Comparte este contenido con tus amigos

En aquella acera, la infancia...En aquella acera, la infancia...

Cuando yo era niño, en lo único que me interesaba convertirme era en arqueólogo explorador. No creo que haya sido un niño tonto o al menos no tenía conciencia de ello.

En los meses de más calor venía nuestra prima Hilda a visitarnos y traía su envidiable cámara fotográfica. Junto a ella y a mi tío Octavio me sentaba en la acera y algún avezado nos hacía formar parte del álbum familiar. Recuerdo que en algunas fotografías aparecía nuestro perro Caribe olisqueando debajo de la falda de la prima Hilda y luego por la magia de un tijeretazo al compañero can lo reducían a una franja vacía en la imagen vergonzosa.

Yo no podía tolerar a los adultos que se entrometían en mi vida. Me gustaba contemplar el espectáculo del “mundo” que yo mismo armaba: museos y avenidas, estaciones de tren y plazas, puentes con vehículos de todo tipo, puertos y barcos y zoológicos con dinosaurios y fieras descomunales. Las maravillas me llegaban en sueños; se me revelaban como liebres mensajeras que querían residir en mi tierra con todas sus hazañas y prodigios. Los habitantes del cantón de los muertos me atraían con sus ojos y yo me balanceaba mientras me protegía mi incipiente pene con las manos.

—Parece que mis padres me anunciaban castigos y las horas de descanso.

—Si mis padres hubieran muerto en aquella época habría sido un niño muy triste que hubiera terminado por huir hasta la orilla del mar y me hubiera convertido desde muy temprano en un ermitaño con todas sus prerrogativas.

Nunca pensé en asesinar a mis padres, aunque en ocasiones los odié por imponerme penas que no creía merecer por culpas no tan graves. Por las noches salía al patio y contaba las estrellas y les pedía que me permitieran navegar en sueños y alcanzar las islas maravillosas de los cuentos de magos y hadas o las quemantes arenas de los faraones egipcios.

Sabía que era inteligente y no necesitaba probarlo. Sabía que podía comunicarme con los pájaros y las mariposas, los gatos y los conejos, los perros y las palomas. Con las ratas nunca pude logar comunicación, aunque no ignoraba que ellas me vigilaban desde sus madrigueras y tal vez quisieron entablar diálogos conmigo. Pero yo esquivaba su insistente vigilancia y mantenía alejados de su influencia a mis juguetes favoritos.

Me gustaba sobremanera hojear unas revistas —que eran como unos catálogos a todo color— que provenían de los Estados Unidos y que mi padre traía con frecuencia a casa. En las páginas de aquellas revistas —de papel oloroso a parafina— me deleitaba admirando los innumerables tipos de botas y zapatos de cuero, camisas y chaquetas a cuadros, pantalones y correas, maletines y corbatas. Intuía que en cualquier momento alguien iba a tocar la puerta de la casa y entregar un enorme paquete membretado que contendría la ropa y los calzados nuevos que mi madre habría pedido por correo.

En una ocasión me fui de viaje con Julio Verne durante todo un día. Mi madre estuvo sumamente desesperada buscándome, mientras lloraba y se lamentaba. Yo escuché sus gritos desde el interior del viejo baúl donde permanecía refugiado y ya al anochecer, cuando amainó la tormenta y el barco quedó surto en puerto seguro, me despedí de Julio Verne y arribé a la cocina donde mi madre todavía lloraba desconsoladamente. Esa vez me salvé de ser amonestado porque le dije que unos piratas me habían encerrado dentro de un antiguo cofre.

Decidí no separarme nunca más del mundo que iba creando con paulatino deleite. Estaba maravillado de poder vivir de manera diferente al resto de los niños del vecindario.

No quería llegar a ser adulto. Anhelaba ser un eterno infante. Viajar de incógnito todos los días y optar por descubrir el sabor del peligro en los recovecos más peligrosos de la casa. Los libros de aventuras y relatos prodigiosos me interesaban más que, por ejemplo, las fiestas o los eclipses. Yo estaba en estado de gracia con mis propios sueños y a ellos dedicaba mis mejores horas y mis selectos esfuerzos.

