El litoclasta

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Texto y frottage: Wilfredo Carrizales

El litoclasta

Tuve conocimiento del litoclasta, por casualidad, mientras él tomaba el sol distraídamente sobre una gran roca de un parque. El litoclasta sólo se deja ver por muy contadas personas. Éstas suelen ser oficiantes de la protección de las entidades extrañas y observadoras estrictas de la alternancia de otras formas de vida que escapan a toda clasificación.

El litoclasta mora solitario en una piedra extraordinaria aislada de las demás o a veces prefiere habitar en un conjunto de estructuras sáxeas que posea diferentes tipos de tonalidades y texturas.

Él emite un sonido parecido al ulular del viento, pero más agudo, hasta tal punto que se torna imperceptible para el oído humano.

Al litoclasta también le denominan litófago, aunque esta expresión induce a error ya que no se alimenta de piedras, sino que las agrieta para refugiarse en su interior y evitar que individuos indeseables lo descubran.

Suele medir el litoclasta no más de algunos centímetros de altura, mas si se ve en peligro tiene la capacidad de crecer varios metros.

Le fascina al litoclasta triturar a las rocas provocadoras y sentir cómo se desgaja su cohesión interna en medio de ruidos que únicamente él escucha. Esta acción la lleva a cabo a medianoche para impedir el acercamiento de posibles curiosos, por quienes el litoclasta da señales de aborrecimiento y manifiesta aversión mortal, ya que le producen escoriaciones en su tenue piel.

El litoclasta prefiere bañarse con el rocío de las madrugadas, pues desde hace mucho tiempo se enteró del poder rejuvenecedor de ese fluido. De este modo, el litoclasta hace ingentes esfuerzos para que cada gota de rocío a su alcance sea aprovechada al máximo.

Con suma rapidez se desplaza el litoclasta dando largas zancadas y dejando tras de sí una efímera luminosidad que desaparece muy pronto. Él carece de amigos, porque ninguna otra criatura es capaz de soportar su dinamismo y su vitalidad y mucho menos aguantar su necesidad de romper, agujerear o perforar rocas, piedras y peñascos. Cuando se ve presionado a saltar lo hace con tanta energía y vigor que inevitablemente causa un inusual estremecimiento en su entorno.

El litoclasta se apasiona por el tránsito de las lombrices cuando ellas se escurren bajo las piedras para estar más cerca de la humedad y la umbría. La lubricidad de esos gusanos llega casi a sacarlo de quicio y revolverle las entrañas.

También el litoclasta se pronuncia a favor de aquellos organismos que se adhieren a las rocas para chupar sus esencias y ornamentarse con colores inauditos y llamativos. El litoclasta se encorva entonces y emite una musiquilla que se encapsula en los resquicios de su hábitat.

En cada luna nueva el litoclasta se extrae del vientre una tintura que se vuelve negra al contacto con el aire. Esa tintura comunica a quien la palpe unas visiones de un mundo poblado por siluetas de raíces e iconos perdidos dentro de la tierra.

Atenúa el litoclasta su reproducción para sedimentar su soledad y convertirla en el vehículo de su sabiduría y de su buen juicio. Él calcula las operaciones sucedidas en el interior de las piedras y las compacta para formar una susceptible grafía.

Bajo ciertas circunstancias el litoclasta se acerca a lo alcalino y disputa fieramente con él y lo obliga a contestar por las sustancias disueltas sin su consentimiento.

El litoclasta se ejercita danzando en los bordes de las piedras. Su equilibrio en este menester es proverbial y crea con ello un cúmulo de prodigios no fáciles de interpretar o aprehender.

En contra de la creencia general, el litoclasta no hiberna. Durante los meses de frío más feroz el litoclasta multiplica sus actividades y se atreve a exponerse en toda su grandeza. Sin embargo, en ocasiones duda y se resigna a permanecer meditando en su litoclasa.

El exceso de sombras fortalece al litoclasta y lo torna duro, pero no inflexible. Él huele a la distancia la angustia de los fósiles y les presta ayuda para que sean localizados y catalogados por los niños coleccionistas.

El litoclasta puede detener el curso de las corrientes de aire y de agua y establecer un puente duradero entre lo vasto y lo constreñido. De pronto, decide vestirse con un vello suave y compele a los grillos a anidar con urgencia. El litoclasta no es un monstruo y necesariamente lo parece para amedrentar a los intrusos.

Horada con frecuencia su hogar el litoclasta, no con el propósito de embellecerlo, sino de adaptarlo a las perentorias evacuaciones. Usa sus mandíbulas para realizar la extenuante labor y después queda resoplando y algunos graznidos le brotan del gañote.

Se dice que durante los sueños el litoclasta se preña a sí mismo y que un olor aromático surge de sus patas. Nadie ha podido dar prueba de esto, empero la conseja persiste, se propaga y cada día más se amplía.

Hay certeza en que el litoclasta toma unos polvos blanquecinos para conservar su portentosa memoria. ¿De qué están compuestos tales polvos? Cuando se sepa su composición química —cosa harto improbable— el litoclasta perecerá de humillación.

En la época de intenso calor, el litoclasta templa un hilo que se prolonga hasta el cielo y acuden a él unas apacibles brisas que lo confortan. Los infantes se arrebatan con el espectáculo y a propósito el litoclasta les proporciona juegos pétreos para que se entretengan hasta que desfallezcan de cansancio.

El litoclasta posee una verga que utiliza en casos de extrema amenaza. Con ella destroza lo que se le ponga por delante. (En excepcionales circunstancias emplea la verga para pescar en lagos o estanques donde existan muchas ondas sobre la superficie del agua).

Los ojos del litoclasta cambian de color y forma a medida que avanzan las horas. Sus pupilas se arman de puntas y se ponen dispuestas y pendientes para agredir al primer mirón inoportuno que se aparezca.

El litoclasta, alternadamente, se extingue y renace y vuelve una y otra vez a su original orilla donde se corta un trozo de su cabellera y la deja allí como exvoto y ofrenda. Luego hinca los dientes en el rugoso relieve y saca una especie de almizcle que lo atolondra por momentos.

Le gusta al litoclasta saborear las plumas de los pájaros huérfanos. Se entiende que este placer no sobreviene de improviso, sino que es producto de un largo aprendizaje. Él no gasta su brío en vano. Las novedades le atraen singularmente y su propio peso lo hunde en la delectación.

Quiere el litoclasta que permanezcan los regadíos y que las asperezas de las rocas continúen a perpetuidad. Él odia lo liso y su torpe brillo. Él se sabe fogoso y lo asiste la morigeración de lo cálido.

Sentencia en silencio el litoclasta las causas de su existencia y no abunda en detalles, porque desprecia la garrulería y porque además está a tono con su ley y con su linaje. El litoclasta se limpia con arena los riñones y orina un oro fecundo, grandioso por su alta calidad. Sutilmente el litoclasta se sume en su fiesta y gana una gentilidad que ya desearían para sí otras figuras prodigiosas

Finalmente se puede agregar que el litoclasta deja en cada roca donde transcurre parte de su vida, una característica señal para desconcertar a los estúpidos indagadores de maravillas.