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Siempre fui a Granada (2)

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

I

Estoy en el camino externo de El Alhambra, el que rodea las murallas. La mañana agota su placidez y lanza al suelo un brillo que se desliza con mesura. Un potente chorro de agua sale con extraordinaria fuerza por un hueco de la muralla. Aquí también noto que hay oropéndolas y que la corriente del canal arrastra a veces sus plumas.

Después de descender por la Cuesta de los Chinos llegamos, de nuevo, al conocido emparrado. En esta oportunidad, nos sentamos en una de las mesas del café-restaurante “Rabo de Nubes”. Mostramos nuestra alegría en ese nombrado “Paseo de los Tristes”.

Yo pido una copa de vino granadino; Xin Yue se decide por una taza de té rojo. Nos traen pronto lo que pedimos y agregan un platillo de aceitunas amargas. Los gorriones saltan cerca de nuestra mesa y sus sombras se confunden con las sombras de las sillas. Un saxofonista de delgada contextura y no mayor de veinte años (acaso ruso o rumano) comienza a interpretar conocidas melodías: italianas, latinoamericanas, estadounidenses, francesas... Luego pide dinero y le lanzamos algunas monedas dentro del sombrero que estira hacia nosotros.

Ya es la una y cuarto de la tarde y a las dos debemos estar a la entrada de El Alhambra. No nos fue fácil comprar boletos. Una larguísima cola de turistas estaba apostada desde temprano frente a las taquillas.

Iniciamos el ascenso por la Cuesta de los Chinos. A los diez minutos me detengo ante un muro y como si estuviera justipreciando el abigarrado conjunto de elementos que lo estructuran, pruebo sus texturas y su estética se introduce en mi alma. A mitad del muro está encajada una dedicatoria al poeta García Lorca: quien escogió ese lugar para colocarla, con seguridad posee una especial sensibilidad.

 

II

A las dos y treinta y cinco logramos ingresar a El Alhambra, ciudadela y fortaleza, sueño y tragedia, palacio y residencia de los sultanes nazaríes durante los siglos XIII y XIV. Caminamos, despacio, por el Paseo de los Cipreses y nos colmamos el espíritu de bellas formas arquitectónicas dispuestas armónicamente con laberintos de jardines. El claustro del antiguo Convento de San Francisco nos habla desde sus cimientos con voz árabe. Más adelante me detengo frente a un edificio que ostenta una placa: “A Isaac Albéniz que vivió en la Alhambra en la primavera de 1882”. (No pude encontrar el poema que Jorge Luis Borges trazó en otro muro en 1976. Tal vez él mismo me negó esa, su llave).

Penetro al interior del Baño de la Mezquita o del Polinario. Las lumbreras multiplican al sol y forman estrellas. La ornamentación geométrica aún conserva su antiguo brillo y una especie de diminuta mihrab atrae la presencia de la divinidad. Mientras se calentaba el agua y el vapor hacía sus piruetas, quienes ingresaban al recinto para tomar un baño debieron haberse relajado de inmediato y olvidado las preocupaciones mundanas. Luego vendría la oración y el encuentro con Dios.

Sigo avanzando, ya afuera, y pronto me topo con el inconcluso Palacio de Carlos V, edificación renacentista, intromisión arquitectónica en el conjunto musulmán. ¿Pretendería el monarca español demostrar que había recibido una orden directa del dios cristiano para tratar de unir el Cielo con la Tierra? Las cabezas de águilas de la fachada aprisionan con sus picos a la imposible circularidad del Universo y grotescos rostros (¿musulmanes vencidos?) con las bocas abiertas, ¿exaltan una impuesta gloria o gritan la derrota?