A veces sentía que mi cuerpo sufriría una separación y que de pronto me convertiría en una entidad errante, cuasifantasmal. En no pocas ocasiones me asustaron sombras que provenían de ámbitos misteriosos.

En una oportunidad enfermé de sarampión y la enfermedad se complicó. En todo el cuerpo aparecieron grandes manchas púrpuras que dolían una barbaridad con sólo tocarlas. Perdí las tres cuartas partes de mi peso original y ya casi ni podía ingerir alimentos. Sobre el colchón de la amplia cama matrimonial de mis padres, mi debilucho cuerpo se perdía entre los pliegues de las sábanas sudadas. Deliraba y vi a una señora que algunas noches me venía a invitar a ir de viaje con ella. Vestía de blanco y era hermosa. Creo que la dama de la muerte intentó llevarme a su dominio, pero las últimas medicinas que me suministraron me salvaron de partir hacia aquel itinerario desconocido.

Ahora no podría juzgar con precisión cuánto había avanzado en la aprehensión del idioma, mas tenía la certeza de que me expresaba de manera distinta a los otros niños de mi edad. La impronta de las cosas que me rodeaban produjo en mi mente un acendrado gusto por los objetos y situaciones extraordinarios hasta el punto del arrobamiento o la devoción o admiración mágicas.

Pronto supe que poseía una capacidad para mimetizarme con cualquier cosa que estuviera muy próxima a mí o que yo manipulara con fruición. Me hacía dueño de los receptáculos y los cambiaba de forma, a voluntad. Los nombraba con epítetos insólitos o exóticos y me sumergía en una interminable discusión con ellos. Sin embargo, al poco tiempo los liberaba y les permitía emanciparse. Únicamente les pedía que fuesen intermediarios entre aquellos entes que moraban en estadios de difícil acceso para mí.

El viento cruzaba por encima de nuestra casa y dejaba sobre ella su esencia y yo participaba de la configuración que adquiría en la sala y al despedirse por la ventana abierta que daba hacia la calle.

Por días me acosaba un hambre y yo le adelantaba un platón para que proveyera. Me irrigaba de mantequilla y comprendía que el entorno andaba en funciones de trastocar el orden establecido por el aroma del pan recién hecho.

Penetré con mi dedo índice la cueva de unos bachacos rojos y agresivos y me mordieron tantos que me arrancaron la piel y con ella brotó la sangre y mi estupor y mi miedo. Como esta lección no fue suficiente para mi dedo, transcurrido un par de semanas introduje el mismo dedo en el hueco de una instalación eléctrica y el corrientazo recibido me tumbó de culo y me crispó la cabellera. No lloré simplemente por temor a una reprimenda.

Yo también quise volar, pero no lo intenté como otros niños que se pusieron capas sobre los hombros y se lanzaron desde las azoteas de sus casas. En algunos casos se mataron o perdieron los dientes. Yo prefería el vuelo en globo y darle la vuelta al mundo en ochenta días, mientras lanzaba papelillos y caramelos sobre las ciudades cuyos nombres resonaban con más musicalidad en mis oídos.

Si algo llegaba a ponerme violento la emprendía a patadas contra el objeto más cercano, pero nunca alcanzaba el punto veraz de la destrucción. La importancia de proteger mi soledad era para mí lo más fundamental y prioritario.

Cuando cayó en mis manos Alicia en el país de las maravillas quise entrar de inmediato a aquel lugar a través del vetusto y enorme espejo con patas ubicado en el dormitorio de mis padres. Le pedí a mi abuelo que me comprara un conejo con la esperanza de que fuera como el del libro. Mas aquel conejo sólo alcanzó a balbucear varias veces la misma pregunta: “¿Qué esperas de mí?”.

En otra oportunidad descubrí a Alicia agazapada en la parte baja del espejo y al verme me interrogó: “¿Quién soy yo?”. Le repetí los textos que había leído acerca de ella. Le canté algunas baladas con doble sentido y le declamé unos oscuros poemas. Nada de eso la sorprendió y volvió a preguntar: “¿Quién soy yo?”. Me exasperé y le dije que buscara la respuesta en los enigmas de Lewis Carroll y en la complicada resurrección del pájaro dodo.

