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Siempre fui a Granada (1)

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

I

Granada

Recuerdo que la primera vez que oí mencionar a Granada fue cuando Alfredo Sadel cantó la famosa composición de Agustín Lara dedicada a esa ciudad, en “El show de las doce” conducido por Víctor Saume. Corría la década de los años sesenta del siglo XX.

Granada, tierra soñada por mí
mi cantar se vuelve gitano
cuando es para ti...

...Granada,
tu tierra está llena
de lindas mujeres
de sangre y de sol.

En mi mente se acumularon, de improviso, numerosas imágenes fantasiosas y mezcladas: gitanos y moros incitando a los toros con los capotes y luego a los astados bañados en sangre y bellas mujeres morenas ovacionando y lanzando flores desde los burladeros...

Granada

(A finales de los noventa, otro Lara, Pastor, cantante lírico frustrado, en ciertas ocasiones etílicas y nocturnas, deleitaba en bares de mi ciudad natal a un atónito auditorio con su propio registro de “Granada”. Yo también le aplaudía y me aplaudía por mi futuro viaje a la celebrada ciudad andaluza).

Llegaron los años setenta y con ellos el inicio de una breve, pero intensa militancia política. Comencé a escuchar a los “cantores comprometidos”: Daniel Viglietti, Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa... Un día alguien me prestó un cassette de un cantante desconocido para mí: Paco Ibáñez. Fui oyendo los poemas musicalizados con asombro y deleite. De repente, una letra y la forma muy emotiva de su versión cantada me sumieron en un arrobamiento especial y nostálgico.

¡Qué lejos por mares, campos y montañas!
Ya otros soles miran mi cabeza cana.
Nunca fui a Granada.
Mi cabeza cana, los años perdidos.
Quiero hallar los viejos, borrados caminos.
Nunca vi Granada...

Venid los que nunca fuisteis a Granada.
Hay sangre caída, sangre que me llama.
Nunca entré en Granada...

La “Balada del que nunca fue a Granada” de Rafael Alberti se convirtió, inexplicablemente, en la versión de Paco Ibáñez, en una de mis canciones favoritas. Rápidamente me la aprendí y la tarareaba mientras comía o tomaba un baño. Algo en el inconsciente me decía que algún día yo entraría en Granada de la mano del mismo Alberti o de García Lorca o de Manuel de Falla.

 

II

Granada

En la Estación Norte de Valencia abordamos a las once de la mañana el tren con rumbo a Granada. Aquel siete de octubre el cielo mostraba un brillante azul. El tren (de diez vagones) partió a la hora y hacía paradas en casi todas las estaciones. En Jaén la parada fue un poco más prolongada. (Vinieron a mi memoria los versos de Miguel Hernández: Andaluces de Jaén, / aceituneros altivos, / decidme en el alma, ¿quién, / quién levantó los olivos?). Me quedé dormido y cuando el tren reemprendió viaje me desperté. Me dirigí al sanitario, al fondo del vagón, y descubrí que la máquina del tren ¡halaba a un solo vagón!, el nuestro, donde viajábamos unas treinta personas, la mayoría andaluces y algunos extranjeros. Ignoro en qué momento el tren original fue separado. Íbamos a llegar más tarde de lo previsto a Granada. Me dediqué durante el resto del viaje —más de una hora— a contemplar el paisaje desde la cola del vagón y a tomar fotografías.

Granada

Arribamos a Granada, ¡al fin!, a eso de las seis y media de la tarde. Salimos de la pequeña estación y esperamos largo rato hasta poder tomar un taxi. Cruzamos la Gran Vía de Colón y la avenida Reyes Católicos. Dimos con la calle El Ángel y localizamos el hostal que nos recomendó una profesora amiga de la Universidad de Granada. Nos registramos, subimos a la habitación y nos lanzamos a la cama. El cansancio nos venció. El sueño llegó pronto con el rumor de voces y pasos y el ruido incesante de motocicletas que circulaban por las estrechas calles. La primera noche en Granada transcurrió envuelta en un ambiente nada extraordinario.

 

III

Granada

Al siguiente día nos despertamos tras lo que nos pareció una infinita noche. La habitación estaba a oscuras, con las gruesas cortinas corridas. Consulté mi reloj: doce menos cuarto y Granada esperando afuera. Nos duchamos de prisa, comimos frugalmente (pan e higos y dátiles secos) y salimos.

Casi a la una de la tarde tomamos una buseta rumbo al barrio El Albaicín (al-Baycin: El arrabal [de los halconeros]), emblemático asentamiento antiguo de larga y rica prosapia musulmana. La buseta comienza a subir por la Carrera del Darro y, de pronto, a nuestra derecha, aparece el Alhambra con sus torres que atraen a las nubes. La “Fortaleza Roja” se impone con su majestad y obliga al silencio y a la meditación contemplativa.

Después de unos quince minutos de recorrer callejas estrechas y zigzagueantes descendemos en una plazoleta. Lo primero que descubrimos es un vetusto surtidor de agua. El manantial fluye por debajo y los caminantes se detienen a probar el fresco y dulce fluido. Hacemos un cuenco de nuestras manos y bebemos repetidas veces, con inefable deleite. Se acerca un perro y nos mira. Vierto agua en su boca: ladra agradecido.

