Comparte este contenido con tus amigos

Bajo la lluvia

Fotografía: Nelson Jovandaric

Bajo la lluvia

Bajo la lluvia de una mañana del mes de mayo los reflejos en las aceras fueron arrastrados por el agua. Las cosas se tornaron más sensuales. Yo preferí pensar en un ilusorio optimismo y buscar en el aire húmedo el curso de la energía o de la electricidad estática.

La corriente de la vida iba por su cauce y la del agua fluía a su lado. Entre ambas aumentaban la sensualidad del momento. Pasaron muchachas riéndose a carcajadas y se les notaba felices. Sus mejillas insinuaban una fiesta.

Sobre los cristales de los automóviles se elevó un vapor que se llenó de las causas de la estación lluviosa adelantada. Me sentí un tanto vulnerable y apresuré la marcha, aunque ningún taxi vacío se avistaba por ninguna parte.

De pronto tuve la sensación de que un río se escurría bajo mis pies. Me ganó el temor y la sangre se atropelló en las venas. Una fuerte bocanada de viento hizo exagerar mi susceptibilidad y los poros de mi cuerpo se cerraron a las impresiones externas. De no haber reaccionado como era debido alguna calamidad me hubiera acontecido. Rehice mi equilibrio con una terquedad inusitada.

Las fronteras entre mi piel y el frío provocado por la persistencia de la lluvia se acortaron aun más. Me movía con el conjunto de nubes encima y mi aliento pugnaba por lograr un rápido cambio en las condiciones atmosféricas. Por instantes imaginé que me encontraba en el interior de un sueño que sería reemplazado en breve por el mal de una oscuridad enferma.

Continué caminando y pensando. Muchas personas tropezaron conmigo, pero no les presté atención ni me interesó detallarlas. Un tipo de cohesión se subió a mis nervios y me ayudó a superar la duda y la desconfianza. Comencé a sentir frío en las rodillas y por primera vez maldije a la lluvia que me impedía conseguir un taxi. A esas horas ya tenía que estar en mi oficina disfrutando de una taza de oloroso y caliente café.

Advertí que un temor mayor que el mío se había introducido en los pechos de los acelerados transeúntes. El fenómeno no era de fácil manejo. Nadie se atrevía a abrir la boca, pero el miedo se les notaba en el parpadeo de los ojos. Yo creí avanzar por el centro de una extraña experiencia. Me formulé muchas preguntas, una y otra vez, mas todo desembocaba en una imprecisa retórica. Frente a mí la calzada se extendía casi hasta el infinito y no existían variaciones que acortaran la distancia. Empero, ¿serviría para algo? No habría taxis disponibles y la lluvia era cada vez más densa y halaba a un oscuro peligro hacia las bocacalles.

Empecé a caminar con una pasmosa lentitud. A mi alrededor se desplegó una escenografía caracterizada por salpicaduras y celajes acuáticos. Un coro de voces aprobó la aparición del suceso extraordinario. Yo me moví hacia el núcleo de la escenografía y con mis impulsos y mis gestos brindé una teatral interpretación.

Al rato recuperé mi secuencia y me puse serio para recobrar el ritmo transitoriamente olvidado de mis pies. El fin de la agonía bajo la lluvia no se avizoraba por parte alguna. Escuché a mi corazón tocando a rebato. Por momentos, una noche ad hoc parecía que iba a desplomarse sobre nuestras cabezas sin previo aviso.

Zumbaban miles de gotas de lluvia y acompasadamente salpicaban mis zapatos recién lustrados. ¿Cuántos millones de insultos se habrían pronunciado en situaciones como ésa? ¿Sólo yo blasfemaba contra el interminable acto de llover? Estoy seguro que innumerables desafortunados deseábamos encontrar un sendero cerrado que nos confinara y protegiera del humedecimiento. Sé que algunos de ellos me veían a la cara esperando una señal que los guiara hasta el lugar de la plena sequedad. Mis labios vibraban y mis oídos estaban copados por los abejorros de la lluvia.

En mi lenta caminata lo pequeño se fue haciendo grande. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? En un segundo mi alma había circunnavegado otras tierras inundadas. La luz de lejanas fogatas me había alcanzado en el medio de los imposibles ojos.

Cerré los párpados y la lluvia pareció incrementarse. Los electrones chisporroteaban cuando chocaban contra los paraguas. Una corriente helada se introdujo dentro del tiempo y lo obligó a ser más suave y menos sunsido.

Medité: de continuar la lluvia, pronto mis zapatos germinarían y brotarían desnudos rizomas que paralizarían definitivamente mi avance. Me reí con fuerza de mis elucubraciones. Un grupo de curiosos se volteó a observarme y percibí la incertidumbre en sus rostros agotados.

Las ramas de los árboles ostentaban un aplastamiento y la grama y las flores. El terreno se exhibía enchumbado, como dispuesto a continuar así hasta la eternidad. Mi cuerpo comenzó a dar señales de cansancio. Pero, ¿dónde conseguiría un sitio seco para sentarme?

Los sonidos de la ciudad se habían opacado. De las altas chimeneas ya no salía humo y tampoco los trolebuses emitían sus ruidosos chispazos. En las calles sólo habíamos adultos, seres apresurados y presionados, mojados y deseosos de subirnos a un confortable taxi que nos trasladara hasta un espacio bajo techo, cálido y acogedoramente iluminado.

Mis pies se toparon con una rosa que alguien desprevenido habría dejado caer sobre la acera. Me detuve a contemplarla y ya no me importó la lluvia. Sentí que su perfume emanaba glorioso desde su interior. Me agaché a recogerla. La sacudí ligeramente y las gotas de agua se dispersaron en el aire. Me la fijé a un ojal del saco y en su compañía la lluvia se tornó ligera, menos agresiva. Con tal amuleto en el ojal mi suerte tenía que modificarse necesariamente.

Doblé a la derecha en un cruce de calles y cien metros más allá vi a un taxi estacionado encima de una acera, casi adosado a una pared. Me acerqué a la ventanilla del conductor y descubrí que estaba dormido. Toqué con los nudillos el cristal, levemente, y el taxista despertó. Primero contempló la rosa en mi ojal y luego su mirada se posó en mi cara mojada bajo el paraguas. Me hizo señas para que subiera. Le di la dirección adonde debía llevarme y durante el trayecto fuimos conversando acerca de las lluvias que se prolongaban cual sueños recurrentes y de lo difícil que resultaba ser taxista en tiempos de bruscos trastornos climatológicos.