Yo, Kafka, en la Muralla China

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Texto y collages fotográficos: Wilfredo Carrizales

Kafka en la Muralla China

Aprovechando la fecha de mi trigésimo tercer cumpleaños y de mi indecisión de casarme con Felicia Bauer salí de Praga al comienzo del invierno, de manera furtiva, rumbo a Moscú, y de allí a Mongolia, para acceder a la Gran Muralla de China. Desde hacía tiempo esa famosa construcción antigua me había atraído de inmediato en cuanto la descubrí en viejos relatos de viajeros alemanes. Algunas noches soñaba con ella y me veía recorriéndola, solo y al ocaso, mientras bandadas de cuervos cruzaban graznando por el cielo róseo. Se me había metido en la mente que debía visitarla con vistas a escribir una relación o algo que se aproximara a una prosa reflexiva.

Después de un largo viaje de más de un mes arribé a Peking una madrugada fría y gris. Busqué alojamiento de inmediato en el Hotel Peking, sito en el centro de la capital, y el cual había sufrido la embestida de los Boxers en 1900. Ya sabía que la dinastía manchú Ching había sido derribada cinco años atrás. Reposé unas horas y me levanté febril, con el acuciante deseo de trasladarme a la muralla esa misma mañana. Conseguí alquilar un aporreado Ford Model T con chófer incluido y emprendimos sin dilación la ruta en dirección a la Gran Muralla, hacia el sitio llamado Badaling, distante de Peking unos noventa kilómetros.

Durante unas tres horas el vehículo avanzó con suma dificultad por un camino de tierra lleno de baches. Un persistente polvo nos acompañó durante todo el trayecto y se me introducía por la nariz haciéndome estornudar con estrépito. El chófer se me quedaba mirando como queriéndome decir “¡Aguanta! ¡No hay remedio!”. Saqué mi más alto sentido del estoicismo y logré llegar a la muralla, no completamente indemne, mas sí con dignidad e indeclinable deseo de proseguir.

La primera vista de la Gran Muralla fue decepcionante: extensos segmentos se presentaban derrumbados y muchas atalayas habían desaparecido. Sin embargo, contemplando la “serpiente” curvilínea desde abajo y a la distancia producía en el ánimo una sensación de magnificencia y respeto.

Subimos a una de las torres de vigilancia menos deterioradas y di una ojeada hacia el noroeste y observé el viejo camino zigzagueante, al pie de las montañas, que atravesaba un doble paso encajado entre las rocas. Era uno de los pasos estratégicos de la muralla antiguamente bien custodiados y protegidos. Por uno de esos pasos había penetrado el ejército manchú y había conquistado el imperio chino. Me quedé un momento alelado, con la mente ida a remotas épocas. ¿Cuál era la razón de todo esto que se extendía frente a mí, frente a mi ignorancia o mi incertidumbre?

Kafka en la Muralla China

Me senté sobre los sucios ladrillos de la muralla y extraje mis cuadernos. Me puse a dibujar primero al chófer que estaba acuclillado muy cerca de mí y que no se movió mientras procedía a esbozar los rasgos más resaltantes de su figura. Luego mi lápiz se deslizó hacia atrás y hacia los lados y comenzó a configurar los contornos más soberbios de la muralla que nos acogía y no parecía extrañarse de la presencia de un extranjero europeo. Un viento helado se hizo sentir y rugió con angustia de lobo herido. Por mis ojos pasaron visiones de soldados tiritando de frío y hambre en noches lúgubres y solitarias de invierno. Presentí que unas fogatas fueron encendidas a cientos de kilómetros de distancia y me puse en alerta. Nada que temer: las visiones se desvanecieron pronto. El chófer suavizó su duro rostro y le indiqué que descendiéramos. Subimos al Ford y cuando retornamos a Peking las estrellas habían empezado a formar un elegante conjunto guiadas por el lucero vespertino.

Antes de acostarme puse en orden mis apuntes. A la mañana siguiente iríamos a otra sección de la muralla, ubicada un poco más lejos que la que habíamos visitado. Estaba dispuesto a levantarme al no más despuntar el nuevo día. Me dormí de inmediato y tuve un extraño sueño. Vi a numerosos hombres forzados a trabajar en la reparación de la muralla. Todos estaban desnudos de la cintura para arriba y a su alrededor se movían muchas mujeres exageradamente ataviadas y montadas sobre asnos. Las mujeres se reían sin cesar y decían frases en un lenguaje que no comprendía. Los hombres sólo murmuraban y laboraban.