De un roído libro de mi abuelo extraje algunos temas que me sedujeron y que ocuparon mi atención y mi curiosidad durante largo tiempo:

  1. descripción del mundo natural y clasificación de las heráldicas;
  2. los platillos voladores y los marcianos o seres extraterrestres que tenían luces en las cabezas;
  3. los fantasmas, los aparecidos, los diablos y las brujas que podían abordarte en cualquier momento;
  4. los niños prodigiosos que perseguían sin tregua a horribles monstruos y dragones y que los vencían indefectiblemente;
  5. el sudor como manifestación brutal de los estados de miedo, indecisión o pánico;
  6. la posibilidad de ser un héroe si se contaba con la debida ayuda de los dioses;
  7. la circunstancia admitida de poder viajar al pasado a través de una máquina del tiempo y participar en las proezas de los grandes de la Historia: Aníbal, Alejandro Magno, Gengis Khan, Julio César...

De noche los murciélagos aleteaban encima del lugar donde yo dormía y me reiteraban sus mitos de chupar sangre y su conversión en horribles seres alados que alcanzaban la inmortalidad. Mi cuerpo se estremecía como una esfinge y llamaba con desesperación a mi madre para que se desposara con el rey de los murciélagos y me permitiera a mí escapar de la función que parecía haberme asignado el rincón que me cobijaba.

De niños suicidas nunca supe. Sólo se me pidió que formara parte del cortejo fúnebre infantil que acompañaría hasta el cementerio local al bebé de apenas cinco meses de nacido del portugués Juan y cuyo cuerpecito había sido vestido de ángel para que migrara a los cielos con su propio esplendor. Su rostro maquillado no nos habló de pena, sino de una alegría inefable.

Mi ámbito de acción se fue alargando y con ese desplazamiento espacial fui descubriendo incógnitos pasajes en los aleros y corrales vecinos. Otros significantes vinieron a unirse a los que ya se hospedaban desde antes en mi armario de muestras excepcionales.

¿Después de qué descendían las lluvias y convertían en un lodazal los patios y las calles contiguas para que los pies hollaran los barros e hicieran salir del fondo a las lombrices de tierra que se sentían libres de molestias y perturbaciones? Después de la caída de las hojas más tristes del calendario del estío.

—En la distancia resonaban los chillidos de los chiquillos retozando en el cieno que los re-creaba y los hacía crecer sin tener ellos conciencia de ese hecho prodigioso.

—En un tiempo inexorablemente perdido se escuchaba el vocerío de los niños vagabundos y anónimos que se silueteaban tras las cortinas de barro desplegadas en el aire por el paso veloz de pesados camiones cargados con caña de azúcar.

En el recuerdo, el placer que me producía el zureo de las palomas grifas, cuyo alojamiento de madera y malla de alambre mi abuelo había levantado encima del techo plano del excusado. ¿Acaso no llevaba sobre mi cabeza en aquellos momentos una corona de flores y espigas para celebrar el perfume de los árboles en su fiesta enardecida?

Con una canción mi tía convocaba al perro y al gato a la comida del día. El mundo se desplazaba con su galantería y brillaba largo rato sobre el piso encerado de la sala, mientras un arco iris se posaba encima de los postes de la electricidad y venía a acompañar a los cometas enredados en su desilusión. (Dentro de mis libros se repetían los mimetismos que acaecían afuera y cuando lograban salir, se materializaban en mi cuerpo y en mis palabras dándole al ambiente un poder de transformación y una inigualable quietud).

Descendía yo con frecuencia en los líquidos que fluían de las plantas y de los insectos que proponían inéditas simbiosis. Fabricaba todo lo que veía frente a mí y creaba sus brindis y sus retornos y la música que se asentaba como una fortuna sigilosa.

De continuo pedía a mi abuela que me peinara con esmero para no salir a ninguna parte, pero acertaba en la escogencia de la excursión necesaria que me llevase a desasirme de las pequeñas armaduras que conformaban el paisaje por donde tenía que moverme al compás de las aguas en sus espejos traviesos de ensayos y desenvolturas.