La Puerta del Vino nos espera con sus fachadas decoradas, las espléndidas albanegas del arco y la llave que Muhammad V pone en nuestras manos para que nos abramos a la imaginación. Me siento en uno de sus bancos interiores (antiguamente destinados a la guardia). Cierro los ojos y escucho “Recuerdos de la Alhambra” de Francisco Tárrega. Un regusto exquisito de zumo de uva fermentado embriaga mi memoria. Adosado a un lateral de la puerta hay un cuadrado de azulejos y resalta una inscripción: “A Claude Debussy por La Puerta del Vino”. (He escuchado tres versiones diferentes de la famosa composición de Debussy: las de Aleksandr Bernhard, Seizoh Azuma y Daniela Puzzo. La de ésta última es la que más conmueve y eriza la piel por su ímpetu, fuerza y consistencia). Abro un libro de viejas fotografías de El Alhambra. Busco la fotografía que me interesa: 1925; Federico García Lorca y Manuel Ángeles Ortiz posan frente a la “Puerta del Vino”. La fotografía lleva dedicatorias de ambos a Manuel de Falla.

Mis pies se dejan llevar por el fluido del lugar. Sin darme cuenta alcanzo la entrada de la Alcazaba o zona militar que es, junto con las Torres Bermejas, el segmento más antiguo de El Alhambra. Me descalzo y recorro íntegramente uno de los adarves. (¿Qué gente enemiga puebla sus adarves? / ¿Quién los claros ecos libres de sus aires? ). Los ladrillos están frescos, a pesar del sol reluciente. Dejo caer mi mirada hacia abajo, por donde fluye el Darro con tristeza y una sequedad vuela hasta mi garganta. Me sobo la barbilla y levanto y giro la cabeza: allá, al fondo, la Torre de Comares continúa su vigilancia e, impertérrita, atisba la espesura a través de sus comarías. Se dice que el Consejo que decidió entregar la ciudad de Granada a los Reyes Católicos se celebró en esta torre. También está muy difundida la creencia de que allí Cristóbal Colón convenció a los Reyes Católicos para que dieran su aprobación y le permitieran emprender su viaje a Asia por el oeste.

 

III

Como los Palacios Nazaríes no se pueden visitar sino a las cinco de la tarde, decidimos internarnos en el laberíntico jardín del que fue Convento de San Francisco. Atravesamos el jardín dejándonos llevar por el azar de las veredas y los setos que viven de la geometría. En el extremo nos atrae un recodo sombreado por pinos que forman un círculo, en cuyo centro fluye, incesantemente, el agua de una fuente. Sólo se escucha el rumor del agua y el trino de algunos pájaros. La luz del sol ilumina la parte media de la fuente y los corpúsculos también se ven arrastrados por el agua fluyente. Las sombras se sumergen en el agua y brotan en pequeñas oleadas y se pierden en una abertura del piso. Las sombras de los paseantes se recortan sobre el suelo arenoso y le otorgan a las burbujas de agua una razón de ser.

Los visitantes también conforman un flujo sin pausa y el agua es su metáfora.

Hay una transición de luz vespertina que impulsa una fresca y suave brisa. Las fragancias de las flores del jardín nos envuelven. Tras la brisa descienden unos jilgueros. Xin Yue me corta las uñas de los dedos de las manos y los pedacitos caen al suelo, donde son devorados por los pájaros. Ahora estoy seguro de que algo de mí quedará asimilado en el torrente sanguíneo de los más inquietos y permanentes habitantes alados de El Alhambra.

 

IV

Conducimos nuestros pasos ávidos hacia los Jardines del Generalife y sorprendemos a los cipreses de paseo por los aires. Subimos unas escalinatas y una portadita se abre y simboliza una bienvenida. Un trecho más allá el espacio se alarga y constriñe y se llena de arbustos florecidos y mucha luz y reverberación. Estamos en el Patio de la Acequia o Ría y la Acequia Real resalta como portento hidráulico para que abreve todo el conglomerado. Subimos al mirador y por las ventanas en herradura destacamos las huertas, un segmento de El Alhambra y la parte baja de Granada.

Los arcos de la Sala Regia protagonizan una competencia entre las yeserías, los capiteles y las tacas. Pero el ojo sabe que esa contienda es ficticia porque la armonía se enlaza a perpetuidad con la belleza. ...mientras las nubes generosas vierten su lluvia. / Manos de artífices recorrieron en sus muros brocados que asemejan las flores del jardín...

