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Huidobro y la máscara

Texto y fotografía: Wilfredo Carrizales

Huidobro y la máscara

Encendiste tu primer cigarro y el último en los iniciales días de enero y un bosque se alejó incendiado en un fuego fatuo y las estrellas danzaron sobre las telarañas. Desde entonces nadie ha podido detener tu marcha y en los bailes de máscaras que organizaste los relojes fueron cazados por aeroplanos en fuga. Entonces las marionetas que se amamantaban en las ubres de la luna encontraron los atardeceres sobre montes rubios y sedientos.

El humo de tus cigarros avanzó hacia el horizonte cuadrado y las volutas quedaron colgadas de sus huecos de flauta en orfandad.

En tu máquina de escribir aún se percibe tu sombra que se aparta a pedazos por las playas donde ya no batallan los ruiseñores porque las balas se oxidaron y la memoria sangró demasiado y cayó en su nido ártico en procura de golondrinas que pudieran picotear en el vacío del corazón de la primavera. ¿Supiste acaso que una bala perdida hirió a la encina que habías sembrado al borde del mundo?

Proclamaste a voz en cuello que la poesía era un atentado celeste y te dieron de golpes en la puerta de tu casa y luego una bomba quiso trasponer tu sustancia que irritaba con frecuencia. No ignoro que tus objetos te protegían y que tu lenguaje iba transformando las cosas en un moldeable silencio y en ternura y en dolor lamentablemente adentrado.

Tu ausencia se revirtió en piedras presenciales que cada año retornan y gritan por las arenas y las palabras no pueden ser una corteza atroz que recubra al esqueleto como una carne sin hondura. No te canses de esperar la necesaria muda de ropas. El tiempo crece ayudado por la energía de sus plantas y el retorno de los espantos no es materia para nada discutible.

Al momento de tus funerales las gaviotas inventaron un duelo y emparejaron a los cometas en su tránsito por el alborozo. Aquel viaje con seguridad te aportó recuerdos y aunque decidiste coser la noche a su frío más que contumaz, prendiste la vela dentro de tu ataúd para que se ahuyentaran las lágrimas de la tempestad. Una vegetación crecía veloz por debajo y tendía a sacar a flote viejos naufragios y tú quisiste y pudiste alfombrar los pasajes secretos con zumbidos de marineros.

Tu féretro se abrió paso hacia los caminos que habían extraviado las llaves de sus imaginarias puertas. La noche penetró violenta hasta tu cuerpo y derribó las estalactitas que marcaban tus periplos. En los bolsillos de tu chaqueta sonaron las monedas que actuaban como candados cuando el otoño tendía a regularizar sus despojos. Ahora puedes marchar rápido, si te place, y cargar sobre los hombros a los instructivos que hacen que los viajes emulen a los encantos.

Allí donde duermes a disgusto sé que has visto a mujeres hermosas que han venido a mojar sus cabelleras en el norte de tus arenas. Sé que ellas han silbado y han caído a los pies del trueno, pero en sus pechos las errancias ameritan un eco y algunos soles que les latan y partan en dos las lágrimas de los días.

Para llorar siempre faltaron ojos porque se los apropiaban los fantasmas y luego andaban por ahí, merodeando, con su hedor a huesos desgraciados y bajo los árboles se acumulaban alas de sortilegios y el miedo terminaba por agrietar las piedras de los molinos. ¿Alguna novia no vino a sentarse junto a tu tumba y te escondió la mirada para que no descubrieras el aliento que la alimentaba? Crujiría la soledad con tanto pecho amarizado y con tanto viento en los verbos aniversarios que hacía imposible una respiración al otro lado de los ojos ya serenos.

Sólo puedes continuar con el silencio que generosamente te prodiga el mar, pues él te atornilla a los arcanos que nunca se retiran de la orilla y tornan infinita tu memoria para que los barcos busquen detenerse, aunque sea por instantes, y hagan sonar sus sirenas y desde cubierta brinden por ti los pasajeros de rostros rotos vueltos hacia la espuma sagrada.

No todo el mundo comprende tus signos y así debe ser este asunto. Tus poemas se enredan en las raíces del inconsciente que paren las noches y las nubes que aún no han nacido dispensan lluvias que ahogan el amor de las estatuas. Nunca es tarde para volver a llorar y colocar el rubor de las tardes sobre las mejillas más caseras. Si le prestas atención a tu fosa verás el alumbramiento de palomas en el trasfondo de los suspiros y la ansiedad de los ciegos maltratados por la sal.

Pero tú ya no quieres llorar más. Tu muerte se ha tornado demasiado larga y el alma que tu cuerpo aguanta no logra traducir el balido de los corderos que se bañan en los pozos de peñascos. Tenemos la certeza de que no deseas enterrarte más adentro. Tu simiente se mueve con las tempestades que imprevistamente ordenan las mañanas y en la ardentía de los días posteriores el mar suple los fósforos con impaciencias que brotan de abandonados cerebros.

