Comparte este contenido con tus amigos

Relatos de hebdomadario

Pétalos

Relatos de hebdomadario

Los grandes ojos de la tierna adolescente estaban todavía posados sobre el recuerdo de su madre muerta y la inocencia de la joven le procuraba un polen de miel a sus labios. Una cacatúa y un loro la seguían a ella con especial afición. Las aves eran sus juguetes ideales, pues sabían hablar y entretenerla. Ella los alimentaba con arroz cocido que comían de la palma de su mano.

Las otras muchachas del barrio la envidiaban y al encontrarse con ella en las calles se apartaban bruscamente hasta el borde de las aceras. Sin fijarse en estos tontos detalles, la adolescente adornaba sus pasos con una cadencia natural y dejaba caer los brazos sobre la cintura o se llevaba las manos hasta el pecho para proteger su emplumado corazón.

A la hora del baño, la adolescente recolectaba pétalos de rosas rojas que luego hacía descender como una diminuta cascada lenta encima del agua tibia de una tina de madera. Se desnudaba y su grácil y lustroso cuerpo se sumergía en aquel “jardín flotante”. Atraía a los pétalos y los juntaba alrededor de sus senos. Se imaginaba que decenas de abejas venían a chuparle el néctar y se excitaba tanto que los espasmos lograban que resbalaran al piso los pétalos y se fuesen en cortejo magnífico por el albañal. Luego, sin explicarse la razón, lloraba y clamaba: “¡Ven, madre! ¡Otórgame paz!”.

Su madre le replicaba desde un punto donde la voz era apenas audible: “¡No temas! Tú eres mujer y tu néctar debe derramarse con frecuencia y libertad. Ser bella constituye un problema y un peligro, pero tú sabrás sortear los obstáculos y conseguirás el vergel que te conviene”.

La muchacha golpeaba el agua con sus senos y el deseo que experimentaba la tornaba mucho más madura que a las otras jóvenes de su edad. Ella se abandonaba en ese juego y el color púrpura de los pétalos se amoldaba más perfectamente a su propia rosa sumergida y abierta.

 

Mangosta

Relatos de hebdomadario

La mangosta se mantiene en la línea de flotación de la barca. Cuando ella descubre a los cocodrilos asoleándose en las playas del río, corre de la proa a la popa, mientras alza la cabeza por sobre los costados de la embarcación. Al timonel le excita observar el comportamiento del pequeño carnívoro. Él sabe que el fin de la travesía concluirá en los sitios donde están tapados por la arena los huevos de los saurios. La mangosta es la gran destructora de esos huevos y el timonel la adora como a su diosa.

En la casa rústica del timonel, la imagen de la mangosta ocupa el lugar principal del altar doméstico. Con una corona dorada, ella preside todos los acontecimientos fastos del hogar.

De madrugada, la mangosta se desliza hacia los oscurecidos bancos de arena. El timonel la sigue, silencioso, a prudente distancia. Nada le haría desistir de contemplar el bello espectáculo de la mangosta al momento de romper con sus garras los huevos de cocodrilos y luego sorberlos hasta dejar limpias las cáscaras. El timonel disfruta como si fuese él quien estuviese tragando una viscosidad prodigiosa.

La mangosta duerme al pie de la cama del timonel y despierta con el canto de los gallos al mediodía. Bosteza y antes de que se desperece, el timonel la engalana y le coloca una especie de chaleco con borlas. La conduce a un templo cercano y ora con ella y ruega por la preservación de su vida y la de su familia.

No se distrae ni por un momento la mangosta. Sabe que el cocodrilo puede penetrar al templo a la hora menos pensada y consumar su venganza largamente preparada.

 

Rutina

Relatos de hebdomadario

Los hombres de la espada abandonaron sus hogares por temor a las oleadas de bárbaros que llegaron de lejos y que graznaban. Un gran poder se impuso entre unos y otros. Un rey emergió del fondo de la bruma y se le identificó con el que vencía a los totems. El rey empleaba sus simples días en dar caza a sus enemigos y en desterrar de sus dominios a los seres alados y dañinos.

