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Isla Negra: relación y remembranza

Textos y fotografías: Wilfredo Carrizales

Compañeros, enterradme en Isla Negra,
frente al mar que conozco...

P.N.

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Isla Negra: relación y remembranza

Pez teñido de mar que nadas sempiterno en la triple esfera del silencio de la torre, tu padre Neruda te dio la función de señalar el origen de las corrientes de aire por donde circulan las vidas.

Eres astuto y travieso, pez, y es bueno anteponerte un catalejo para que avizores el desplazamiento de los barcos y de las olas que ellos procrean. Recuerda que en Isla Negra las rocas de la playa bracean fijas con branquias prestadas y es tu deber proveerles de aletas imaginarias.

Pez, poetizas el espacio más allá de tu ámbito y eres capaz de ser brújula, faro y burbuja la tercera noche de cada semana.

 

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Isla Negra: relación y remembranza

El hipocampo relincha porque sabe que el poeta le ganó la batalla al mar y ni su sal ni su estropicio podrán socavar su tumba que se afinca en las vecindades de las piedras. Los arcos del muro invierten las úes para dejar pasar al tañido de las campanas y a las arenas que viajan en barca y a las postales que el mar eleva desde el más azul de los confines.

Tuerce la cola el hipocampo y se extasía en su memoria de azafrán y en su melena se repiten las gotas de unas hojas que destilan un oro que resuena y se sorprende de su maravilla.

También el hipocampo sabe sonreír. Como un eremita de la mudez camina por sobre el muro y tienta la virginidad de las junturas. Entonces relame su vino de gualda y en las ondulaciones del tiempo ajusta la resistencia a los elementos.

 

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Isla Negra: relación y remembranza

Vemos la casa de Isla Negra y todos los azules del mar concurren en ella y le otorgan la presencia de la amistad y de los viajes. De su vestido hospitalario se despliega un rollete de verdor y encima de él los quebradizos cangrejos plantan flores que se mimetizan con el aliento del sol y con el recuerdo de las vides en las copas manchadas de rojo y malva.

Esa familia insigne de flores establece otra ribera y a ella llegan atenuadas las respiraciones del mar echado en la playa. Insisten las corolas por ceñirse sólo los amarillos, pero los cárdenos así mismo imponen su aristocracia y quedan relumbrando.

La tarde, antes de alejarse, se nutre de aquel raro polen. Luego se siente sacudida por la presencia en su interior de guirnaldas que huelen a estrellas marinas.

 

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Isla Negra: relación y remembranza

La gaviota vigila su gabinete donde guarda su colección de rocas anochecidas. Las olas levantan espumas y la gaviota siente que las alas le crecen con la caída de la blanca humedad.

El mar no advierte la gavota que solitaria danza el ave. Ella vive a costa de las piedras y del tendido que realizan los diminutos peces a su paso por las hendeduras del sueño vespertino.

Viaja poco esta gaviota y cuando lo hace extiende unas gavias para todo el conjunto de los mares que roncan primordiales. Un barco señero le restituye a la palmípeda una jaula de triunfos de la aurora y un horizonte que flota como una espada de azurita.

La gaya gaviota vuela dentro de la soberanía del poema y ya Neruda había anclado con su nombre su canto. Florecerán los dos en la penetración de la espuma: él en sus enredaderas de raíces reposadas; ella en los temblores infinitos del océano en su herradura de amargor.

 

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Isla Negra: relación y remembranza

El mar edifica, al sol, su barrera de prietas rocas. Él es el agonista que preside las tareas de la espuma, los arpones, los hundimientos y la munificencia de los nácares.

No es amargura el mar sino sólo para los temerosos hombres terrestres. Hay otros bípedos, eficaces voladores, para quienes el piélago constituye la alegría comestible y la promesa que a diario fluye mientras se mecen los sueños.

¿Por qué, entonces, esos carteles, esas prohibiciones? Es imperioso que el hombre bucee y explore la herencia que las caracolas han fundido en la geometría de la hondura marina. A todo trance hay que mariscar para conducir al cocedero al bogavante y al mejillón y a la ostra que, a lo somorgujo, prepara la marmita.

El mar agitado no rehúye el matrimonio con el cielo que se pone sus medias de nubes. En la resaca aparece una bonanza y en el fondo ningún escollo admite pertenecer al ocaso.

 

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Isla Negra: relación y remembranza

Se abrió paso, entre largos pitidos, al través de los sorprendidos guijarros que no terminaban de salir de su asombro. Un pitazo prolongado y triunfador lo fijó para siempre a la bandera tricolor que la juguetería del destino escogió para él.

