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Tras las huellas de Saint-John Perse en Peking

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

Lo que queda del primigenio y privilegiado barrio de las legaciones extranjeras en el centro de Peking sigue siendo, a pesar del actual incremento del tráfico automotor, un lugar apacible, con veteranos árboles plantados en las aceras y sobrevivientes edificios con sus frontis que denuncian su procedencia europea. Me imagino cuántas veces habrá recorrido el joven diplomático Alexis Léger (el futuro Saint-John Perse) la calle donde estaba ubicada la legación de Francia para dirigirse hasta la vecina catedral Saint Michael (fundada por un sacerdote francés y terminada en 1904), erigida en la misma calle, apenas a unos cien metros de distancia de la entrada de la antigua sede de la misión diplomática francesa.

Después de pasar el exigente y competitivo examen en la cancillería francesa, Alexis Léger entró al servicio diplomático y fue asignado, por propia solicitud, en Peking, donde él sirvió de 1916 a 1921 como tercer secretario (y más tarde como segundo secretario) de la legación de Francia. En sus reseñas biográficas hay pocas menciones a esta labor realizada en la capital china. El único evento diplomático anotado es la restauración de corta vida de la dinastía Qing, de la etnia manchú, a través de un golpe de Estado liderado por el general Zhang Xun, del 1 al 12 de julio de 1917, cuando a Alexis Léger se le confió escoltar a la familia del primer ministro Li Jingxi a salvo hasta la legación francesa. Él seguramente encontró divertida la aventura y le gustó relatarla al ministro de la embajada Alexandre Corty. En una agradable relación, algo irónicamente titulada “Un respetuoso informe”, Léger cuenta la renuencia de la señora Li de ir con él, en contraste con la impaciencia de las concubinas del primer ministro Li Jingxi, quienes se amontonaron y apretujaron junto con sus hijos en las limosinas dispuestas por la legación de Francia. Léger describe la alternancia de la conversación cortés a la hora del té y la tenaz discusión, la premura, el desorden y la apariencia de protocolo, todo acompañado por un estrépito de cuervos y cigarras. Léger había siempre estado fascinado por los nombres y se daría más adelante a sí mismo el más insigne seudónimo en toda la historia de la literatura (aunque ya en 1911 había utilizado un primer seudónimo, Saint-Léger Léger, cuando publicó su libro Elogios), pero en aquella particular ocasión, él juguetonamente rubricó su nombre Lei Hi-Ngai, la transcripción fonética de Léger, de acuerdo a la transcripción utilizada por esa época.

Mientras que la biografía de Saint-John Perse habla poco de su vida diplomática en China, está llena de otros detalles acerca de su estadía: entrenamiento de su caballo, al cual llamaba “Allan”; viajes por las provincias, Manchuria y Mongolia Exterior; encuentro con sinólogos y, sobre todo, la permanencia en un pequeño, abandonado templo taoísta, encaramado sobre una colina que dominaba las rutas de las caravanas, a un día a caballo desde Peking. De acuerdo con la leyenda o con la biografía generalmente aceptada, él escribió Anábasis en ese templo.

Es importante recordar que el futuro Saint-John Perse aún no había escogido entre una seria carrera diplomática, la cual constituía un riesgo de ahogar su talento literario, y la poesía, la cual requería de silencio y soledad. Este dilema entre acción y contemplación, política y caminatas para ausentarse proporcionaron la tensión de Anábasis, cuyo narrador alterna entre lo sedentario y lo nomádico. Algunas veces él es un jefe tribal o un mago que conduce la multiplicidad de las cosas, pero en primera persona narrativa él titubea entre el regocijo en la vida pública y la ansiosa espera de los frutos de la creatividad y el solitario sueño.

“Anábasis”, de Saint-John Perse

Los textos fundadores están colmados con ilustres ancestros y figuras públicas, guiando a sus pueblos a través de desiertos y tierras yermas, creando ciudades y constituciones. El narrador de Anábasis no alude específicamente a ellos, pero él repite los grandes temas de las escrituras hebreas: sal y sed en el erial, el dolor del exilio, el valor del agua fresca y el coriandro. Él evoca la deslumbrante belleza de la Vía Láctea o de “nuestras perfumadas muchachas vestidas con un soplo de tejidos de seda”. Cuando los clamores de la gloria se apaciguan, en la mañana después de las festividades, el silencio retorna y él se exulta con el secreto deseo de retirarse del poder, transformarse él mismo en un extranjero y escuchar a las voces del mundo:

“En el sonido de las grandes aguas en marcha sobre la tierra, toda la sal de la tierra se estremece en sueño. Y de pronto, ah de pronto, ¿qué desean estas voces de nosotros?”.