Un día el rey conoció a un monje trashumante, cuya dulce palabra trepaba a los más altos muros y tocaba a las más elevadas nubes. La armadura del rey se ablandó al percibir el verbo relajante del monje y ya no fue necesario que la llevara nunca más.

El rey nombró primer ministro al monje. Diariamente se les escuchaba debatiendo brillantes argumentos, mientras daban largos paseos por los prados. Los sirvientes tomaban notas de todas aquellas disquisiciones. La paz se estableció en el reino y con ella, la prosperidad y el orden.

Otro rey, vecino y envidioso, quiso atraerse al monje. Le enviaba constantemente hermosas doncellas y le proveía de ricos alimentos. El monje ni los aceptaba, ni los rechazaba. Sólo se limitaba a verlos y sonreír.

Al primer rey la duda le abrió una brecha en el pecho y por allí penetraron los demonios de la desconfianza y el recelo que comenzaron a devorarle las entrañas, tanto despierto como dormido. El monje no se inmutaba y su sólido semblante arreció en bizarría.

El rey convocó en una explanada a sus totems para informarse con ellos de la fidelidad del monje. Acudió el elefante de colmillos de bronce, el tigre que destruía los fortines y la serpiente rampante. Escenificaron una batalla que simbolizaba la ruina y la destrucción del reino. Los totems se alejaron de prisa, quejosos y renqueando. El rey quedó sumido en la más aplastante incertidumbre.

De vuelta en su palacio, el rey se sentó bajo su parasol y se negó a comer por varios días. Al monje se le prohibió la entrada a los aposentos reales. Tomó con pasmosa tranquilidad la orden y se retiró a una elevación a meditar.

Finalmente el rey reunió a todos sus vasallos con sus ejércitos y los arengó a aniquilar al rey rival y envidioso. Nuevos feudos pasaron a engrosar el territorio del reino triunfante. Al rey enemigo lo picaron por los flancos.

El victorioso rey decretó una fastuosa celebración y la capital del reino fue adornada con ostentación. Mandó a buscar al monje para humillarlo, pero los soldados sólo pudieron traerle un cadáver seco y tieso de cuyo rostro había desaparecido cualquier rasgo humano.

 

Los gritos de las mujeres recorrieron las calles

Relatos de hebdomadario

Como una bandada de gansos salvajes sobre los bancos de arena, las mujeres, lanzando chillidos, irrumpieron en las calles iluminadas por rojos faroles. Portaban teas y, de inmediato, se afanaron en darle fuego a las fachadas de los burdeles. Los pavos reales pintados sobre las puertas escaparon convertidos en cenizas. Del interior de los edificios de madera comenzaron a proferir gritos de auxilio y las mancebas salían, despavoridas y semidesnudas, con los ojos llorosos y colmados de sorpresa. Los clientes no se atrevían a abandonar los locales por temor a encontrarse afuera con sus mujeres enfurecidas y dispuestas a apalearlos hasta la muerte.

La bandada de mujeres afinó el ataque y pronto los ornamentos y emblemas de los prostíbulos fueron brillos de diamantes de candela en la noche ahora ceñida a un magno esplendor. Las mujeres atacantes traían las cabezas rapadas y sus nalgas se sacudían en procura de una ambrosía sexual que no lograban conseguir en sus casas. Al poco tiempo se les unió otro grupo de mujeres más fanáticas aun y hambrientas de venganza. Ambos grupos empezaron a intercambiarse sus venenos y a abrir las bocas para mostrar los cuchillos dentales. Se reunieron frente a la oficina de la policía entonando canciones de burla y lanzando contra los cristales de las ventanas tarros llenos de excremento de cerdo. Los policías se mantuvieron adentro, agazapados y cagados de miedo, pero con las escopetas listas para dispararlas.

