Discurrir de las historias

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Textos y dibujos: Wilfredo Carrizales

1

Discurrir de las historias

Colgaba el humanoide de un tronco seco y las cuerdas que lo sostenían se mostraban tensas, acaso a punto de romperse. Su rostro manifestaba una incredulidad ante lo que le estaba ocurriendo. Ignoraba por qué se hallaba allí y cómo había llegado o quién o qué lo había conducido hasta esa lamentable situación. Se debatía, por momentos, con ferocidad, y los ojos se le brotaban y se le inyectaban en sangre. Su aspecto inquietaba y causaba estupor y burla simultáneamente. Para drenar su angustia trataba de orinar, pero sólo expulsaba esporádicos chorritos de un líquido rojizo que se esparcía por doquier. Él no sabía ni llorar ni gritar, pues de haberlo sabido ya lo hubiera hecho de tan deprimido como se encontraba. Entonces adoptó una actitud estoica y se quedó en su lugar, pasmado. Horas después sintió a otra entidad, debajo de su posición, que pugnaba por ponerse de pie y no lo lograba, a pesar de las múltiples contorsiones que realizaba. El humanoide dirigió la mirada en dirección al recién llegado y descubrió a un horrible ser, deforme y maltrecho, tumbado de espaldas. No sintió conmiseración por él. Sin embargo, le lanzó en obsequio unos salivazos sanguinolentos para que se fuera acostumbrando a su nueva condición.

 

2

El niño se desplaza. La angustia lo acompaña. El mes más turbio impone su dominio. El niño se ausenta por momentos. Regresa al rincón de las conveniencias, donde su abuela lo protegía y le daba la infusión con café y hierbabuena. El niño continúa su avance. El norte se muestra lejano, colgado de nubes que se amodorran. La esperanza será cierta si se la ata despacio y con un cordel que sea de textura breve. Los gallos ya no pueden cantar; se han perdido dentro de su locura. El niño presiente la tormenta que golpeará fuerte, de costado y sin previo aviso. Sus zapatos están cuarteados; desde hace siglos muestran grietas y desgarraduras. Para el niño la pobreza no representa un asunto sobre el que hay que meditar mucho. Se la acepta, sin más, y se sigue viviendo con su estigma a cuestas. El niño recoge los cordeles, los enrolla, les da vueltas hasta que consigue el giro donde él mismo gravita. (El niño nos saluda desde la evanescente distancia).

 

3

Más allá del horizonte está el lugar de los acabose. Mucha gente ha seguido ese derrotero y como es de imaginar, nunca ha regresado y si lo ha hecho, nadie la ha visto. En aquél ámbito misterioso existe todo tipo de máscaras, disfraces y calzados. Cada quien encuentra la vestimenta que mejor le conviene. Se sospecha que se debe escuchar una música que adormece los nervios y el entendimiento. Sólo hay conjeturas al respecto y relojes a los que se les saltan las cuerdas y gabinetes dentro de los cuales descansan sombras con apariencias de botellas volteadas.

 

4

Hubo líos y tras el fuego postmeridiano goteó la lujuria con su fragilidad que desairaba. Las turgencias se desecaron con las brasas que provenían de la ínfima gloria. Julio no acontecía con su habitual sustancia, sino que se estaba habituando a un tráfico que había adoptado del agosto más cercano. Yuxtapuesto por afinidad, el nimbo del aire tremolaba con una sagacidad que se manifestaba muy pocas veces. Gruñidos en la espesura tenían como objetivo quitarse de encima lo fútil de los casos de las xantofilas. Química o estérilmente convenía, a todo trance, negar los tropismos que se refrescaban al amparo de las cornisas en cierne.

 

5

Por intuición de la jauría, el fugitivo debía estar acorralado en una hondonada del bosque. Se sentía el hedor de su miedo; la trepidación de sus costillas; el hervidero de sus intestinos. No era un proscrito a quien perseguíamos. Se trataba de un pobre diablo al que le habíamos pagado para que huyera y ahora, tardíamente, había descubierto que nuestro juego terminaría cebándose en su cuerpo musculoso y destinado al sacrificio.

 

6

Buitres jubilosos en la resistencia de la tarde. Cadáveres que se fragilizan con las brisas de los kilómetros por desplegarse. Ecos de disparos a flor de tierra. Imágenes de santos que se escabullen por miedo a las represalias. Motocicletas en estampida y latas de cerveza que ruedan en busca de una paz que creen merecerse. Fuera de toda duda, se exhiben las postales. Sobran las carcajadas y las chanzas brutales. El anonimato gana su fe a punta de pistola. ¡A la mierda las canciones de duelo! Toca el desenfreno y la hipótesis del triunfo de lo grotesco. Nadie carga su mundo a cuestas por largo trecho. Al primer descuido lo lanza por un voladero y que vuelva a ser inventada la gravedad, el nihilismo y la truculencia. ¿Piarán los pájaros dentro de sus tumbas móviles o acaso sus trinos saltarán por encima de las edades que no les pertenecen?

 

7

Trucos en una plaza. Juguetes que trastornan el tiempo. Los paseantes se aglomeran y no entienden nada. Se alejan refunfuñando. Las incontables palomas alzan vuelo, atemorizadas. Un payaso aparece en medio de la reverberación y hace falsas reverencias. Luego gesticula y ordena las circunstancias que le van a permitir continuar con vida. Se aplica a los ojos un colirio rojo. Se arrodilla y finge rezar. Todas las palomas revolotean a su alrededor y las más capaces se posan sobre su cabeza y hombros. Ahora el payaso llora de veras. Una agüilla almagrada le diluye el maquillaje. Las campanadas de la torre contigua ponen punto final a la función que se prolongó demasiado.