En Saint-John Perse la obra nace de la ruptura, y la vida que Alexis Léger llevó en Peking confirma este principio. Ruptura con lo inmediato pekinés, gracias a las cenas semanales con sinólogos y tibetólogos de paso, quienes le aportaron al poeta los grandes textos míticos y los relatos de expediciones. Ruptura con la agitación y las obligaciones de la capital en un pequeño templo taoísta alejado del mundanal ruido.

Saint-John Perse fue así el tercer poeta francés mayor en conocer, en los primeros años del siglo XX, esta iniciación china, después del incandescente Paul Claudel (1868-1955), cónsul en Shanghai, después en Hankou, luego en Fuzhou y finalmente en Tianjin, y Víctor Segalen (1878-1919), inventor de reinos, médico en la legación de Francia, pero también arqueólogo e historiador de la estatuaria china.

 

Tras las huellas de Saint-John Perse en Peking

El día finaliza. Un enorme sol en llamas desciende por detrás de los tejados. Poco a poco, el barrio diplomático se apacigua. El ángelus se ha escuchado en la iglesia Saint Michael. Es la hora del relevo en el puesto de guardia de las legaciones y el ir y venir de la vida cotidiana. En el vasto jardín de la legación francesa, cercado por varias casas grandes, algunas siluetas se dirigen hacia un pabellón ubicado atrás, donde el médico residente, el doctor Bussiére, personaje de la colonia francesa, visitante de larga data, y que acoge cada semana a un grupo de amigos, quienes, sin ser todos competentes sinólogos, comparten al menos un gusto profundo, libre de todo academicismo y de toda frontera, por China, y más largamente por la alta Asia.

Unos se saludan, se reencuentran, se intercambian las últimas noticias alrededor del huésped siempre afable, quien naturalmente funge de mentor. Es la crónica semanal de una China en crisis, de intrigas en la capital, de tensiones políticas y anarquía, y la situación en las provincias, a merced de los viajes de convidados, en fin, el anuncio de partidas y arribos, como se puede leer en La Política de Peking, revista mensual ilustrada, en lengua francesa.

En esas reuniones, como sucedía regularmente, Gustave-Charles Toussaint, juez consular en Shanghai, venía a leer las últimas páginas de su gran obra, la traducción del Dictado de Padma, en ciento ocho cantos, “la historia de las existencias del gurú Padma Sambhava”, fundador del lamaísmo tibetano, cuyo manuscrito fue hallado en el lamasario de Litang, en los confines de la provincia de Sichuan y el Tíbet.

Para el joven Alexis Léger, esto era una especie de rompimiento, la irrupción de lo que el mismo Gustave-Charles Toussaint llamaba “la majestad de Asia”. Escuchaba con él aquellos pasajes donde se veían remontar ciertos impulsos vitales, ciertos movimientos que se han trasfundido a toda su obra, como una transgresión:

“Entonces el Monje Liberación-Negra, él,
Se aparta de las actividades de una caza sedienta de
      siglo
Inapto para recitar las Fórmulas de la contemplación de los
Dioses,
Viola, de un alma salvaje, sus juramentos de superior y de
      hermano.
Las puertas de la ley se amplían y multiplican sin fin
Por no ser medidas por aquellos que él creía merecer,
Liberación, según la puerta lógica para su querido
Inducido al mal camino de todos los mundos”.

(Víctor Segalen, antes que Alexis Léger, había participado en las mismas cenas y había sido inducido a la gran vía de las estelas místicas).

 

Tras las huellas de Saint-John Perse en Peking

Toda la obra de Saint-John Perse proviene de rompimientos, de cesuras. Aquellos viajeros entendidos en sinología y tibetología le aportaron el recitado suculento de sus propias expediciones en China y que luego aparecerán en su poesía, donde no se detiene jamás en el avance, donde no interrumpe el levantamiento del campamento.

