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De matute

Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

Así acaecía: volaban numerosos albatros por encima de nuestras cabezas, la lancha se bamboleaba peligrosamente con la carga y a babor el viento daba la batalla por nosotros cuando el sol declinaba en el horizonte. Después de eso, sobre las olas aparecían unas manchas de aceite que resultaban muy crueles. Ya andábamos en esto de matutear whisky desde hacía tres años y los habitantes del pueblo nada decían porque ellos trajinaban en lo mismo y la policía lo sabía y recibía lo suyo, a tiempo y con discreción. Quiso el destino que a uno de nosotros se lo tragara el mar de pronto embravecido, pero siempre habíamos contado con esos peligros y aunque en cada ocasión teníamos algo de miedo, no nos arredrábamos al emprender cada viaje hasta los distantes cayos para recoger las cajas que los barcos camuflados arrojaban sobre las playas. En todo esto, el compadre Víctor era el más guerrero de nosotros, siempre vencía al temor y esparcía su coraje encima de todos. Entendíamos que en cualquier momento podía levantarse una gran tormenta que podía desbaratar nuestra endeble lancha, pero sobra por demás decir que nos estábamos acostumbrando a la contienda. En el tercer aniversario de nuestro matuteo que se cumplió hace quince días, nos alzamos con un gargamento de primera: whisky escocés de dieciocho años. Los amigos de tierra adentro se iban a alegrar con las buenas nuevas. Les pediríamos guisos especiales y, por ende, no lidiaríamos con ellos por pequeñeces. Como nunca faltan envidiosos, en una oportunidad unos competidores nos tendieron una emboscada y por poco matan a tiros al conductor de la lancha. Combatimos con nuestras pistolas y al rato los agresores estaban huyendo amparados por la espesa oscuridad. El compadre Víctor afirmó que aquellos hombres acabarían con los pechos agujereados y para demostrar la certeza de su aseveración se puso las manos sobre los cojones y les dio unas cuantas vapuleadas. Entonces un vientecillo frío se adelantó y me hizo principiar un temblor que afortunadamente nadie notó. El compadre Víctor era un guerrero que combatía en donde le plantasen batalla y no se iba a dejar despojar de lo suyo ni que la orden proviniera del reino de los muertos. Que yo sepa jamás fue vencido en ninguna trifulca armada y sus enemigos le reconocían una especie de señorío. Cuando salíamos a matutear a las playas lejanas del occidente, entre manglares y feroces mosquitos, yo tenía la impresión de que con seguridad pereceríamos en el mar océano que era tan difícil de domar y no había forma de lograr de él sucesos fastos sin darle antes guerra. Llegábamos hasta el cabo que a mí se me asemejaba a una guadaña, tal vez por mi espanto acendrado en la imagen de la muerte vista en un libro religioso y que empuñaba aquel terrorífico utensilio. No sé por qué yo escuchaba el canto de gallos que se me antojaban siempre agoreros y yo ignoraba qué podían querer de nosotros y los mandaba a que fornicaran con las gallinas y nos dejasen tranquilos. En cuanto esto sucedía, las postrimerías de la noche comenzaban a manifestarse y entonces debíamos darnos prisa y trasladábamos el contrabando de botellas con su precioso contenido hasta la lancha por demás alarmada.

Una vez el compadre Víctor me presentó a un negro alto y fornido llamado Medulio, quien se unió a nuestro grupo para robustecerlo. Se veía que el negro tenía fuerza: se le notaba al no más dar algunos pasos. Tenía una sonrisa vil y yo intuí que estaba acostumbrado a sufrir y que debía conocer muy bien las cárceles. Su cara huesuda brillaba en las noches sin luna y entonces comenzaba a contar historias donde había héroes parecidos a él. El compadre Víctor se carcajeaba a veces y yo trataba de imitarlo, pero me lo impedía la falta de práctica. Toda aquella gente que matuteaba de tan extraña manera, por naturaleza debía ser hacedora de males y si se viera cercada por los guardacostas preferiría caer combatiendo antes que pasar por la vergüenza de la derrota. El compadre Víctor me había referido que en una oportunidad, uno de sus lugartenientes había sido herido de bala en el estómago por la guardia costera y que prefirió suicidarse con su pistola antes que entregarse.

Mi madre me daba grandes consejos, me decía que abandonara aquella vida de riesgos, que partiera hacia la gran ciudad en busca de trabajo honesto, mas yo no podía quebrantar el juramento de lealtad que le debía a los matuteros. Además mi madre ignoraba que nuestra cofradía poseía sus poderes secretos y que los espíritus del fuego y del hierro nos protegían en todos los lugares donde ejercíamos nuestro trabajo. La cofradía contaba con sus mandaderos, espías y confidentes, incluso en tierras vecinas. Cada vez que la guardia costera preparaba un allanamiento a las casas donde se almacenaba lo matuteado, lo sabíamos con antelación y como por arte de magia desaparecían las cajas. Los montes eran nuestros aliados y cuando se hacía peligroso vivir en el poblado nos asentábamos en la espesura hasta que pasaba la resaca represora. Nuestra hueste jamás fue descubierta en aquellos matorrales y eso que nos embarcábamos en ruidosas e interminables partidas de dominó. Si hubiese irrumpido la guardia costera de repente hubiera producido una gran mortandad. Pero vencernos a nosotros era casi imposible: contábamos con la maestría del compadre Víctor que olía la traición a kilómetros de distancia y actuaba sin dilación contra el transgresor.

Yo escuché decir que la cofradía había comprado una finca en una montaña, pero nunca llegué a ir allá. Cuando caían aquellos brutales temporales nuestras lanchas quedaban encerradas a buen resguardo en las caletas. El negro se encargaba de vigilarlas y llegaba a permanecer con ellas hasta una semana, sin poder moverse a ningún otro sitio. Entonces la gente comenzaba a preguntar dónde andaría aquel “bárbaro” y de allí en adelante se creaban leyendas en torno a él.

Ahora en esta celda que honra mi humanidad siento que me he ganado un nombre, a pesar de mi corta edad, y con precisa perseverancia me he convertido en un digno miembro de la cofradía de matuteros y nunca venderé a los míos ni permitiré que les hagan daño y si me trasladan a la prisión de la ciudad de allí huiré y daré la batalla por estar de nuevo al lado del egregio compadre Víctor, cuya remembranza me estimula y lanzo mis preces a nuestro patrón en su hornacina para que las lanchas de nuestros enemigos, esos detestables codiciosos, siempre se hundan en alta mar y paguen el precio de sus innobles hechos.