La locomotora abrió su vientre y repartió la pitanza a los que viven por la poesía: los niños con cachuchas de maquinistas, los allegados con rostros de carboneros, los que fueron sorprendidos con los durmientes aún en la cama, los guardallamas y los guardagujas y los vagoneros que silban para hacer infinitas las mudanzas y los dibujos compartidos del paisaje.

(Dicen que a la misma hora cuando murió el poeta, la locomotora lanzó un gemido ronco y lastimero y una pátina de grueso humo la envolvió durante semanas. Aunque haya luego renacido su alma quedó en la oquedad de un lamento nunca intermiso)

 

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Isla Negra: relación y remembranza

El toro y el caballo quieren pastar en el sendero de arena. A través del cristal les regalo múltiples cañas para la merienda.

Se le verdean al toro los cuernos y la cabeza y el pecho como si hubiese comido toronjil y mueve la testuz para capotear la quietud.

Prefiere el caballo el alborno porque así le sale el trote clareado y las bridas y la silla sacan en limpio quién será su jinete permanente.

El toro muge afarolado y mira con fijeza al firmamento para escoger su futuro corral. En torno al toro unas volutas le indican los caminos de la algarrada y el astado toca la campanilla en señal de fiesta.

Pieza de ajedrez anhela ser el caballo, pero al final, cansado del trajín, queda inmóvil y sobre su plataforma de madera jura proseguir como caballo de copas y entonces los vinos se desbordan y se sacian los sedientos.

 

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Isla Negra: relación y remembranza

Regresó de la feria la barca y se trajo consigo todo el albayalde. (Unas líneas de rubor le afloran con naturalidad a la superficie y ya parece una larga fogarada que buscase en el subsuelo un hornillo consorte).

Una campana anuncia la detención del vaivén de la quilla y el comienzo de un periplo encajado en la diversidad de las partículas arenosas.

La barca se encomienda a San Jerónimo y su cruz de metal relampaguea incrustada en la mecánica celeste. La aguja de bitácora deja de marearse y los vientos colocan una rosa comandanta en la luz de la escotilla.

Múltiples olores se agarran a la barca y le otorgan una unidad de costa y tajamar. Nada es bastardo en sus accesorios. Los maderos dan cuenta del henchimiento antiguo de las olas y en la paradura aún quedan signos de las piedras de las ijadas, verduscos espolones de las concavidades.

 

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Isla Negra: relación y remembranza

El ancla ya no quiere más zarpar. Su barco partió sin él y acaso se disolvió en el mar. Ahora es áncora aferrada a la entidad quemada del suelo y con su figura de aparejo de albatros marca con la punta el lugar donde la casa deposita lo garzo.

También el ancla pertenece al linaje sonoro de las campanas. Cuando se le tañe se deshace de su mordaza de orín y estimula las andanadas del mar despierto.

Llegado el frío, el ancla hiberna, pero su ojo único vela y apura el verdor de la primavera. El hierro de su espíritu regula que el recorrido de las horas no sea rígido y se disparen con puntualidad las fragancias del terreno.

Andando tras el tiempo, el ancla acecha las ensenadas y hacia allá marcha su capitanía a fondear el andamiaje del abismo para apropiarse del beso frío de los peces y las redes que curten al ostro envejecido.

 

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Isla Negra: relación y remembranza

Una garza y otra y muchas más eslabonan una cadena con piezas del océano que tienen a su alcance. La cadena une sucesos inexorables y tristes y relaciona la vida con los hechos ilustres del poeta.

Retraídos por la timidez, arbustos y flores aguardan el momento de las ofrendas, apegados al callantío o al manso rumor del estro.

En ese conticinio del mediodía surge, entre las empalizadas, un amauta anónimo. Se sienta y le surten los dedos una quena. Del pretérito actual brotan las notas de la ciudad enterrada: Macchu Picchu y sus dioses nupciales y sus muros investidos de la nobleza del cóndor.

Macchu Picchu está frente a mis ojos que la escuchan quejarse y oyen a la luminosidad de la quinua y a las ñustas consignando los relatos de la tristeza en los quipos coloreados por el frío y los truenos.

Con un trémolo, el músico desapareció tras las rocas y las yerbas y el sueño de Macchu Picchu se allegó hasta la sepultura del poeta para embellecerle la fatiga del vacío.

Isla Negra, 21 de octubre de 2005 / Peking, 12 de julio de 2008