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Ilustración: dibujo de Zhou QiongEl mantel, los cuadros, los gatos empecinados

Ilustración: dibujo de Zhou Qiong

Decía o prefería llamarse “Jade Raro” y hablaba de la casita, el mapa, los cuadros, el enamorado que la apretaba y le alborotaba el pelo hasta sacarle electricidad y que luego la empujaba sobre la mesita con mantel policromo y la penetraba de pie, desde atrás. Quedaba ella extasiada encima de la mesita; en sus mejillas se aglomeraba el más intenso púrpura y cuando lograba abrir los ojos, su enamorado ya se había ido y a ella no le importaba y sólo se dedicaba a remover con el dedo índice las pocas gotas de semen desparramadas por el piso.

El callejón donde vivía “Jade Raro” era batido con exactitud por los vientos de otoño. Las hojas secas volaban en remolino de un extremo a otro y chocaban contra las paredes grises y a veces los gatos que copulaban en los tejados rodaban asustados hasta caer engarzados y tardaban un rato en reponerse del golpe. Los vientos entraban por las ventanas rotas de la casita de “Jade Raro” y volcaban los floreros con lotos marchitos y hacían revolotear los muchos papeles depositados encima de un roído sofá que todavía conservaba el extraño olor de la última mascota que había dormido allí. Entre aquel desorden, sólo el mantel que cubría la mesita se mantenía impoluto e inalterable, con sus colores y sus figuras, jugando a tener más brillos de los que habitualmente poseía y a indagar por su procedencia.

“Jade Raro” se proponía estudiar todas las escuelas modernas de pintura y en su casita estaban execradas la retórica, la lógica y la gramática, pero la música gozaba de un sitial de prestigio y primacía. En lugar de hablar en pasado o futuro, ella articulaba en presente y así organizaba su marcha al compás de los pinceles y se impelía a esbozar sobre las telas la tesitura del óleo comprado en los estertores del verano. Por momentos se sentía tentada a dejarse llevar por la modorra, mas obedecía al mandato interior y se afanaba en el trabajo hasta el amanecer. Usaba faldas blancas cuando pintaba y al final de las jornadas parecían banderas que hubiesen adornado representantes de variados y lejanos países. Se desnudaba y derramaba el agua de los floreros sobre su cabeza sudada. Luego se sentaba, apoyaba los codos en la mesita y se quedaba dormida con una mano abierta sosteniéndose la cabeza. Nunca soñaba. Únicamente veía formas geométricas que se desteñían.

El mantel de la mesita se plegaba ante sus deseos, aunque era muy difícil doblarlo, ya que la tela de la cual estaba hecho se caracterizaba por su rigidez. Ella no recordaba ni cómo ni cuándo aquel mantel había venido a dar a su casita. Tampoco en su memoria existía ningún nombre vinculado a su llegada. Al mantel lo consideraba lo más emblemático de su minúsculo ámbito de vida.

Palidecía extraordinariamente ella en la temporada de las gripes o los catarros. Las peras aparecían en la puerta de su casita, envueltas con periódicos traídos desde la provincia y con una nota en donde le recomendaban trocear las frutas, hervirlas y tomar grandes cantidades de esa cocción caliente. Su enamorado se escondía; se limitaba a observar, a hurtadillas, cuando ella retiraba las peras y entonces él comenzaba a alejarse lentamente, volviendo la cabeza a cada cierto trecho, mientras el viento pasaba sin reparar en ese hombre mal vestido, quien recordaba vivamente el leve movimiento del mantel en el momento de estar alojado su tímido pene dentro de la vagina pulsátil y traviesa de “Jade Raro”.

El amor no solía caer en la casita de “Jade Raro” y no daba muchas vueltas por parte alguna y su corazón oía como un ermitaño, sin cigarras ni pájaros, y de día y de noche, brillaba y se elevaba hasta toparse con el techo y en cada instante quería decir “adiós o hasta luego o mañana nos veremos”, pero los moscardones que lograban entrar saltaban de alegría y ella no podía encontrar una solución a aquel dilema y entonces decidía acortar las horas y se convertía en un ratoncito huraño y se encubría bajo las fundas de su enorme cama matrimonial y dejaba que el otoño continuase avanzando e hiciese de las suyas en las imágenes que estaba pintando con total desenfado.