Tocaron la puerta de mi habitación. Abrí: era el chófer que por señas me urgía a partir. Consulté el reloj: las seis y cuarenta de la mañana. Me lavé la cara de prisa y tomé mis cosas. Salimos rumbo a Mutianyu, el otro sector próximo de la muralla que me interesaba conocer.

Antes de llegar a Mutianyu atravesamos la puerta conocida como “Terraza de las Nubes”. Las grandes piedras que tapizaban el camino estaban descolocadas y el Ford se bamboleaba peligrosamente de un lado a otro. Dos jóvenes que venían sobre borricos se divirtieron un rato con nuestro accidentado avance. ¿Estarían ellos también presentes en mi sueño de la noche anterior? Creo que ese encuentro con ese par de mozalbetes no fue casual.

Kafka en la Muralla China

Cerca de las once alcanzamos por fin Mutianyu. En los alrededores de la muralla habían grupos de campesinos. De inmediato avistaron el vehículo y lo rodearon. Se pusieron a observarlo, curiosos, y los niños se encaramaron a los guardafangos. El chófer les gritó y todos se alejaron prudencialmente. Para huir de este circo gratuito me encaminé hacia los escalones de la derruida muralla, pero mis botas no dejaron de maravillar a aquellos rústicos. Resultó penoso trepar los empinados escalones, mas al cabo encontré la manera de ascender sin tanta fatiga. Aunque el sol brillaba con arrogancia un viento gélido soplaba por ráfagas y me hacía vacilar. Me introduje en la primera atalaya y desde su interior, a través de las breves ventanas, me puse a observar el entorno. Casi no crecían arbustos y únicamente, a duras penas, emergían unas miserables yerbas que trataban de darle una coloración diferente al agreste paisaje rocoso. Me recosté de una de las paredes internas de la atalaya y me dediqué a reflexionar y especular acerca del sentido de la construcción que se prolongaba y se extendía hasta un posible infinito. ¿Cuál era el afán del hombre con poder al ordenar la construcción de estas monumentales obras que implicaban la movilización de miles de trabajadores y funcionarios y la erogación de ingentes cantidades de dinero? ¿Realmente estas murallas protegieron eficazmente a los imperios de los ataques de pueblos nómadas e incivilizados? ¿No habría más bien en el fondo un deseo egocentrista de los emperadores de ver prolongado su poderío en ladrillos, piedras y argamasa erigidos hasta niveles descomunales y que pretendían sobrevivir al paso voraz del tiempo? También Adriano, el emperador romano, ordenó construir murallas, pero nunca ellas alcanzaron esta exorbitante dimensión y propósitos. Los zares rusos vivían en fortificaciones amuralladas, mas no se les ocurrió levantar largas y costosas murallas para proteger su imperio de los pueblos de las estepas. Tal vez fueron ellos más realistas y más apegados a una concepción ininterrumpida de la prolongación terrestre de su dominio imperial... En cambio, los emperadores chinos con su manía de mirar constantemente hacia el centro sentían la compulsión de amurallar su “ombligo universal” para defenderse de reales e hipotéticos enemigos allende las fronteras y para imponer un control estricto intramuros sobre los diversos pueblos que conformaban el imperio del “hijo del cielo”. ¿Es posible que los Estados poderosos del futuro continúen levantando paredones para salvaguardarse de la irrupción de etnias consideradas inferiores, peligrosas o execrables? ¿Se erigirán murallas contra las influencias perniciosas del exterior?

Después de esas elucubraciones bajé un trecho hasta el pie de la muralla y me puse a excavar en unos montones de tierra acumulada. No aspiraba más que a satisfacer mi curiosidad y escudriñar en las técnicas empleadas para unir los ladrillos. Extraje pedazos de los guardianes de los techados, rotas tejas con inscripciones, tabletas de piedra y puntas de flechas seguramente usadas por los soldados que pernoctaban en las torres de vigilancia. Un poco más abajo descubrí la cara de un monstruo tallada en arcilla. Mostraba su feroz catadura y cumplió su cometido: me asusté, me obligó a evitar su mirada y le dejé allí cumpliendo su añeja misión. Antes de abandonar el lugar recogí algunos fragmentos de tejas y los metí en mi bolso de viaje: serían un buen recuerdo de mi breve estadía en la muralla. No pude tomar mis lápices para dibujar. Debo reconocer que la grotesca figura del fantástico ser me había perturbado y mi corazón no lograba sosegarse. Así que descendí de prisa hasta donde me aguardaba el chófer y le indiqué que nos volviésemos a Peking. En el trayecto de regreso me persiguió la horrible faz del deforme engendro hasta el punto de hacerme doler la cabeza. ¿Acaso me había ganado la superstición o había caído bajo alguna influencia maligna? Deseché tales patrañas y dormité durante todo el tramo de vuelta.