Las mujeres hicieron una ronda. Se pusieron a bailar en un solo pie y luego se pintaron los párpados con carbón recogido del suelo. A la medianoche sus pies ya parecía que no tocaban los cimientos de la calle. Frescas y fragantes cual flores del amanecer, las mujeres se fueron dispersando. Desde algunos balcones chamuscados ojos masculinos las vieron alejarse. Las poquísimas muchachas que no se habían atrevido a huir comenzaron, en baja voz, una conversación signada por el nerviosismo. Arriba, encima de los tejados, la luna estaba enfadada y fastidiada, a la espera de que la tomaran en cuenta y se reiniciaran las sesiones amatorias en su honor.

 

Tributo

Relatos de hebdomadario

Un día el mejor ciego, quien vivía bajo un ojo de un puente, adornó con perlas su cabellera y le dijo a su dios que ese era su tributo. El dios sonrió e hizo caer sobre el ciego una lluvia de fragancias. El ciego escuchó entonces el sonido de la montaña cercana y se acarició los pies hasta sacarles brillo. Se echó encima de la tierra y se quedó profundamente dormido. Al rato las estrellas se le ensartaron en el pelo. La luna llena le sirvió de almohada. Después las perlas refulgieron como nunca antes lo habían hecho.

Por la mañana, la cabellera del ciego estaba cubierta de botones de rosas blancas. Él se sintió exultado y gozoso y quiso ver de nuevo. Lloró, en silencio, largamente.

El ciego se bañó en el río que pasaba por debajo del puente. La espuma que impulsaba la corriente le trajo preces a sus manos. Volvió a recordar a su dios y lo adoró de rodillas. Esta vez la montaña emitió un silbido de plata. El ciego creyó que su garganta se oscurecía y deseó gritar. Mas sólo logró expulsar un borboteo inconexo.

El sol tocó suavemente la frente del ciego y le dispensó un regalo: un ornamento para sus jornadas de fatiga. En el rostro del ciego comenzó a aparecer un esbozo de flor que le procuraba elocuencia a él. Sus hombros experimentaron el peso de las cosas invisibles. En su pecho se balanceaba un trono de gemas o diamantes. El ciego estuvo a punto de sucumbir por el excesivo esplendor que quemaba. Le rogó a su dios que le diera paz. El dios arrojó a sus pies una hermosa espada. ¿Para qué le serviría? Él nunca había sido un guerrero, ni siquiera en sus años mozos, cuando todavía podía ver.

El ciego pensó que su dios tenía comportamientos extraños, de difícil elucidación. Empero, era su dios y debía aceptarlo con todas sus imperfecciones.

A media tarde, partió el ciego a mendigar hacia el poblado más cercano. Llevaba un cuenco blanco con dibujos de coronas (otro obsequio de su dios). El ciego se atenía a un único precepto: “Al fondo del tazón sólo verdura y arroz”. No pretendía dinero, ni otras dádivas.

Arribó a la plaza del poblado el ciego y las aceras empedradas todavía rechinaban por el calor acumulado. Se sentó bajo un frondoso árbol. De pronto, un bulto grande se movió detrás y comenzó a rebuznar y lanzar patadas. El ciego se agitó y se dispuso a presentar batalla, aunque en realidad lo que deseaba era huir. Sus ojos muertos atraparon un colosal miedo y lo regaron por todo su cuerpo. El burro le dio una coz en la espalda y le rompió unas costillas. El ciego cayó de cabeza. Dentro de una trampa de tierra y allí mismo dedujo que su dios le había programado esa desgracia para arruinarle el tazón y despacharle el alma a un campo de batalla más digno.

El ciego, sin quejarse, se arrastró por el suelo, mientras le suplicaba a su dios que le mandara rápido a la muerte. Una sombra se desplazó desde la copa de un árbol hasta la nuca del ciego y le obligó a hundir la cabeza dentro del estiércol del burro. El ciego olió un tufo agrio que le hizo expulsar una cadena de ventosidades. Una simple nube rondaba por encima de la plaza. De su interior salió un ruido de tambores que se precipitó sobre el ciego y lo dejó espachurrado y con los brazos en cruz.

