Notas encontradas dentro de una maleta abandonada en un hotel

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Textos transcritos y collages: Wilfredo Carrizales

Notas encontradas dentro de una maleta abandonada en un hotel

Después de digerir la cena salió a la puerta de calle a comprobar el estado del aire. Imprevistamente se comenzaron a escuchar gritos por toda la ciudad. No se asustó, pero verificó si el tanque de gasolina de su motocicleta estaba lleno.

Los gritos se hicieron más potentes y aturdidores y parecían provenir de las entrañas de los cruces de las calles. Una breve sonrisa se apoderó de su rostro y ya no lo soltó más durante el resto de la noche.

Una mujer negra vino a visitarlo y en ese momento los gritos de la ciudad manifestaron su ostentación. La mujer se escabulló y se camufló en un portal. El miedo la obligaba a remitir los sucedáneos presentes en su estómago.

Al cabo, los gritos lograron una vaciedad y un gato blanco emergió de un hueco y exhibió su piel donde flotaban redondeles de brillo. El viejo compró unas cervezas en el bar cercano y enseñó los dientes por precaución.

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Hay que prestar atención al periodo que marcha adelante. El mundo está listo para recibir el crujimiento de sus estructuras. El resplandor desmedido hace desnucar a unos cientos de miles. Bajo los sombreros de fina piel se esconden cabezas que van ahumando el entorno.

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Medio sordo estoy parado en el cruce de calles donde está situada la oficina de correos. Los condones los venden en la vía más vieja y los discos de vinil en la más nueva. Comienza a llover y empiezo a ver las cosas en blanco y negro. Me paso la mano por la bragueta y noto un bulto. De pronto, me siento un garañón que no tiene miedo de nada. Pienso que a lo mejor un par de tragos de ron me abrirían la escotilla hasta la medianoche cuando deba ir a jugar a la ruleta rusa ficticia o a echar un vistazo por las ventanas ajenas.

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Mis oídos escuchan unos timbrazos. Tengo que ir a consultar al otorrinolaringólogo. Sé que se alarmará al descubrir mi boca reseca y me recomendará que moje el gañote con más frecuencia. Yo le escucharé sin mucho interés porque mi pensamiento estará en el cuarto de Colonela, la hembra que me quita el sueño con su excesivo roncar.

Luego bajaré con rapidez las escalinatas del edificio donde está el consultorio de mi médico y de vez en cuando haré una marca profunda con mi navaja sobre la madera de algunas puertas. De sólo imaginarme los insultos se me aviva la llama de la travesura.

En la calle buscaré el bar de portal verde y entraré a tomarme el verano en vasos grandes. Nadie podrá determinar de qué manera saldré de aquel lugar, pero como en mi mente existe confusión de las fechas, tan pronto obvio las dificultades, de prisa aparece sobre mi testa un blasón que me hace doblar la cerviz.

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Despierto en un blanco cuarto de hotel. Hace mucho calor. De repente llaman a la puerta y entra una camarera con una bandeja cubierta de pan untado con mantequilla de maní. De su bolsillo extrae una botella de ginebra y me urge a que la tome de inmediato para remediar mi estómago. Le hago caso y ella me dice que trague lentamente mi desayuno, mientras señala hacia la bandeja. Le replico que yo soy un buen muchacho y que mi voz no ha cambiado con los años. Ella se retira y me dice que en veinte minutos regresará. Miro por la ventana y descubro que fuera del hotel hay una congregación de hombres de edad mediana. Están muy airados y apuntan hacia mi ventana. Me aparto de mi observatorio y me siento sobre la cama a devorar con avidez las rodajas de pan. De improviso recuerdo que yo soy funcionario del Ministerio del Interior y que poseo un Mercedes Benz negro para hacer mi trabajo. Vienen a mi cerebro rondas de preguntas que no puedo contestar. A la media hora regresa la camarera y me entrega un sobre cerrado. Dentro encuentro una tarjeta que dice: “Continúa en tu zona”. La camarera me sonríe y eructo sin querer.

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Mi automóvil está detenido por unos jergones que lo tienen inmovilizado. Mi Mercedes Benz ni siquiera se atasca en los arenales del desierto, mas ahora está bloqueado por obstáculos irrisorios.

Busco en mi cartera hasta dar con una fotografía de un envejecido beduino que conocí en una playa de un mar lejano. El rostro del beduino es la pura copia de la cara de un dromedario atormentado por tempestades de arena.

La noche se ha vuelto a colorear con las luces de todos los edificios cercanos. El tubo fluorescente de mi habitación vibra con la palabra VOTO que aparece marcada sobre su superficie.

Me entra sueño repentinamente y me topo con el beduino al no más subir al ascensor onírico. Le pregunto cuándo arribó a esta ciudad y me responde que a la hora cuando se entristecen los trenes. Lo agarro por su larga cabellera y lo saco a empujones del ascensor. En el momento que quiero emprenderla a patadas con su trasero suena el reloj despertador.

