Iconos de las muchas virtudes

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

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Iconos de las muchas virtudes

MISERABLE FE que rige la hoguera de los corazones y que amenaza con lampar la boca cada vez que la cerca la mentira. Creencia que no lleva a la llenura. Por lo tanto, se marra con frecuencia y se destroza la naturalidad y se pierde la capacidad de ojear.

Marilyn, la de la doctrina sexual Monroe, oficia desde su privilegiado sitio. Su garbo linda con la efigie que la iguala. Símbolo venéreo de su tiempo y de todas las épocas, le estallaba en los suculentos senos el sistema de la sangre que erotizaba. Marilyn, radial, desplazándose de la rosa a la espina en procura de atención.

Buldog que bulle con su pésimo carácter y despierta con el hueso en las fauces después de la holgura. Winston Churchill le sigue a la zaga para apropiarse de su aspecto y aprender a gruñir y morder a sus semejantes. Memorias del buldog en crisis y movilidad de la sospecha cuando hay peligro de guerra y escapan todas las pulgas.

Está bien que haya restricciones: prohibido fumar, escupir, gritar en este lugar; prohibido rayar las paredes, mover las sillas, saltar al vacío... Pero cuando se prohíbe tocar las insinuantes tetas de una señora en una playa o en una piscina, la sociedad comienza a perder sus más conspicuos valores e ideales.

Los cornudos le temen a cualquier seña que los ponga en evidencia. Andan por las aceras concentrados en los movimientos de manos que surgen a su alrededor, por doquier. Llega un momento en que se descuidan y alguien les toma una fotografía con unos dedos que sobresalen por detrás de su cabeza y que semejan a un par de protuberancias con resaltantes puntas.

Sádicas, adiós. No más adicciones ni adipsia. Ahora es el momento de las adivinanzas y de los arcos adintelados que adelantan las adiposis. Sádicas, adiós. Aceptemos las herencias para nuestro beneplácito y olvidémonos de los adictos al aderezo. Adentro nos adjuntaremos todos los aditivos. Sádicas, adiós y que la adinamia os enriquezca.

Hembra de voluptuosas carnes y sonrisa de fricasé. Te sientas sobre los talones sin ser japonesa y te exhibes de azul con rayas negras, a la manera de las cebras de antaño. ¿Deseas un pronto encabalgamiento? Dispón entonces de tu sintaxis y yo acercaré mi fonética a tu oído más fiel y llegaremos al acuerdo donde tu unidad métrica será asunto de mis dedos y los límites de mi verbo rebasarán la conjugación de tu piel.

El vicario de la muerte te puede asesinar con sus pistolas o revólveres y luego te regala rosas rojas recién cortadas, en un acto postrero de fineza y primor. El mensajero de los homicidios se coloca una estrambótica peluca y unos anteojos oscuros y ataviado con un saco color de carne azotada sale a dar las funestas noticias con una mueca que hace resaltar el brillo de marfil de su dentadura. (A veces se percibe en el ambiente un aroma a tabaco o a whisky mezclado con cerveza).

Un payaso dirige el tránsito en las avenidas con sus piruetas y cabriolas fenomenales. Los conductores le aplauden y el payaso toca un pito y se despoja de su sombrero cónico y lo aferra, al revés, entre sus manos. Le llueven billetes, sortijas, relojes pulsera, dulces, caramelos y pedazos de pan. El payaso suda o llora y el maquillaje se le chorrea y le da un aspecto grotesco a su rostro. Sin embargo, una forzada sonrisa aún se insinúa en el fondo de sus labios exagerados y pintados.

 

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AUNQUE excesivamente prognato y corto de vista, eso no le impedía mirar sin tapujos a las mujeres que, en pantaloncillos, hacían gimnasia en sitios cerrados. Con una estúpida y ensayada manera de sonreír se les acercaba a las féminas más voluptuosas, rascándose sin cesar la mandíbula inferior. Entornaba los ojos, arrobado, y por toda respuesta recibía un insulto, una andanada de golpes o un zapatazo. No escarmentaba y repetía a diario su faena con la esperanza de que en alguna ocasión cualquier hembra le diera la orden de aterrizaje.

La fantasía es infinita y los fantasmas que merodean por las paredes corroboran esa aseveración o los rostros de barbas digitales se encargan de poner el acento en lo extraordinario. Existen malos augurios, pero pronto se les acorrala y se les obliga a subir al ático para que sirvan a otros planetas por descubrir entre las olas de oscuridad.

Abundan los goznes circuidos por líneas sinuosas y pardas y los quiciales buscan estar sumergidos en la escarlata. En cercanos peldaños suelen descansar zorros urbanos. Allí estructuran un lenguaje muy próximo al palpitar de las arañas famosas por su infamia. Los malvados se desesperan al descubrir a tan fecundos rivales. (En períodos especiales caen con frecuencia cápsulas que contienen sustancias de colores que al quedar liberadas forman arcos iris para los sueños).