Tú jamás devendrás en un ciudadano del olvido. Tu muerte no fue rápida y no trajo lloriqueos. Tampoco fue lenta y no apagó la llama que el clima pretendía. Es mentira que vives en una sola noche. La hemos escuchado resbalar sobre tus huesos mientras tú clamabas por la presencia de los árboles necesarios y sus guijarros y sus pájaros de alas casi portátiles. No importa que a veces la niebla oculte tu cigarro: en el puerto habrá un fanal escondido en el pecho de un alcatraz y numerosos dedos de seres convocados señalarán tu ribera para que se aleje el barco de las velas fallecidas.

De tu frente mana humo y en tus labios abiertos se insinúa un panorama que está inundado de mástiles que en sus cabriolas fecundan tus dedos y mecen tus cabellos al compás de las luces del Océano Pacífico.

Tú mismo constituyes tu propio monumento al mar. Tu promontorio, tu tumba, tu colina que avizora. Las marejadas continúan cantando la emoción de los despejes y la tenebra se aleja con su espanto que miente y gruñe. En otro planeta ya estarías difunto, mas no en éste que posee pasadizos empedrados, encrucijadas y en donde el principio y el fin del mundo se eslabonan con plumas de aves en pena.

Con absoluta seguridad continúas hipnotizado por los labios de las estrellas: su destino es proseguir la andanza en una carroza de cadenas no rotas. Las nieblas no logran halarte hacia lo repentino que promulga la eternidad. Tu astro mayor rueda por el derrotero de una marea inagotable. Tus pies se pasean por los continentes con ruidos de lápidas talladas que moldean el futuro de los jardines y sus oscuras rosas.

El océano se abre con sus ojos de candados llorosos. No obstante, tú no le prestas atención hasta que empuja hacia ti sus olas vacilantes y temblorosas. Puedes barajar los destinos entre las espumas y saludar el sino amargo de los peces que se drogan con las algas. Mas las cenizas de tus días atrapan la infalible carne de donde brotan los poemas y la angustia de la creación huye de sus redes para estallar en los meridianos de la conciencia.

Te escuchamos siempre mejor cuando eres mar y flor con forma de gaviota y cuando la noche de tu pertenencia te regala una pradera y un resorte que tose y una bisagra que no se enmohece y unos dientes que se bañan en leche y un rostro de niño arrancado de su ventana contrita y un insomnio para que rechines las pupilas y una fiesta en mitad de las cejas y una sangre que dormita despierta y pulmones y postigos y sueños gladiadores.

Que yo conozca tu máscara no significa que sepa a cabalidad cómo la fabricaste. Siento que tu corazón lleva algo en ello. La distancia entre tu rostro postizo y tú es única e imaginable y la serpiente del tiempo se troncha frente a la mirada enmascarada. El ojo que acorta tu llamado no puede quebrarse de repente. Él esconde pétalos voluntarios que otorgan la paz que requieren las ciudades que se hacen de agua.

Que yo te tienda la mano al momento de lanzarte un ramo de flores, no quiere decir que tema la interrupción de tu torbellino desbocado y de tus animales marinos sobresaltados en el interior de tus venas. No, sucede que oigo el batir de las olas rebotando contra tu voluntad, al tiempo que las conchas seculares alzan sus montecillos de fulgor.

Quise visitar tus ciudades, apegarme a las calles que transitaste, beberme los bares con las manos alzadas. Me detuvieron tus céfiros sangrantes y los espejismos de las guerras y las madres que lloraban por sus niños que no resucitaron. Te volví a ver inmenso en la bruma y no la pude diferenciar del humo del cigarro: tan densa era. Ibas en la estación más pájara y poeta y afinabas las cuerdas para acoplarlas a enero y la antigua trinchera te envejecía las manos con la metralla de escarcha y carbón. Los soldados flotaban en su desnudez y la muerte les perforaba la devoción.

La primavera tejía sus líneas en la ruta hacia Cartagena. Me detuve y consigné tu tumba en el espejo interior del agua sudada. No te ofrendé rosas: ya las habías hecho crecer en los poemas. Sólo estrujé la arena y sentí el ruido petrificado del ocaso. Había moscas y la intemperie se disponía a vibrar con su música de piano prestado. Del interior de tus calorías se desprendió el peso de los pájaros liberados. Deduje que en tu lámpara brillaba un atónito carbón. El mar olía a aguardiente y se movía con rastros de coraje. Encima de tu cabeza dormida visualicé al guardián de tu riada y entonces me retiré con la barba lustrosa y te dejé en tu lecho de nieve, al amparo de las astrologías que dormían en Cartagena.