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Siempre fui a Granada (y 3)

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

I

Salgo solo del hostal y en la calle me espera un sol guía y espaldero. La mañana desfalleciente recaba fuerzas del tupido tránsito automotor y peatonal. Permito a la luz solar que me hale hacia los sitios que eligió para mí. De antemano sé que será un periplo raudo y fugaz.

Con los gratos aromas del mediodía llego hasta la iglesia de Santa Ana. Un hombre rasguea una guitarra y juega con su perro. Me acerco a la vecina fuente que habla a través del rostro de un toro y escucho el mugido del agua. Me apropio de su sino. El callejón que está situado detrás me alcanza su nombre: Almanzora Baja.

Subo por la calle Puente Espinosa y un antiguo puente antiguo pugna por permanecer y evitar que lo echen al olvido. Sobre una pared de una casa derruida descubro al gato con más altivez y prestancia de cuantos me he topado hasta ahora. Estaba de espaldas mirando hacia el río Darro. Sintió mis pasos y giró la cabeza con displicencia, pero con suma majestad. Me miró algunos segundos y continuó en su posición. Le tomé varias fotografías y luego pasé por debajo de su atalaya: ni siquiera se movió, ni trató de huir.

Con la imagen del gato orgulloso en la mente asciendo por la Cuesta de la Churra. Llego a la Placeta de la Concepción y derivo por la calle Portería de la Concepción, donde ubico al monasterio del siglo XVI. Continúo por la calle San Juan de los Reyes y me introduzco en la calle Zafra. Desde aquí El Alhambra me obsequia una inusual vista. Prosigo y van dándome la bienvenida otros lugares con prosapia: Placeta de las Escuelas, Calle de la Gloria, Casa de Castril (también del siglo XVI)... A las tres y media de la tarde me detengo en la Bodega “La Bella y la Bestia”, sita en la Carrera del Darro. Me tomo una “caña” (vaso de cerveza cruda). El ambiente es agradable, con buena música, jazz y rock suave. Hay parejas en pleno “ligue” y me da cierta envidia no tener a una granadina conmigo. Pido otra “caña” y la acompañan con una “tapa”: aceitunas, papas fritas y un pan relleno con tomates. Sólo me como las aceitunas. Pago y salgo. No puedo ocultar una sonrisa de satisfacción.

En la Cuesta de Santa Inés el puente se introduce en mi colección de pasarelas o viaductos. Pienso que el agua nunca se expone a ser robada y que si existiese tal ladrón llevaría en la cara una gran congoja. (Esto lo pienso al pie de la Cuesta Aceituneros).

Con el sol rumbo a su accésit alcanzo el Corral del Carbón, edificación del siglo XIV, perteneciente al arte nazarí, construida entre 1300 y 1332. También se le llama Alhóndiga Vieja. Mientras estoy contemplando su fachada abren la puerta y puedo ingresar al patio y admirar la fuente. Unas vetustas parras trepan hasta el techo y dan al recinto los frutos del silencio.

 

II

Comienzo a desplazarme por la calle Recogidas. Mucha gente sale de las tiendas con bolsas y paquetes. ¿Acaso por la cercanía del doce de octubre? En una esquina una gitana vende castañas asadas. Le compro medio kilo y me las voy comiendo mientras avanzo. Cruzo el Camino de Ronda y Arabial y al llegar a la Calle de la Virgen Blanca localizo al Parque “Federico García Lorca”. Hay ancianos sentados en los bancos y las palmeras y otros árboles de gran copa les hacen agradable la estadía. Pregunto por la Casa-Museo del poeta Lorca. Me señalan una vereda flanqueada por pinos. Al fondo diviso una casa de sobrio diseño y paredes blancas. Encuentro la puerta cerrada. Entonces me dirijo a una tienda ubicada al lado e indago acerca de las visitas. Me indican que son guiadas y por grupos. Adquiero un boleto y mientras aguardo la hora para ingresar a la casa hojeo algunas recientes ediciones de las obras del poeta. Al final me decido por unas reimpresiones facsimilares de Romancero gitano (originalmente editado por la Revista de Occidente) y Llanto por Ignacio Sánchez Mejía. También adquiero una bella edición de dibujos escogidos de García Lorca.