A fuerza de tanto soñar en partir, Alexis Léger falló menos en salir. Con su caballo “Allan”, al cual le hablaba como a su alter ego, abandonaba regularmente Peking para buscar la soledad, como si partiese en una caravana única. Saint-John Perse futuro o la eterna partida.

La primera parada, si se puede decir, es un templo budista en las colinas al oeste de Peking, sin duda el Templo Tanzhe, donde él alquila durante el verano de 1917 la parte más alta, un pequeño pabellón sobre la terraza superior. Encima de ese promontorio rocoso, él quizá entrevé la verdadera ruta mental y poética que deberá recorrer.

“La paz es grande para el espíritu, el espacio inconmensurable, y las noches perfectamente reposadas lejos del ruido de la ciudad china. Se escucha consumirse al tiempo, ese tiempo que la disipación en China parece hacer más lento que en otras partes. Transposiciones y transgresiones aquí son tales, que yo estoy a veces tentado de tomar la pluma, contra todas mis viejas resoluciones. País verdaderamente extraño e inasimilable al corazón del extranjero; esto que yo lo sé en otras partes infinitamente agradecido”.

Pero él fue aun más lejos en la soledad y buscó un sitio que fuese así mismo apacible tanto de día como de noche, un territorio de silencio cuasitotal, donde la vibración llegase a ser extrema, infinitesimal. Estaba a una treintena de kilómetros al norte de Peking, era el llamado Templo Tao Yu, de una simplicidad perfecta sobre el terraplén: orientado hacia el sur, con tres entradas yuxtapuestas a una principal, una pequeña alameda en el eje, un viejo árbol en una parte y otra, un solo pabellón construido de manera tradicional y que domina por detrás un gran pino ladeado sobre un montículo; al borde, más abajo, los pozos; más lejos, una aldea, y hacia el norte, un río. Allá abajo, todo se mantiene en orden.

“De día, un gran territorio sin nombre, sin gente y sin ganado. A mis pies, por toda humanidad, un valle baja al río enarenado de donde eleva solamente hacia mí el ruido de pequeños tambores de piedra: llamadas de los que pasan el vado o diálogos, de una orilla a la otra, entre invisibles comunidades rurales. Más allá, el escalonamiento de las tierras altas, las primeras grandes aberturas en el Oeste hacia el país mongol y hacia Sinkiang, donde comienza una parte de las primeras huellas caravaneras. Más lejos, en fin, la ausencia, lo irreal, y el horizonte terrestre intercepta sólo la mirada intemporal. Sobre todo eso, el tiempo fija la alta Asia y por allá abajo ya la desaparición del viejo imperio nómada y de sus marchas en las rutas no balizadas. Es toda el Asia búdica, lamaísta, o tántrica que se aleja a grandes pasos de la simpleza confuciana”.

Las precedentes líneas datan del verano y del otoño de 1917. En ellas se construye la oposición viva y creativa entre dos mundos, donde todo debe disponerse a partir, lo que se divisa —el paisaje, el relieve, el cielo, el tiempo, la misma China— para establecer una contradicción universal que no se puede resolver en la obra poética.

Tras las huellas de Saint-John Perse en Peking

Alexis Léger es, así, segundo secretario de la delegación francesa en Peking, embargado a la vez por las sacudidas de la crisis china y por los grandes arrebatos de la alta Asia, que son para él un nuevo despertar poético después del éxito de Elogios. El poeta llegará a cambiar su mismo nombre: la infancia transcurrida en el suroeste de Francia, el concurso en el Ministerio de Asuntos Exteriores de su país y su breve aprendizaje parisino y el encuentro con el sueño del Peking de las altas tierras y el recorrido interminable, para el espíritu, ante todo, en producir esa “elevación hacia el interior”, que es una conquista de sí mismo. Una anábasis.

 

Tras las huellas de Saint-John Perse en Peking

Por una extraña y fascinante concurrencia de circunstancias, Alexis Léger fue el tercer poeta francés, semejante y diferente, en arribar a China. Paul Claudel llegó primeramente, con su gran fuerza de fiera, desamparada y devoradora, principiante y místico, que no ha comprendido apenas a China, pero que ha visto sus pasiones. Claudel se había topado al joven Léger sobre la escena de la carrera diplomática a partir de un encuentro en casa del poeta Francis Jammes.

