pumagases más tiernos, nutritivos y fragantes para proceder a engullirlos con meditada lujuria. De vuelta en la cama me dormía plácidamente con la aromaticidad impregnada en todo el rostro y en sueños me veía retozando dentro de una tina repleta de pumagases que nunca se evanescían.