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Durante un perezoso lunes los fines más exóticos se expandieron por la ciudad. Una de mis futuras concubinas llamó por teléfono para decirme que había comprado un canario y que me invitaba a su apartamento para que fuera a escuchar su trino. Le dije que tendría que ser para otro día porque hoy debía dar una conferencia sobre hedonismo en una conocida discoteca de la ciudad. Ella replicó que lamentaba mucho no poder asistir debido a que había adquirido un compromiso previo para convertirse en bañista. Como yo no tenía ninguna aspiración de redentor la convencí de que prolongara su tarea.

Después me dediqué a escribir unas cuantas cartas de acreencia y luego me regalé un cuento donde yo era el protagonista y me dedicaba a vagar por Marrakech al fin de un año fenomenal y conocía a una cantidad enorme de interesantes personajes que me invitaban a sus casas y me trataban a cuerpo de rey.

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Dentro de la ciudad todo parecía rojo reciclado. Las calles eran notadas por sus mandíbulas que se cerraban y se abrían a toda prisa. Las modelos representadas en maniquíes estrechaban los brazos y se hacían más y más pequeñas. Unos seres minoritarios parecidos a gigantes absorbían casi todo el aire con sus enormes pulmones.

El tráfico de vehículos era un verdadero caos y los sonidos de las bocinas imitaban los rebuznos de los asnos de los circos. Por doquier se veía mierda de perro y en las bocas de las cloacas la basura acumulada apestaba y hacía huir incluso a las moscas.

Algunos hombres escalaban los altos edificios con sombreros de hechiceros en busca de una vía para alargar las tardes. Los rostros de los mendigos eran sacudidos, con intermitencias, por chorros de leche que les arrojaban desde camiones cisternas. Numerosos jóvenes transitaban, con las cabezas peladas, fumando largos cigarrillos, cuyas cenizas se amontonaban sobre las aceras. Las motocicletas circulaban, en desorden, por todas partes y el calor que emanaban sus motores era mayor que el que producían los hornos donde se cremaba a los cadáveres.

Las ideas de los citadinos rodaban como píldoras por los estrechos márgenes de las calzadas. Los más variados olores y hedores se mezclaban para zambullirse en los mercados y hacían de estos sitios los lugares donde se pavimentaban las emociones.

Por el aire se veían volar descomunales insectos provenientes del continente negro. Niños esclavos se afanaban por colgar de las paredes anuncios que ofertaban materias que pasaban rápidamente del frío al calor.

En las típicas zahúrdas de los barrios el remedo de gente que allí sobrevivía remendaba sus ropas para salir a vagabundear. Los perros se meaban y cagaban en todos los rincones y convertían aquel ámbito en un hervidero de gusanos sin asideros.

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Una bella mujer se bruñía las manos sentada en la orilla de una pileta, mientras de su boca emanaban pedazos infinitos de goma de mascar. Un chango le daba placer haciéndole pasar su cola repetidas veces por su gran trasero. Más allá se veía una casa de baños basada en la zona donde se reproducían las orugas. Varias columnas de humo salían por los agujeros de las ventanas y se escuchaban risas frenéticas en su interior. Había un vapor constante que señalaba el lugar exacto donde escogidas damiselas se dejaban dar masajes por jóvenes andróginos.

El día se dragaba con precisión y el relajo acontecía cuando se obtenía el permiso para tumbarse a sus anchas sobre las baldosas que reproducían los escaques del ajedrez.

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Brusco el tiempo entre la mañana y sus vaivenes. ¿Cuáles pensamientos emergen primero del tope de la máquina que semeja un robot? La consecución de un gobierno que trate adecuadamente los ejercicios de las clases sociales que consumen más agua; la venta por sobreprecio de los taxis que se bambolean al desplazarse; la gratuidad de la cerveza para aquellos residentes que inventen nuevos tipos de sirenas para borrachos...

Alguien arrojó una puerta de madera desde una terraza, cuya superficie era de papel de pétalos de rosa. Un guardia alto sintió el rebote de la puerta al caer sobre un toldo y de prisa escribió una carta para sus superiores. Luego requirió la presencia del dueño del objeto lanzado y al no obtener respuesta se sumió en un misterio del cual le ha costado salir.

Como extranjero gasto las horas en denigrar del pasado y en moverme particularmente hacia el vacío. A veces digo que soy turista y que circunnavego con un menú personal bajo el brazo. Después aguaito a los pájaros que empacan las noches y trato de someterlos a los patrones de conducta que cumplimentan las bandadas modelo.

Afuera el ambiente se torna frío y obliga a descender a la mitad de la bruma. Los roles de mis ojos se alteran y mientras aguardo el metal de la obturación, un gato se eriza y escupe fuerte sobre mis pestañas.

