Micaela

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Texto y fotografías: Wilfredo Carrizales

Micaela

Le digo: Micaela, no te muevas. Te voy a tomar un par de fotografías. Se queda quieta y luego dice: ven acá. Te contaré algo de mi vida. Me acerco y ella cierra brevemente los ojos. Entonces abre la boca: yo vivo al lado de esta carretera desde que tengo memoria. Claro que antes era un camino de tierra, no había tantos vehículos y podía criar a varios perros. Siempre he estado acompañada por esos animales que son muy inteligentes. Sólo recuerdo que uno, de todos los que tuve, me salió sinvergüenza. Fíjate que él sabía distinguir a los vendedores ambulantes estafadores de los honrados. Pero el gran carajo únicamente les ladraba a los honestos. Después descubrí que los vendedores deshonestos lo premiaban dándole alguna golosina o un pedazo de pan. De la arrechera que cogí lo agarré y le puse una cuerda atada al pescuezo y lo arrastré hasta más allá del final de esta larga recta. Lo insulté, lo solté y le dije que no volviera más a mi casa. Salió corriendo y nunca más supe de él. Los otros perros que crié se comportaron como hijos agradecidos y me cuidaron muy bien la casa y a mí. Algunas veces dormían bajo mi cama o se subían al colchón. Cuando morían los lloraba como a unos seres queridos... Después le echaron asfalto al camino de tierra y comenzaron a aparecer camiones y autobuses y mis perros los perseguían o atravesaban la carretera sin prestar atención y morían atropellados o aplastados bajo las ruedas de los vehículos. Así que decidí no volver a tener perros para no sufrir más. Cuando duermo, con frecuencia aparecen los perros en los sueños, acompañándome. Hubo un sueño que me causó mucho miedo porque en él me veo flanqueada por un hermoso pastor alemán al que quería muchísimo y vamos caminando por encima de un terreno oscuro y lleno de baches. De pronto, aclara un poco y me percato de que estábamos avanzando sobre una pila de cadáveres amontonados. Del susto el perro se cagó y yo me desperté dando alaridos y con mucha sed.