Deambulo un rato por los alrededores de la casa y trato de imaginarme cómo era hacia 1936. En una vieja fotografía se ve a varios miembros de la Familia García Lorca sentados en mecedoras a la puerta de la casa. La luz solar refulge sobre las albas paredes. En una carta el poeta decía: ...y la luz de la Huerta de San Vicente se me antoja con aquella divina luz y aquella suave tranquilidad de un paraíso... La casa marcada con el número 6 era la vivienda para pasar el verano, en pleno campo, especie de refugio bucólico alejado de Granada.

De improviso, se abren las hojas de las puertas y emerge el grupo de turistas gringos que permanecía dentro. Nuestro grupo aún debe aguardar unos cinco minutos más. Soy un “intruso” en el conjunto de canadienses de la tercera edad, algunos de los cuales hablan un poco de español y conocen algo acerca del “poeta gitano”.

La guía (una señora que habla perfecto inglés) nos da la bienvenida y nos invita a pasar. Conducidos por nuestra cicerone vamos recorriendo paulatinamente los espacios interiores de la casa. Espacios que parecen detenidos y dispuestos para cuando el poeta regrese con su rostro de niño grande y le saque nuevas notas populares al piano para que sus dibujos siempre sonrían. Nos vamos trasegando poco a poco, en un silencio casi reverencial, de la sala al comedor y luego a la cocina. La guía explica y sólo yo pregunto. Subimos a la planta alta. En vitrinas se exponen fotografías, dibujos, cartas, poemas manuscritos y primeras ediciones de los libros de García Lorca. Paseamos nuestras miradas por aquel cúmulo de materiales para la memoria y el recuerdo doloroso. (Antonio Machado vuelve una vez más a afirmar: “No puedo creer que haya sido asesinado sin saber por qué, tengo la firme esperanza de que esa desgracia no se habrá consumado... El teatro de Federico no era revolucionario. Todo lo más que podían achacarle era que se nutría de la más pura cantera popular”). Allí permanece su mesa de trabajo, donde escribió muchas de sus obras. “La casa de Bernarda Alba”, por ejemplo. En una pared del estudio, un cartel del Teatro “La Barraca” nos recuerda al Lorca dramaturgo y trashumante. Miro hacia fuera por la ventana. La guía me dice: “Mientras él escribía en esta mesa podía contemplar a la Sierra Nevada. Ahora tantos edificios lo impiden...”. Aprovecho para indagar por qué no se han desenterrado todavía los restos del poeta. Ella afirma que los familiares de Lorca se oponen. (Más tarde escucharía en Granada otras versiones, me enteraría de otros puntos de vista). Abandono la Huerta de San Vicente con un dejo de tristeza y contenida emoción.

Retorno al centro de Granada. Cerca de la iglesia de San Antón consigo una pequeña tienda de discos. Encuentro uno con “Canciones populares españolas” (1931): Federico García Lorca al piano y “La Argentinita” al cante. Sólo escucho “Romance pascual de los peregrinitos” y eso basta para que lo adquiera de inmediato. Me llevo también el magnífico cante de Enrique Morente y su versión de poemas de Lorca.

Como temprano en la tarde ya había descubierto que en el Bar “Huerto del Loro”, en la calle Cuesta de la Churra, había tablao de flamenco, me encaminé hacia allá y traje conmigo a la noche más estrellada y disfruté a plenitud de los mágicos y fluidos movimientos del baile y su matrimonio maravilloso con el cante y la guitarra.

 

III

Último día en Granada. Víspera del llamado aquí “Día de la Hispanidad”. El reloj de la catedral da las doce del mediodía. Decidimos entrar a la capilla donde yacen en sus mármoles blancos los “Reyes Católicos” y saber si bajo la advocación de San Juan Bautista y San Juan Evangelista el olor de santidad aún se filtra desde el rancio reino de la muerte. Damos un rápido recorrido y mi vista sale cargada de ornamentos y oro. Demasiado peso para mí. Mejor le fue a Colón y su tumba inexistente.