 

8

El ave de nombre pospuesto surcaba el espacio que abarcaba el río de las suposiciones infundadas. Sus alas se nutrían de un aroma especial que brotaba de la hendidura lineal del cielo de seda. Chillaba para saludar a parientes lejanos, a los que imaginaba reposando dentro de sus nidos. Tres millas más allá, el ave, inesperadamente, se precipitó a tierra. Fue abatida por la congoja que representaba el diseño de un panorama rústico y en decadencia.

 

9

Se presentaron dando tumbos, con los rostros tiznados de carbón y con una mano tapándose por delante y con la otra por detrás. Aullaban sin cesar, mientras miraban hacia el cielo escaso de estrellas. Yo los contemplaba sentado en el borde de la acera y no me producían temor; sólo una aquiescente curiosidad. Estuvieron allí largo rato haciendo lo mismo. Como no lograron sorprenderme ni inquietarme, ni mucho menos espantarme, optaron por retirarse encaramados los unos sobre los otros, sobrecogidos, en silencio. Después de su partida volví a tomar mi perinola que había abandonado temporalmente a un lado y la hice bailar hasta que adquirió la forma de una pera o un seno consumado.

 

10

Los valses de amor eran interpretados por un tenor de potente voz. Pronunciaba a la perfección el alemán y casi opacaba el sonido del piano que lo acompañaba. Desde nuestro escondite no podíamos distinguir con claridad las facciones del cantante, mas cada vez que terminaba de interpretar una pieza se le acercaba una dama desnuda y le enjugaba el sudor de la frente. Suponíamos que la mujer era la pianista, pues cuando salía de nuestra perspectiva se volvía a escuchar el piano. El concierto privado se desarrollaba en una habitación del segundo piso de una mansión adonde ingresamos furtivamente a robar y de donde salimos con las manos vacías, pero con los corazones rebosantes de excelente música y las pupilas colmadas de erotismo.

 

11

Plantó la cara. La tenía tiesa. Sin pestañear se tocó el vientre. Percibió la inflamación del intestino. Se sobrepuso y ganó serenidad. Pasó los dedos por los bordes de una hoja y los encontró enteramente lisos. Tenía que darle sentido a sus emociones. Sabía además que estaba atrasado en noticias y deseaba actualizarse, aunque de momento no imaginaba cómo. ¡Bueno!, se dijo, ¡mira a quién se lo preguntas! Sus entendederas no sobresalían especialmente. Estaba por completo a disposición del azar. Cerró los ojos y se paseó con el pensamiento por avenidas donde regateaban todo y por lugares oscuros sometidos al poder de la violencia. Tuvo miedo e ignoraba la manera de hacerle frente. Dio un grito para volver a tener los ojos abiertos. Era un chulo sin valor, huérfano de coraje. Se escurrió por una callejuela para conchabarse con otros de su clase. Pagó una deuda atrasada. Pensó: si me avengo con las putas de este sitio podré obtener ciertas ventajas. Debo aplazar el viaje al almacén de las confidencias. Sintió un fuerte dolor en el pecho y cayó y rodó en lo sucio. Una diarrea marcó el remate de sus elucubraciones y de sus achicamientos.

 

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La fina arena se deslizaba a intervalos, con lentitud, por entre dos dunas. La constante brisa del mar tendría que ver con ello. Los granos brillaban espléndidamente: hacían ostentación de su afinidad con los rayos del sol. Más tarde la arenilla comenzó a descender de otra manera, a otro ritmo. Zigzagueaba, se revolvía un poco y continuaba formando eses. De esta manera prosiguió durante un buen rato. Como sería de esperar el fenómeno atrajo la curiosidad de un mono. Se acercó y cuando la arenilla pareció devolverse le cerró el paso. La cabeza de una serpiente venenosa emergió abruptamente y unos afilados colmillos se clavaron en el pecho del simio, el cual dio un respingo y empezó a rotar y a dar vueltas y en la acción arrastró a la culebra y a la arena de las dunas y al tiempo y al paisaje árido y a la filmadora que estaba documentando el evento.

 

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Discurrir de las historias

Las cabezas fueron separadas de sus respectivos cuerpos y volaron hasta aposentarse sobre y entre las espigas negras que guardaban las guarniciones. Las testas comenzaron a pensar y a exhibir su voluntad de divertirse y no padecer. Los cuerpos decapitados vinieron a buscarlas para completarse y tuvieron que marcharse vencidos y defraudados. Entonces las cabezas se raparon y se alzaron y bulleron con ideas prístinas y no se calentaron más allá de lo debido y cargaron múltiples bombos imaginarios que resonaron día y noche y aquello fue una fiesta por todos los pelos extinguidos y no se habló de trastornos o locuras ni de subidas de sangre ni de descalabros ni de nada menos y nunca se mencionaron escarmientos y las cabezas se tocaban mutuamente y se maravillaban de lo bien que marchaba la empresa y tampoco corrió el peligro de marearse y las cabezas se zafaron de las pasadas obstinaciones y deslumbraron con sombreros invisibles adornados con aureolas y penachos y el resplandor se manifestaba allende el invierno de ambrosías y las cabezas no morían para no tener que resucitar después y es de reconocer que algunas se doblaron brevemente pero jamás llegaron a rodar ni a producir dolores que hubieran alterado por completo esta relación lo cual habría desembocado en una colección de cráneos chiflados y malvivientes.