Nadie logra explicar por qué Homero Simpson, con un ojo a la funerala y una barba de varios días, se exhibe en un rincón superior del plano. Al verlo en esas condiciones, cualquiera sacaría la conclusión de que ha sido golpeado por “liso”, a pesar de protegerse con un casco de jugar rugby. Lo más probable es que haya sido echado, por el amante de su mujer, de la serie que protagoniza y ahora se dedique a limpiar techos y a deshollinar chimeneas. Desde el comienzo de su fama su destino estaba trazado.

Un juego para promover el caos comienza de improviso. Los murciélagos mordaces se enfrentan a las máquinas munificentes. Ambos bandos conocen el arte de fortalecer las plazas. (El mensajero de la muerte funge de comentador y árbitro). Brotan chispas, chillidos y chorros de chiflidos. Salen despedidos tornillos, resortes, alas y trozos de uñas. Ninguno de los contendientes sale indemne. El conjunto de rock BMX interpreta un réquiem estruendoso y todos los heridos se van juntos a lavarse las cortaduras en una alberca de plástico.

(Unos esqueletos llegan en drones y exponen un osario callado como un buque. Un calambur vegeta sobre sus días de plumas. Unos manubrios ayudan a esquivar la zona de los calabozos. Desde el interior de unos cajones invisibles unas voces calan y ya).

 

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SE INICIA la providencia industrial y desde el principio se nota vil, tramposa. Rehúye el pago, se evade. Anuncia su minuta en un cartel y pronto lo derriba un hocico de animal de ciudad. (Otra versión le achaca el hecho a un pico de ave entrenada). Desde la alta torre del emporio se emiten señales. El rostro del potentado aparece en todas las grúas y andamios. Los trabajadores se desnudan y van a la huelga. Los bañan con mangueras en los patios y se acaba la caspa y la piquiña. La paz, aunque mojada, no se resfría.

Las vanguardias salen fuera de la muralla. Se adhieren al reglamento. Llevan consigo un ojo enorme, monstruoso, potente, al cual rodea una espesa melena. Ese ojo hace las veces de telescopio y con él espían la frontera, los movimientos de los bárbaros, las acciones de los contrabandistas, la compraventa de esclavos... El globo ocular también se adhiere a los preceptos de ley y mira lo que le conviene y lo transforma en verdad y si un espejismo se cruza por su campo de visión no lo obvia y lo admira quedo.

El osezno engreído y pedante, medio intelectualoide, trata de robarse la escena y se le olvida quitarse las gafas oscuras y por supuesto continúa viendo negro y más negro. Entonces se guía por intuición y se para frente al público. Dice, con énfasis de plantígrado: “Mía la mula mala; míos los migajones y el microcosmos; no míos los microbios ni la micosis. Me molesta la miasma y los miadores. Muero por mentir; me mimo y milagreo el mijo. Modesto me muevo y ministro la mímica a las musas. Memento mori!”. Dos o tres personas lo aplauden sin convicción y el osezno agradece con una inclinación de cabeza. Llegan dos guardias del zoológico y se lo llevan en volandas.

La bomba estaba fijada a la pared y el mecanismo de relojería, activado. Sobre la tapa de la caja negra se leía la clave para desactivarla: LUEMIR. ¿Habría alguien capaz de descifrar aquella palabreja? ¿Se salvaría de ser destruido el almacén de los memoriales? Nadie pudo penetrar en lo abstruso del término. La bomba jamás explotó. Ninguna relación fue escrita. En la memoria colectiva no se conserva alusión alguna a un hecho de tal naturaleza.

Y el pequeño mamífero trepador, experto en el arte del tatuaje, bajaba de su árbol, de noche, y atendía la demanda de sus clientes. Trabajaba con precisión y rapidez y pronto aparecían sobre la piel masculina o femenina bellos caracteres trazados con tinte rojo. Por lo general, eran fórmulas mágicas para proteger los cuerpos contra las enfermedades, especie de talismanes escritos.

Y el humilde animalejo solo aceptaba frutos secos y semillas y perfumes que luego esparcía por el suelo, alrededor del tronco, su hogar y refugio, donde llegada la medianoche se estiraba para prolongar la oscuridad.

El perro forajido seguía a la muchedumbre que iba gritando “¡Yogabba, gabba! ¡Yogabba, gabba!” y aunque no entendía el sentido de tan extrañas palabras, le producían un encantamiento, un inusitado embeleso. La grey avanzaba por la ruda topografía, bajo el acoso de una esfera quemante. El can soportaba la sed y el calor con estoicismo, pero no se atrevía a despojarse de su antifaz por temor a ser reconocido. Más adelante la turba se topó con un remanso de árboles y sombras y allí decidieron acampar. El perro se echó no muy lejos de ellos. Encendieron un fuego y recomenzaron el cántico. “¡Yogabba, gabba! ¡Yogabba, gabba!”. Imprevistamente algunos hombres cayeron sobre el animal y lo sometieron. Antes de que lo degollaran el perro comprendió que las repetidas palabras significaban “¡Matad al perro! ¡Devoradlo!”.