A buenas horas de la madrugada las gatas encontraban reemplazo en el silencio del callejón ciego. “Van a dar las cuatro y los maullidos se intensifican”, enfatizaba “Jade Raro” y se revolvía nerviosa sobre el colchón. Voluntariamente las felinas interrumpían sus afanes eróticos y “Jade Raro” renunciaba a sus deudas de odio con ellas. Por una rendija de la cortina se filtraba un destello de nube noctívaga y el ambiente se refrescaba aun más y morigeraba el ardor que le habían transmitido las gatas. El callejón olía mal y los pocos árboles ya no gozaban de buena salud y la savia se podía recoger en una palangana y luego existía la posibilidad de ponerla a llevar sereno y usarla posteriormente para untarse los muslos maltratados durante los desvelos por la presión de los dedos.

Consustanciada con su creación pictórica, “Jade Raro” se centraba en la comunidad de colores y mezclas. Jamás consentía en la convergencia repetida de ciertas líneas. Veneraba su triunfo individual y su alma migraba hacia una isla ubicada sobre una balsa flotante. Convergían sus ojos en el proceso de desleimiento de los pigmentos. Su imaginación menguaba un tanto con el paso de una fase lunar a la siguiente. Se hartaba de vinos de pésima calidad que le traían de las regiones norteñas y después sospechaba que había tragado algún hechizo. Al rato, se reía de su ingenuidad o halagaba a una parte de sus pulmones con media docena de fragantes cigarros.

El piso de madera de su casita se resquebrajaba en el extremo invierno. Con un trapo mugriento le frotaban grasa de carnero para tratar de aliviarle las grietas. La pestilencia era tal que había que recurrir con urgencia a las virutas de madera de un aserradero cercano. Las ratas intentaban ingresar al amparo de las sombras, pero una retahíla de gritos las amedrentaba.

“Jade Raro” odiaba a muerte a los japoneses. Cuando podía los insultaba directamente a la cara. Sin embargo, se deleitaba por horas y horas escuchando piezas antiguas de Japón interpretadas en el koto. Tampoco perdía oportunidad de admirar las magníficas representaciones del teatro kabuki. A lo que no hacía la más mínima concesión era a la horrible e insípida comida nipona. Se alegraba en secreto por cada nueva aparición de una buena novela o película de ese país, aunque esto era cada vez menos abundante.

“Mi exiguo cuerpo apenas puede conmigo”, se persuadía “Jade Raro” y adoptaba una actitud contraria a toda previsión. Ella era mucho mayor que cualquiera de sus escasas amigas y no tenía miedo de afrontar riesgos, ni temía la decisión de emprender aventuras, porque sabía que en cualquier momento podía honrarse con vítores, palmas y alabanzas. Lo efímero no hacía mella en su espíritu, más bien constituía el elixir del cual gozaba en sus interminables noches de soliloquio.

Nadie la había visto llorar y nadie la vería llorar. Las lágrimas sólo eran para su consumo personal. Por más que elucubraba acerca de la tristeza, no lograba asirla como problema intelectual. La tristeza era la tristeza y ya. No había nada más que agregar. Se felicitaba por su agudeza, pero luego hacía una mueca ante un espejo de mano y se horrorizaba de haber sido tan trivial.

Cierta ubicuidad de los tiempos pasados se aposentaba en los quicios del callejón. Los postreros anuncios de las mercancías en remate aún resonaban tras el sol dormilón de las agobiantes canículas. Los perros peleaban contra sus pulgas y, al cabo, lograban un entendimiento que ninguno se había imaginado. Dormitaban los ancianos con las bocas abiertas y las aceras se negaban a servir de escenarios para el dislate senil.

El utillaje de “Jade Raro” provenía de su propia invención. Más de una vez, lienzos caros que le fueron obsequiados se convirtieron en objetos para la experimentación. Lo mismo aconteció con productos de belleza, escobillas y pinzas depilatorias. Aunque ella nunca lo reconocía, sus mejores cuadros los realizó mientras la pandilla de gatos fornicaba desmesuradamente frente a su ventana y la noche se colmaba de lubricidad y maullidos de alegría y la luna llena coadyuvaba al derrame de los fluidos que generaban la creación.