Una escalinata invita a ascender con exacta lentitud. Arriba espera el Patio del Ciprés de la Sultana. Los surtidores de agua se ajustan rostros para que los chorros posean un inexplicable vigor. La frescura tonifica y apacigua a los espíritus. Andrea Navaggiero, embajador del reino de Venecia en 1526, quedó gratamente impresionado por este intimista espacio.

Los Jardines Altos cuelgan del ramaje y la umbría les sirve de protección. Accedemos a ellos salvando los peldaños de la Escalera del Agua. La corriente se desliza sin temor por los ahuecados muros. Una bóveda de laureles protege todo el recorrido. Cada tres descansos, Xin Yue juega con el agua. La lanza sobre las hojas secas y las hace cantar. El incipiente otoño disfruta del remojo. El sol se entromete en los diálogos de los árboles. Preciso: llueve desde las manos de Xin Yue; sus manos son de lluvia y regocijo. El reflejo del sol sobre la superficie del agua: un sable de cristal, movible y puro. Suena el agua y abajo, en los peldaños inferiores, un inubicable redoble de tambor. ¿Nuevas batallas anunciadas desde el pasado?

Asciende una japonesa de piel muy blanca y los rayos del sol la persiguen y la obligan a subir a saltos los peldaños. Se detiene un instante. Sorbe un poco de agua y luego las siluetas de los árboles la atraen y la camuflan a conciencia en su interior.

Finalizamos el recorrido por el Generalife adentrándonos por el Paseo de las Adelfas y coincidiendo con Manuel de Falla, quien viene de regreso y enamorado, a perpetuidad, de Granada. Como nosotros.

 

V

Hicimos antesala para ingresar a los Palacios Nazaríes a través del Mexuar. ¿Cuántas miles de personas esperarían al sultán para que impartiera justicia? Desde la viga decorada, se nos anuncia: Oh, fundamento del reino elevado / que ostentas una clase de trabajo maravilloso. / Has sido y ojalá hayas sido abierto para una victoria evidente / y para hermosura de la obra y del que obró: / un monumento del Immam Muhammad. / La sombra del Excelso [sea] sobre todo”. La luz cenital nos incorpora a su mensaje. El simbolismo es su epigrafía en yeso: El Reino es de Dios. / El Poder es de Dios. / La Gloria es de Dios. Los ornamentos se organizan en capiteles y una policromía se aferra a su primogenitura. Pasan frente a nuestros ojos las estrellas nacidas de zócalos y dentro de su poder los atributos se aglomeran y se combinan para ser bellos y proseguir.

En su respectivo lugar, los creyentes se disponían a meditar, sentados, y los atisbos de Dios se manifestaban en los retazos de la Naturaleza que se colaban por las ventanas.

Muhammad V elevó al metal transmutado hasta el techo y creó al Cuarto Dorado, emblema de su poder. Pero los Reyes Católicos se impusieron con sus yugos y sus flechas y fundieron escudos para consolidar la autoridad. Frente al Cuarto Dorado la majestuosidad del Palacio de Comares reivindica la toma de Algeciras. La iluminación es la propia del Cielo y ya no hace falta más. Ibn Zamrak, visir del sultán y poeta de El Alhambra, nos canta, desde el friso de mocárabes: Mi posición es la de una corona y mi puerta una bifurcación; el Occidente cree que en mí está el Oriente. / Al-Gani bi-llah me ha encomendado franquear la entrada a la victoria que ya se anuncia. / Y yo espero su aparición [para darle entrada], al igual que los horizontes introducen el alba. / ¡Embellézcale Dios sus obras como hermosos son su aspecto y su carácter!

El agua del Patio de los Arrayanes (...Del mejor amigo, por los arrayanes...) nos invita a entrar en consonancia con su espejeo. Crece la arquitectura al sumergirse y hacerse más alta en la aparente horizontalidad del agua. ¿Cuándo fue la última vez que el poeta asesinado se miró en ese cristal? (...Hay sangre caída del mejor hermano. / Sangre por los mirtos y aguas de los patios...). ¿Reposaría en los alhamíes, mientras en la alberca los espacios se disolvían en colores?