Ya en el hotel tomé una buena ducha y cené frugalmente. El tercer día de mi estadía en Peking lo emplearía en trasladarme al sitio de Gubeikou (“Antiguo Paso del Norte”), ubicado a ciento veinte kilómetros al noreste de la capital. Emborroné unas cuantas hojas con mis impresiones y el cansancio me condujo a un sueño sin sobresaltos. El rostro del monstruo se había esfumado.

El subsiguiente amanecer me encontró con mi equipaje listo para abandonar el hotel definitivamente y para emprender la ruta escogida. El chófer me esperaba afuera y partimos entre bullicio de gente en la calle y un frío que calaba los huesos.

Salimos del área de Peking y nos enrumbamos hacia un valle entre montañas que corta un río llamado Chao. Después de un larguísimo trajinar en un abrupto camino arribamos a Gubeikou. Debido a su estratégica importancia este lugar fue escogido para levantar fortificaciones que forman parte de la Gran Muralla. Un famoso general de la dinastía Ming, quien estaba a cargo de la defensa de las fronteras, elaboró un informe para el emperador donde advertía que, a pesar de las enormes sumas de dinero invertidas en la fortificación, del tiempo empleado en ello y del poder de fuego, en caso de un teatro de guerra en la zona nada garantizaba que el imperio chino saliese victorioso... Volvieron mis consideraciones a ocupar mi mente. ¿El imperio despilfarraba todo tipo de recursos en las fortificaciones y fortalecimientos de la muralla a sabiendas de que no conducirían a una efectiva defensa? ¿Construir por construir como metáfora de la vanidad del poder aferrado a lo material? ¿Temor de no dejar huellas notables de su tránsito efímero por el mundo? En materia temporal, ¿la muralla habría de representar la contrapartida a la sustancia cósmica?

Kafka en la Muralla China

En 1793 atravesó este paso la embajada inglesa de George Macartney y tomaron notas e hicieron dibujos de la arquitectura y de las construcciones y dimensiones y también de los parapetos y plataformas. Seguramente ya tenían la idea de conquistar al “Reino del Medio”... Uno observa aquí, en este sector de la muralla, los diversos recursos suministrados para su construcción y puede imaginarse la regularidad y el rigor del trabajo y la perseverancia por llevar a cabo las obras de albañilería hasta un nivel de perfección. Y todo, ¿para qué? La respuesta parecía darla los ladrillos calcinados.

Deambulé durante extensas horas por los trazados, secciones y elevaciones de las torres de vigilancia. Mi mirada se perdía a ratos en la longitud de la “muralla de cinco mil kilómetros” y no lograba figurarme el término de la ilusión, ni al oeste ni al este. ¿Las arenas de los desiertos habrían sumido a la muralla en la inevitable derrota? ¿Las olas del mar con su poder corrosivo habrían desmenuzado los bloques que se levantaron con tantas prerrogativas y jactancias?

Por la noche decidí pernoctar en el pueblo de Gubeikou. Logré que me aceptaran en el “Templo Taoísta del Dios de la Medicina”. Uno de los monjes preparó para mí una cena vegetariana de invierno. Luego compartió conmigo una infusión caliente de hongos secos, sentados ambos sobre una cama de ladrillos caldeada por debajo con leña ardiente. Hice algunos esbozos del templo, de las deidades y del monje anfitrión, a quien obsequié algunos borradores. Cuando el sueño me puso a cabecear el monje dispuso unas colchas sobre el kang o cama de ladrillos y allí me tendí vestido, con una placidez que me llevaría al paraíso taoísta.

Los cantos de los gallos me despertaron a la salida del sol. El monje ya estaba de pie y le di las gracias con una inclinación de cabeza. Salí a buscar al chófer y le hice entender que allí nos separaríamos. Le pagué por todos sus servicios y alquilé un palanquín cuyas varas descansaban sobre dos mulas. Tres porteadores me acompañarían en la larga ruta hasta Mongolia Interior. Partimos a media mañana. El palanquín se balanceaba ora con brusquedad, ora con suavidad y me hacía recordar mis juegos infantiles en el columpio. El camino que tomamos iba bordeando la Gran Muralla durante un buen trecho. Cuando abandonamos la muralla, ésta quedó atrás, pero la continué viendo durante un lapso considerable de tiempo. Al perderla de vista irrevocablemente, me sumergí en mis pensamientos. Praga me esperaba y en su primavera pondría manos a la obra y redactaría lo que me había proporcionado la fecunda e intensa estadía en la Gran Muralla de China.