Micaela

En otras ocasiones rememoraba las tardes cuando paseaba con un lindo perrito que tenía los pelos crespos y que era la envidia de todos quienes lo veían. El perrito tenía mucha conciencia de su especial belleza y caminaba con calculados pasos para provocar la admiración. Los curiosos y observadores creían que yo había educado al perro y me proponían que yo entrenase a sus mascotas, pero yo me negaba diciéndoles que no tenía tiempo ni espacio disponibles para dedicarme a esos menesteres ajenos. A raíz de eso comencé a cuidar a mi perrito con mayor y extremo cuidado porque algo me decía que alguien estaba preparando una celada para robármelo. Como el perrito era extremadamente sagaz le advertí que tomara especiales precauciones para evitar que lo raptaran. Mientras le hablaba al animalito levantaba las orejas y daba gusto verlo cómo asentía moviendo levemente la cabeza. Pero la maldad pudo más que todas las previsiones tomadas. ¿Te imaginas de qué manera terminó sus días el perrito? Pues aquel alguien que deseaba apoderarse del perrito lanzó a mi patio a un feroz gato, cuyas garras estaban impregnadas de un poderoso veneno. Muy valiente, el perrito trató de enfrentarse al gato, pero con cada zarpazo que le propinaba el gato le inoculaba la terrible ponzoña. Todo sucedió de noche, mientras yo dormía profundamente. Así que no oí nada del terrible combate. A la mañana siguiente me extrañó que el perrito no viniera a despertarme y al salir al portal lo encontré allí, con la cara deformada por las heridas y el dolor y con restos de abundante espuma sobre la boca. Lloré entre grandes gritos y lamentaciones y maldije al perpetrador de aquel asesinato y le deseé que al momento de su agonía final una jauría de perros le devorara lentamente el corazón para que cuando resucitara tuviera rostro de perro sufriente... Micaela se transmutó y su mirada pareció penetrar la gruesa cortina del misterio de la vida y de la muerte de los perros. Repentinamente empezó a invocar a diversos canes que compartieron su vida, real o ficticiamente: perro gris cobrador de afrentas que vigilas mis desplazamientos; perro siempre bueno en las aguas de las tormentas y los temporales que acosan; perro que ojeabas la malignidad en quienes me rodeaban y me protegías a todo trance; perro que trashumabas en mis territorios de la evocación y que nunca conociste la tristeza porque tu nombre era Alegría; perro que preparabas mis alforjas cuando presentías que iba a partir a un largo viaje; perro que cazabas ardillas con una depurada técnica y luego las depositabas sobre la mesa de la cocina para que yo te recompensara con creces; perro dálmata que me serviste de ayuda en los trances más difíciles de mi existencia; perro cimarrón que no doblabas la cerviz ante los enemigos agazapados y violentos; perro de hocico negro, gran sabueso y descubridor de cosas y asuntos ocultos; perro chico de raza desconocida, pero inmenso por su fortaleza y por su lealtad; perro chino que llegaste a la casa con el viento del atardecer y te quedaste para siempre debido a que descubriste tu destino en las sombras de mi patio; perro danés que me procuraste la sabiduría de la fiereza y las maniobras necesarias para subsistir; perro faldero y remolón, pero que me contagiaste tu optimismo y tu pasión por los motivos ocultos del azar; perro gordo, manchado a rabiar, tenaz y emprendedor compañero en la ruta de la oscuridad; perro guion, de pelo amarillento y ojos vivaces, que me conducías en todo momento a sitio seguro; perro peninsular adiestrado por manos desconocidas para sobrellevar los peligros y advertir las calamidades con antelación; perro lucharniego, pregonero y con el olfato alerta para detectar al emboscado; perro ordinario, de caminar erguido para demostrar que lo fatídico no lo arredraba; perro de salto y regreso, con el pelaje entreverado y las patas cortas, que ahuyentaba a los merodeadores y a los pleitistas de oficio; perro oficiante de las partidas de dominó de los domingos y que ladraba cuando detectaba alguna trampa; perro de rabo tieso que sólo comía salchichas, pero sabía hacer todo tipo de cabriolas; perro rojizo, de edad indefinible, que sepultaba las intrigas y me precavía de sus perjuicios; perro que tanteaba los rastros de los niños desaparecidos hasta dar con sus paraderos y que se ganó el respeto de toda la comarca; perro poderoso por sus oídos y que escuchaba las contingencias a kilómetros de distancia; perro de cola encorvada y que meaba de lado para hacer reventar de la risa a quienes veía deprimidos; perro tomador de aguardiente, pero que nunca se emborrachaba y que hacía de su vicio una virtud; perro viejo mucho antes de llegar a mi patio y que siguió envejeciendo durante muchos años hasta que se cansó y pidió permiso para mudarse al lugar de los cortejos; perro ceniciento y batallador y que persistía en su técnica aunque su vida le fuera en ello; perro experto en las esperas y en las inmanencias de las auroras; perro enamorado de las uvas y de las refriegas de los viñedos al no más comenzar el tiempo de las mejoras; perro bizco que cuando presintió que tenía mal de rabia se tiró de cabeza por un barranco; perro que se ponía él mismo el collar y me iba a buscar a la cocina para que lo sacara a pasear mientras en el cielo revoloteaban las garzas y las nubes se antojaban de hacer piruetas inusuales; perro adolorido y abandonado que llegó a mi portal en solicitud de asilo y se le trató como a un huésped especial y que ofrendó sus mejores fuerzas en el acrecimiento de mi casa... Le quise tomar una postrera fotografía a Micaela, mas me miró con un brillo tan intenso en sus pupilas que me hizo despedirme bruscamente, no sin antes intentar una atropellada excusa y la promesa de volver algún día no muy remoto.

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