Víctor Segalen aparece a continuación y que había encontrado a Léger aún estudiante en Bordeaux algunos años antes y venía de vivir anticipadamente en Peking. Alexis Léger afirmaría posteriormente que se había encontrado con Segalen en Peking en 1918, pero esto no se ha comprobado.

Alexis Léger poseía una documentación variada y de indudable calidad acerca de China. Si bien abandonó este país en 1921, “sin espíritu de retornar”, jamás rompió el lazo muy particular que había establecido con la civilización china y con Asia en general. Él estuvo muy seguro en su intento de oponerse a la actitud distante, y a veces desconfiada, que adoptó, y esa actitud anunciaba una mirada diferente al mundo chino, semejante a la de aquellos de sus contemporáneos europeos que se comportaban como sinólogos encontrados en Peking. Alexis Léger parecía seguir un reflejo de defensa, a fin de preservar la libertad de inspiración. El poeta no deseaba ser medido sobre el terreno chino. Él intentaba trazar un camino que le fuese propio, a la medida de su horizonte creativo.

La China que le tocó vivir a Alexis Léger era sumamente confusa, llena de vaivenes de transición, dominada por la secesión entre el norte y el sur y en medio de un gran debate sobre la adaptación al mundo moderno. La Política de Peking ofrece esta mirada en los días de la estancia de Alexis Léger. Puede revelar el rol de los más importantes intelectuales chinos que fueron sus amigos y que jugaron un papel determinante en el Movimiento del 4 de mayo de 1919.

Basta hojear las numerosas obras sobre China anotadas por Alexis Léger para constatar el importante caudal de conocimientos que había adquirido acerca de China, con un gusto pronunciado por la materia bruta, la monografía detallada del investigador, antes que por las impresiones de viajero más o menos esclarecido. Entre las obras eruditas, la inmensa mayoría anotadas, las publicaciones de sus compañeros de estadía en Peking, Paul Pelliot, Marcel Granet y Jacques Bacot en particular, tienen un buen lugar en sus preferencias. Sin este encuentro directo con la sinología francesa, harto viva, sin rival al comienzo del siglo XX, la obra de Saint-John Perse hubiera, sin duda, seguido un rumbo diferente.

Alexis Léger no se libera jamás de sus funciones diplomáticas en Peking. Las imágenes nos lo muestran digno y serio cual sus colegas, envarado en un traje negro y un cuello de celuloide rígido. Es verdad que sus ocupaciones debieron absorberle considerablemente, pues a sus tareas como segundo secretario de la embajada francesa, une las funciones internacionales de secretario del cuerpo diplomático, de la conferencia de ministros aliados para entrar en la guerra de China y después síndico de las legaciones extranjeras en Peking. Podríamos subrayar que su trabajo dejaba relativamente poco lugar para la aventura síquica o espiritual. Aventurero, Alexis Léger lo fue en efecto, sobre todo, en el espíritu y, desde este punto de vista, él no pudo rivalizar con Víctor Segalen, quien permaneció cuatro meses, en compañía de su amigo Gilbert de Voisins, recorriendo a caballo y en junco la China central. Alexis Léger se contenta con descubrir a caballo, como nos lo presentan algunas imágenes fotográficas, la región de Peking, sus tierras cultivadas y sus templos, sus montañas y sus tumbas. Él también dijo haber permanecido en Corea, Manchuria y Mongolia y atravesado en vehículo el desierto de Gobi, pero no se trata más que de cortos episodios.

Esas expediciones rápidas le permitieron, sin embargo, descubrir “todo tipo de hombres en sus caminos y maneras” e impregnarse de un paisaje que modeló definitivamente su imaginario, bien explícito en los poemas del ciclo asiático Anábasis y Amistad del Príncipe.

El paisaje chino se despliega delante de sus atentos ojos y ofrece a su hambre lo que nutrir pueda a su imaginario. China —le escribió a su madre— es: “Tierra usada, tierra desgastada por la erosión, de tiempo inmemorial...”, y luego exclama: “Yo que siempre había soñado con escribir un libro sobre el polvo, ¡yo estoy aquí servido!”.

Él encuentra paradójicamente, en la vastedad del paisaje chino, la imagen misma del mar. China es el mar hueco, China le devuelve al mar:

“La tierra aquí, al infinito, es el más bello simulacro de mar que uno puede imaginar: lo inverso y como el espectro mismo del mar. (...) Así la China terrestre, sin paradoja, me ha hecho más consciente de mi manía de mar, que tiende aquí a la obsesión. Jamás yo no le he comprendido bien, lejos del sitio del mar, cuánto mar está en nosotros mismos y quien se aleja de él se deja distraer de sí mismo” (carta a Joseph Conrad; 26 de febrero de 1921).