Granada

Llega la hora de perdernos por el sorprendente laberinto de ocultas plazas, callejones, pasadizos, iglesias que antes fueron mezquitas, aljibes, cármenes... Sólo perdiéndose dentro del corazón de El Albaicín es como se le siente vibrar con su amalgama de sabores, colores y sonidos: savia mestiza. En El Albaicín vivían los nobles y los artesanos. (Se dice que la madre de Boabdil, el último rey de Granada, tuvo su residencia aquí). Las viviendas tradicionales, los cármenes, nos salen a cada paso y sus altos muros, por donde sobresalen ramas con olorosas flores, nos retrotraen a un pasado vivo, palpitante.

Frente al carmen “Verde Luna” me detengo y me emociono con la belleza de su fachada. Atisbo por una ranura de la puerta. Mi vista absorbe el parterre y el aljibe refresca mi intuición. Creo interpretar bien al agua y el albaicín. Rodeamos a la que era la antigua mezquita mayor (ahora iglesia de San Salvador) y desembocamos en la placeta de San Miguel el Bajo. Allí me tomo dos jarras de cerveza, con sus respectivas aceitunas, en una mesa al aire libre de uno de los mesones. Aparto una de las sillas para que Xin Yue se siente y salen dos gatos espantados. Ella grita y se aleja horrorizada. (Todavía encontraremos muchos gatos más en nuestro recorrido: los hay por todas partes). Al final de la plaza hay una calleja que culmina en un mirador, desde donde se contempla una impresionante vista de Granada.

Abandonamos la placeta y bajamos por la Calle del Muladar de Doña Sancha. (Los toponímicos no dejaban de producirme un especial placer eufónico). Escuché a una “bailaora” de flamenco en pleno ensayo y vi su silueta en movimiento a través de las rejillas de una ventana. El taconeo me pareció perfecto y el sonido de las palmas de las manos me sedujo con su magia y su misterio.

En la Cuesta de San Gregorio encontramos al joven cartero, quien repartía a pie la correspondencia. Conversaba con alguien a través de su móvil: “Mi amiga se fue a Peking, se compró un sidecar y se encontró a un chino para que la lleve a todas partes...”. Me le quedo mirando como diciéndole: “Nosotros venimos de allá, de esa ciudad”, pero ni se enteró.

Granada

Al comienzo de la Cuesta de las Arremangadas nos topamos con una alta pared blanca. Elevamos la mirada y nuestros ojos quedan extasiados con el espectáculo de rojas y enormes granadas que cuelgan. Se han abierto y ofrecían sus sensuales granos de bermellón. Desde allí debió surgir Medina Garnata, “La ciudad de las granadas”.

Descendimos hasta la calle Correo Viejo y nos salen al paso los tenderos árabes voceando sus mercaderías. También hay tenderos indios y pakistaníes, pero fundamentalmente son los árabes quienes le dan su exótica fisonomía a la calle.

Granada

Consulto mi reloj: son las cuatro y quince minutos. Ahora transitamos por una callejuela bastante estrecha que posee edificaciones de grandes ventanales. Localizo el nombre de la vía: calle Aire de Granada. A las cinco descendemos por la Carrera del Darro. Nos sentamos en una de las mesas ubicadas bajo una especie de emparrado. Frente a nosotros se alza la muralla de El Alhambra, al otro lado del río Darro. Éste le servía de “foso” natural. La torre Comares se yergue mayestática e impone respeto.

Hay un silencio que se podría palpar. A veces es alterado por ruido de vehículos o voces humanas en tránsito o en disfrute cervecero. Se acerca una bella mujer rubia y pregunta, con acento alemán, qué queremos tomar. Xin Yue pide una taza de té con frutos del bosque y yo una jarra de cerveza de sifón. Cirros se mueven hacia la izquierda de la torre Comares. Un halcón cruza por delante de ella, procedente del lado opuesto. Me quedo un instante en meditación, mientras sigo acucioso el vuelo del ave. Bajo la mirada hasta el murete del río y descubro a dos muchachas que conversan amenamente. Una viste de negro; la otra, de rojo. Ambas llevan puestas gafas oscuras. Siento curiosidad en saber acerca de qué hablan, pero no intento levantarme de mi asiento. Prefiero imaginarme que dialogan sobre los hombres en sus vidas. ¿Acaso eso no fue lo que me dio a entender el paso del halcón?

Granada

Cuando el sol ha desfilado por encima de la torre, abandona detrás de sí a una hilera de cúmulos. Me llevo la espuma de la cerveza a los labios y olorosos recuerdos a otros lúpulos se despliegan en mi mente y resumen alejados crepúsculos. Miro hacia El Alhambra. ¿Para qué construyó el hombre estas edificaciones? ¿Para poner de manifiesto una insólita arrogancia y equipararse con el Gran Arquitecto?

Las nubes continúan su imperecedero trasiego y las palomas y las moscas también. De la luz solar sólo resta un hilo alargado y algo ensangrentado. El momento de marcharnos ha sido señalado por los ruidos estomacales del hambre. Una mosca se ha prendado de mí y no quiere abandonarme. Otras nubes se acumulan y el cielo impulsa hacia ellas un hálito gris. Yo sé que al siguiente día el cielo se ablandará con sus cremas azules y dispondré de novísimos algodones que flotarán encima de los adarves de El Alhambra. Mientras tanto, convenzo a la mosca de la conveniencia del descanso y le soplo las alas para que encuentre un discreto destino.

Granada enciende sus luces y muchas risas y gratos aromas le tremolan dentro de su caja sonora.

Granada, 8 de octubre de 2007

Granada