A la una ya estamos caminando con laxitud por la Calle de Elvira. Admiramos portales, calzadas, ventanas, obras de herrería y de un tiempo aparentemente benemérito. Al final arribamos al lugar que siempre quise conocer: la Puerta de Elvira y sus resonancias árabes... Paseábase el rey moro / por la ciudad de Granada / desde la Puerta de Elvira / hasta la de Bibarambla / ¡Ay de mi Alhama! Me extasío contemplando la construcción y las ruinas aledañas. Para apaciguar la sed y comer algún bocadillo nos sentamos en una de las mesas externas de una pequeña tasca aneja. Pedimos una jarra de sangría con hielo y raciones de sardinas fritas y queso. Arriba, el sol se mueve como una mosca de la fruta y lanza amigables destellos. Pronto damos cuenta de casi todo lo que hay sobre la mesa y le lanzamos unos trozos de pan con aceite a un perro realengo que esperó con paciencia. ¡Ay de mi Alhama!

Nos desplazamos con pasos ligeros. Encuentro con recónditos lugares: Cuesta de Abarqueros, Placeta de los Peregrinos, calle Jazmín y su plazoleta, iglesia de San Matías, Placeta del Agua (¡siempre el agua!), callejón Santo Domingo y su cobertizo. Aquí nos detenemos y entramos al bar-café “Terraza de Santo Domingo”. Nos sirven un delicioso café con carajillo que nos reanima e imbuye de más energía. Continuamos la azarienta trayectoria: calle Pañera, calle Paredón Jesús Penas, cuesta Berrocal (saco mi libreta para anotar algo y el sonido de agua que cae repercute detrás de mí), cuesta Infantes con una fuente de 1855 y una brisa fresca que sopla desde los confines y que incita a vivir más intensamente y a viajar. A punto de llegar a la Placeta “Puesta del Sol” vemos a un conglomerado de hermosas granadas mostrando sus rojos granos desde un alto muro. En el quiosco de la placeta nos topamos con un grupo de muchachas uniformadas que se pasan unas a otras, entre risas nerviosas y chanzas, un gran “habano” recién liado de evidente marihuana. No nos prestan atención y sin que lo noten les tomo una fotografía por puro gusto. No sé de dónde sale un perro y nos aleja con sus feroces ladridos. Bajamos y desembocamos en la calle Cementerio de Santa Escolástica y más allá, la cuesta de Rodrigo del Campo, cuando ya la noche ha comenzado a ganar terreno. Regresamos a toda prisa al hostal y preparamos maletas.

A eso de las ocho de la noche nos despedimos del hostal y salimos a la calle Recogidas arrastrando nuestras maletas. Las calles están atestadas de paseantes, turistas, vendedores callejeros. Mañana será 12 de octubre y las iglesias están llenas. ¿Qué celebran? ¿El descubrimiento de América? ¿La caída de Granada? ¿El espíritu de los Reyes Católicos? ¿La grandeza del perdido imperio español? Todos los taxis pasan ocupados y tenemos que caminar un largo trayecto hasta conseguir, por accidente, que un carro de alquiler se detenga y nos traslade a la Estación del Ferrocarril. Nuestro tren, rumbo a Barcelona, saldrá a las diez de la noche.

Suena el silbato y el tren comienza a moverse por la vía férrea. Desde mi coche-cama contemplo las últimas luces de la ciudad. Boabdil, el último rey de Granada no quiso girar su cabeza para despedirse de su amada ciudad y lanzó un postrero suspiro. Yo me congratulo de haber entrado en Granada. Siempre vi a Granada. Estuve en Granada y me encandilé con su claridad y con su oscuridad. Volveré a Granada. Nunca saldré de Granada. Quedo en las estampadas cuestas...

Granada, 10 y 11 de octubre de 2007;
Peking, 29 de noviembre de 2007