Aunque parezca paradójico o en apariencia incompatible, Alexis Léger no hablaba ni leía chino —salvo sin duda aquellos caracteres corrientes subrayados en su guía de 1915—, él posee al momento de su permanencia en China sensiblemente los mismos conocimientos que un veraz sinólogo occidental. Cuatro grandes dominios le interesaron con constancia y predilección: los primeros misioneros occidentales en China (en especial el padre Gerbillon y su Descripción geográfica, histórica, cronológica, política y síquica del Imperio de China y de la Tartaria China, de donde extrae muchos materiales para su Anábasis); aquellos primigenios orientalistas y arqueólogos que descubrieron importantes hallazgos al principio del siglo XX; la China de los confines y su periferia, en particular todo lo concerniente a las extensiones de Mongolia y el Tibet; ciertos aspectos de la literatura china, como escogidos textos fundacionales de la espiritualidad oriental.

Alexis Léger no tenía sino un conocimiento de segunda mano del Clásico de la poesía por haberlo leído en traducciones al francés o el inglés. También había leído los estudios de Edouard Chavannes, de Paul Pelliot y, sobre todo, aquellos de Marcel Granet. Algunos de los índices usados por Léger permiten pensar que conocía también el Libro de los cambios. Por otro lado, la literatura china estaba en plena evolución al momento de su permanencia en Peking. Lejos de interesarse en el Diario de un loco o La verdadera historia de A Q, de Lu Xun, él orientó su interés hacia los poemas de Du Fu y Li Bai y más generalmente hacia las traducciones inglesas de los poetas de las dinastías Tang y Song, y descreyó de los “reformadores” literarios chinos de su época. Anotó con lápiz el poema “Otoño” de Ou-yang Xiu (1007-1072) o ciertos poemas de la poetisa del comienzo del siglo XII, Li Qingzhao. En lo que concierne a la espiritualidad china, el examen de su biblioteca es desconcertante, pues de los dos volúmenes de traducciones al francés de Padres del sistema taoísta que había publicado en 1913 el padre jesuita Léon Wieger, Alexis Léger parecía no haber poseído —o conservado— más que el segundo tomo que contenía las obras de Lie Zi y de Zhuang Zi. Parece, por tanto, imposible, que para una lectura de la obra poética de Saint-John Perse (en particular Pájaros) se deduzca que él no tenía ningún conocimiento del Daodejing o Clásico del Dao y la Virtud.

 

Tras las huellas de Saint-John Perse en Peking

Saint-John Perse fue un poeta que viajó en sus palabras, en sus propios predicamentos, en sus propias declaraciones. Se aproximó a lo místico desde su estancia en Peking y afirmó su vocación poética. Los años pasados en la capital de China lo ayudaron a revelar su afinidad de espíritu con aquellos que, milenios antes que él, bebieron en los fermentos de lo absoluto y se vaciaron para exigirse a sí mismos y atender al llamado del otro que esperaba pacientemente adentro, en el élan vital de la poesía y su reino

Todavía podemos escuchar la voz de Alexis Léger, ya esbozado, presentido como Saint-Jonh Perse, en el templo taoísta donde quiere la conseja ubicar el tópos de la génesis de Anábasis:

“No habitaremos para siempre estas tierras amarillas, nuestra delicia...

”El Verano más vasto que el Imperio suspende de las tablas del espacio varios estratos de climas. La tierra vasta sobre su aire rueda plena su brasa pálida bajo las cenizas. —Colores de azufre, de miel, color de cosas inmortales, toda la tierra de las hierbas se ilumina en los henos de otro invierno —y de la esponja verde de un solo árbol el cielo extrae su zumo violeta.

¡Un lugar de piedras de mica! Ni un grano puro en las barbas del viento. Y la luz como un aceite. —De la fisura de los párpados al extremo de las cimas me unen, yo sé de la piedra manchada de oídos, de los enjambres de silencio en las colmenas de luz; y mi corazón toma cuidado de una familia de acrídidos...”.

Tras las huellas de Saint-John Perse en Peking