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Notas encontradas dentro de una maleta abandonada en un hotel

La mañana me ama y yo la engullo para corresponder a su sentimiento. La que funge de esposa temporal se pone de mi lado y gesticula y reacciona con inaudita sabiduría y elegancia. Le pido que me sirva un trago de tequila y entonces se engrifa y quema el contenido de la botella. La amenazo y le digo que al día siguiente la enviaré a cazar ratones en la metrópoli más cercana. Se me cuelga del cuello y me pide un tipo de perdón que ya conozco. Como estoy seguro de que no morirá si la dejo opto por mandarla al sótano de Belcebú. Ella se tiende sobre la cama y lanza buches de improperios contra mí. Le recomiendo que tenga cuidado y no vaya a vomitar, porque acaso manche el cubrecama más nuevo.

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La mujer que me lava la ropa posee unas piernas semejantes a banderas. Su corazón es un pedazo de madera que arde con duro fuego. La luz de sus pupilas me enceguece y por eso cuando trabaja en casa prefiero permanecer afuera para evitar que influya en mis pensamientos. Con su cintura marca las horas que debe laborar. Sus dientes rechinan cual cristales que se limpiasen con ásperas esponjas. Un tigre sería más atractivo que ella. A la distancia se mueve como una mole y su lengua no cesa de chasquear y por lo rubicunda que es siempre me recuerda a un emplasto de cerezas flotando en un agua de quemante energía.

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Mi jefa me complace. Parada sobre una silla muestra sus várices. Ella luego registra el evento en un simple papel y lo mete a continuación dentro de una botella vacía y la hace rodar debajo de la mesa.

Alguna que otra tarde ella se viste adecuadamente para rasurarme la barba. Yo mientras tanto le comento noticias deportivas y aprovecho para mirarle de reojo su ropa interior parda con listas blancas. Ella tararea una guaracha y pone énfasis donde la letra habla de un sombrero Panamá. Recuerda que todavía es una mujer inidentificada, con algo de truculencia en sus gestos y un cómputo de horas de vuelo en avión que ya quisiera para sí el eventual alcalde de una ciudad triste.

Mi jefa de improviso es capaz de ponerse ruda y comenzar a quebrar espejos sólo usando la cabeza. Yo la he visto herida y sangrar y perder la conciencia, pero aun así, sigue siendo mi jefa.

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En el dormitorio color primavera me siento a contemplar el humo del espectáculo de los días. A ratos estornudo y doy un paseo alrededor de los muebles. Más tarde grabo los sonidos esporádicos de la noche y me quito los zapatos sucios y los lanzo por la ventana hacia la calle. Abajo alguien grita que va a investigar quién altera el orden arrojando bagatelas por doquier.

Entreabro las cortinas y descubro a un hombre acuclillado cerca de un poste del alumbrado público. Usa diminutos anteojos y sonríe mientras recita una oración aprendida de memoria. Inocencia no le falta, pero yo no quisiera intercambiar palabras con ese don nadie. Le anuncio desde mi escondite que mejor será que se retire cuanto antes. El hombre pone cara de gato recién enviudado, se yergue morosamente, escupe con estridencia y le ordena a sus pies que apresuren la marcha.

Yo me envuelvo en mi aroma de triunfo y me golpeteo el vientre hasta que expulso algunos mordaces pedos. Después reculo y olvido todo.

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La mujer tatuada, impertérrita, observa sin entusiasmo a las parejas desnudas que danzan alocadamente frente a ella. Un tufo a sudor rancio envuelve todo el ambiente. Los danzantes se colocan estrambóticos tocados y empiezan a fornicar de pie sin dejar de bailar.

La mujer tatuada mueve con energía sus pechos y los leones que los ilustran entrechocan sus cabezas y agitan sus melenas. La flor que lleva prendida la mujer en su pelo se abre con exorbitante esplendor.

Las luces del vasto burdel brillan como joyas de una corona enterrada. En las áreas poco iluminadas del recinto se escuchan inusitados jadeos. Una que otra vez relampaguean unas pupilas de pantera en acecho o tal vez en celo.

El placer alcanza el punto de la ebullición y la buena dama tatuada se complace en hacer más embrollada la situación. Las gotas de sudor aumentan y corren rápidas por las pieles lustrosas y nadie piensa en descansar. La dama tatuada cogita: “Si el asesino anunciado llega a tiempo, buena será la escogencia de la víctima”.

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Notas encontradas dentro de una maleta abandonada en un hotel

Disfrutó muchísimo al cabalgar sobre el conejo empapado de miel. Yo le dije que me gustaría volar encima de las alas de un cisne. Me miró con desdén y recibí su desprecio como un estacazo en las sienes. La primera vez que me desafió tendría yo cincuenta años y ella dieciocho. Tan pronto le noté el gesto de rebeldía la coloqué boca abajo y le di unas cuantas nalgadas. Su orgullo descendió momentáneamente, pero luego adquirió un carácter de locura.

Al momento de escribir esto, un pesado sueño obligaba a mis párpados a bajarse sin dilación. Dos días más tarde salí de viaje e iba vestido elegantemente. Incluso me puse un sombrero que nunca usaba. Mis mejillas estrenaban una recién adquirida lozanía y medio sonreía con un cinismo aprendido viendo películas.