 

Matachín

Relatos de hebdomadario

El matachín habla de forma disparatada. Va disfrazado al extremo de lo grotesco con un traje raído de colores chillones y calza unos escarpines mayores que sus pies. Blande un bastón y golpea a todo aquel que se ponga a su alcance. Se abraza a los postes de la plaza y asciende por ellos con gran habilidad. La gente le arroja vino y él divide su tiempo entre hacer reír a los demás y danzar consigo mismo.

Yo comencé a despreciarlo porque no mantenía el garbo. Movía los hombros con total desfachatez. A quien se le aproximara le vomitaba vaho, le escupía, le daba una patada en el culo, le fondeaba la nariz y galopaba sobre su espalda. Él, con facilidad, preservaba los sonidos guturales de su garganta y embellecía la garrulidad como si fuese oro incrustado en sus cuerdas vocales. Agotado, se lanzaba al suelo, pero no permanecía tranquilo. Rodaba sobre los hombros y hacía chillar de alegría a toda la muchachada.

Su esposa podía aparecerse en cualquier momento y con un feroz espíritu de combate imponía su fiereza de matrona y le ofrecía tundas. Mas todos esos avisos eran cosa vana para el matachín, quien se ponía de pie, temeroso, eso sí, aunque jamás dispuesto a convertirse en agua de rosas o en sándalo para perfumar a su mujer y que lo perdonara por el supuesto ridículo en el que estaba incurriendo. Las gotas de sudor podían caer en el cuerpo de la mujer y el enorme enojo que llevaba consigo las secaba de inmediato.

A la luz de la luna, la mujer continuaba acosando al matachín y él se escabullía entre la brisa y quemaba lo que le quedaba de juventud. ¿Ellos nunca hacían un alto en sus afanes? Ya extenuados, se reunían junto a un estanque donde había lirios de agua. Parecía que un cariño les fluía del bajo vientre y cuerpo y alma se convertían en un rey que a lo largo de la noche serena les ponía a temblar los muslos y trepidar las caderas.

 

Arisca

Relatos de hebdomadario

Entre las mujeres, ella era el zumo difícil de sorber. Las abejas la circuían y ella olía a colmena sin castrar. Ella se sabía una persona diferente.

En su tiempo, nada que no fuese relacionado con las aves le concernía: el canto del mirlo, la danza de las urracas, las flaquezas de las cotorras, la sobriedad de los cisnes... Ella entraba y salía de los bosques cubierta de variopinto plumaje que luego dispersaba en su jardín.

Si ella llegaba a escuchar el lamento de los cisnes se proponía pertenecer a esa especie y se sentía fuerte. Los oscuros cuclillos temperaban sus sentidos. Los pavos reales le brindaban la magnificencia y venían a residir con ella en la estación más fresca.

También las abejas silvestres la circunvolaban y continuamente agrandaban los arcos que se le formaban a escasa distancia del pubis. A veces, ella lloraba de desesperación porque no era capaz de comprender la materia de la cual estaba hecha.

Al despuntar el alba, se paraba en el vano de la puerta y se deleitaba escuchando el ruido de las faenas del campo. Una luz iba y volvía desde sus pies hasta las lianas que colgaban de los árboles. Un inmenso deseo le hacía perder, por momentos, su timidez y aparecía en su rostro una simplicidad que le otorgaba una impronta de mujer decidida.

Cuando ella vio por primera vez a un hombre desnudo que se bañaba en un río, su pecho se inflamó al compás de la música del sol. De pronto, dejó de ser una mujer arisca y obtuvo el poder de poseer a los hombres sumergidos en las corrientes. Su belleza igualó a la de los nenúfares y, como ellos, flotaba sobre el agua y se dejaba mordisquear los pezones por los peces hasta que las burbujas se teñían de escarlata y sus ojos se le volteaban para escudriñarse las centellas por dentro.