El esplendor continúa en la Sala de la Barca y en el Salón de Comares. Se comenta que el fantasma del sultán camina caviloso en noches de invierno. ¡Y es que cuesta tanto separarse de la belleza de este recinto! Detrás se encuentra la Torre de Comares con sus pequeñas alcobas abiertas en los muros. (De nuevo abro el libro de viejas fotografías: 1923; Federico y Francisco García Lorca, Manuel de Falla, Ángel Barrios y otro personaje, aparecen sentados dentro de la cabeza de la torre. La luz del sol penetra por una ventana e ilumina las piernas sedentes y con caras de asombro). Las paredes hablan y las máximas, usadas repetidas veces, son su vehículo principal: La eternidad es atributo de Dios. / Alégrate en el bien, pues ciertamente es Dios quien ayuda. / Sólo a Dios pertenecen la grandeza, la gloria, la eternidad, el imperio y el poder. Volvemos la vista y la fatiga ni siquiera ha pasado por nuestros ojos. El Cielo se ha superpuesto y su indulgencia luminosa ha descendido hasta nuestros pies.

En el Palacio de los Leones intuimos la existencia de desaparecidos jardines. El Paraíso musulmán encontró su fundamento acá abajo y la serie de ritmos sensuales de las líneas y los espacios componen un predominio de una estética cercana a lo demiúrgico. Los leones del patio han sido removidos: les espera una larga cirugía que les devuelva algo de su pasado brillo. (...¿No es, en realidad, cual blanca nube que vierte en los leones sus acequias / y parece la mano del califa que, de mañana, prodiga a los leones de la guerra sus favores? / Quien contempla los leones en actitud amenazante, [sabe que] sólo el respeto [al Emir] contiene su enojo... dicen los versos de Ibn Zamrak grabados en el borde de la taza de la fuente). Manuel de Falla nos escruta desde el retrato sepia de 1930 y no sabemos responder a sus interrogantes.

Sin aún verla, encandila la luminiscencia de la sobrenatural estrella de ocho puntas de la Sala de los Abencerrajes y gira y nos hace girar sin movernos. El Universo queda a nuestro alcance y lo tocamos con nuestras cabezas y aprehendemos que es un zócalo donde se han vertido innegables azules.

Con los “Ojos de la casa de Aixa” contemplamos a El Albaycín asidos al punto de fuga del paisaje. Es el Mirador de Lindaraja: ajimez de doble arco para tomar asiento en el suelo, en el alféizar y permitir que el alma se derrame sobre follajes, techos y elevaciones del terreno.

Bajamos al Patio de Lindaraja cuando ya los árboles habían convocado a las sombras del atardecer y el crepúsculo deseaba alojarse en aquel claustro. Dentro de la fuente nadan los recuerdos de ilustres y famosos visitantes. ¿Se desvanecieron, definitivamente, las huellas y la firma de Francois-René de Chateaubriand?

 

VI

Anuncian que van a cerrar las puertas de El Alhambra y todavía permanecemos adentro alrededor de unos quince visitantes. Xin Yue y yo nos apresuramos y atravesamos un largo corredor flanqueado por altísimos cipreses que están siendo cortejados por los espíritus de la oscuridad. Una acequia conduce el agua por una orilla del camino. Escucho que el resto de los visitantes se ha quedado rezagado, a propósito, para poderse beber unas botellas de vino. Ríen, felices, y retozan como niños. Entonces, tomo asiento en un banco y rememoro:

El Alhambra recibió la visita de muchos viajeros románticos: Lord Byron, Bulwer Lytton, el Vizconde de Chateaubriand, Víctor Hugo... y tras ellos llegaron los primeros fotógrafos: Teóphile Gautier y Eugéne Piot. Mucho antes que todos ellos, había venido y vivido en El Alhambra un escritor proveniente de los Estados Unidos. Su nombre: Washington Irving. Aquí escribió su famosa obra “The Alhambra: a series of tales and sketches of the Moors and Spaniards”. Dejaré que él hable por mí y exprese lo que yo sentí en aquel momento: Me alejaré de este paisaje antes de que el sol se ponga. Me llevaré su imagen revestida de toda belleza.